La Provincia - Diario de Las Palmas

La Provincia - Diario de Las Palmas

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

cine

Hollywood en el banquillo

El reciente esteno de 'Trumbo', nominada a tres Oscar, remueve nuevamente la pesadilla totalitaria de la caza de brujas de MacCarthy

Hollywood en el banquillo

El estreno en 2005, tras su triunfal presentación en la Mostra de Venecia, de Buenos días y buena suerte (Good Luck and Good Night), una producción independiente en blanco y negro dirigida y coprotagonizada por el popular actor norteamericano George Clooney, donde se evoca, con rigor y fidelidad, los estragos que provocó en los círculos intelectuales y artísticos de Estados Unidos la histeria política desatada por los delirios inquisitoriales del senador McCarthy, reactivó un asunto que, aún hoy, colea como la sombra de una terrible pesadilla por los enmoquetados despachos de las grandes compañías hollywoodienses: la ola de intolerancia moral e ideológica que sacudió, durante la década de los 40 y los 50, los sólidos cimientos de la intelectualidad estadounidense, especialmente en los sectores más vinculados al mundo del cine y el teatro, y que, en poco tiempo, originó un profundo trauma colectivo, sobre todo entre quienes, por pura convicción democrática, se negaban a vivir sometidos a ninguna forma de censura, ya procediera de los grupos de presión religiosos, étnicos o de la enfermiza conciencia reaccionaria de un lunático. Unos se exiliaron otros, en cambio, prefirieron permanecer en su país, persuadidos de que aquella cruel sinrazón tenía los días contados y que, más temprano que tarde, acabaría por prevalecer la cordura en una nación con una larga y respetada tradición democrática.

Ahora, con la presencia en las carteleras de Trumbo, de Jay Roach, otro filme que escarba en las entrañas de aquella deplorable cacería política que conmocionó a todo el mundo progresista, el asunto vuelve al primer plano de la actualidad. Esta vez focalizado en la figura del prestigioso escritor, guionista y ocasional director Dalton Trumbo autor, entre otros, de los libretos de The Prowler (1951), de Joseph Losey; Vacaciones en Roma (Roman Holiday, 1953), de William Wyler; Cowboy (Cowboy, 1958), de Delmer Daves; Fugitivos (The Defiant Ones, 1958), de Stanley Kramer; Éxodo (Exodus, 1960), de Otto Preminger; El último atardecer (The Last Sunset, 1961), de Robert Aldrich; Los valientes andan solos (Lonely are the Brave, 1962), David Miller; Castillos en la arena (The Sand Piper, 1965), de Vincente Minnelli o Papillón (Papillon, 1973), de Franklin J. Schaffner, muchos de los cuales se vio forzado a firmar con pseudónimo, tras ser acusado de comunista por el Comité de Actividades Antiamericanas y por tanto apartado fulminantemente de la industria cinematográfica.

Ya han transcurrido algo más de sesenta años desde que Joseph McCarthy, un oscuro y avieso senador republicano con ínfulas redentoristas pusiera en jaque a medio Hollywood al poner en funcionamiento una de las maquinarias inquisitoriales más implacables que ha sufrido el mundo de la cultura desde los tiempos del Tercer Reich. Nacía así el tristemente célebre Comité de Actividades Antiamericanas, organismo cuyo principal cometido no era otro que el de procesar a todo profesional sospechoso de simpatizar con el comunismo o, simplemente, de haber cultivado una relación amistosa en el pasado con cualquier sujeto que estuviera encausado por tan pintoresca comisión senatorial.

La excelente película de Clooney conmemora un suceso político que conmovió profundamente la opinión pública internacional y que hizo tambalear las bases democráticas de la meca del cine. Con los vientos liberales que aireaban hasta entonces la vida cultural estadounidense nadie se imaginaba que una epidemia de autoritarismo de tal calibre pudiera imprimir un giro político tan brusco en la opinión pública del país. Pero así fue: al amparo de la sacrosanta "guerra fría", surgida tras el estrepitoso fracaso del acuerdo de Yalta, un grupo de senadores republicanos capitaneados por J. Parnel Roberts y McCarthy, iniciaba una de los procesos más despiadados que ha sufrido nunca la clase intelectual en los USA, y sin hacer distinción gremial alguna.

Cualquier actor, director, dramaturgo, guionista, escritor o productor que inspirase la más mínima duda acerca de su "irreprochable" pasado político o, simplemente, despertara sospechas de simpatizar con el ideario marxista, era sometido de inmediato a un duro interrogatorio cuyo propósito final no sólo era conseguir la confesión ad hominen del "delito" sino la revelación de otros nombres que pudieran servir de pasto a la insaciable sed represora de los inquisidores.

El fervor anticomunista de un paranoico, con el apoyo decidido del FBI -pilotado con mano dura por el siniestro John Edgar Hoover- y de los grandes magnates de la producción, logró crear tal pánico colectivo entre la profesión que algunos nombres de incuestionable prestigio como Herbert Biberman, Joseph Losey, Jules Dassin, Alvah Bessie, Charles Chaplin o Cy Enfield, no encontraron otra salida más honrosa que la del exilio. Otros, en cambio, eligieron permanecer en el mismo corazón de la tormenta con el vano propósito de que, al fin, prevaleciera la cordura democrática y desaparecerían todos los miedos conjurados por el fascismo residual que, con tintes patrióticos, encarnaban a la perfección los inflexibles fiscales que integraban el Comité. Su actitud, naturalmente, les costó la incorporación inmediata a una temible lista negra que les condenaba en la práctica al veto laboral en cualquiera de los estudios importantes de Hollywood, los conocidos, en su denominación inglesa, como los blacklisted.

A pesar de todo, algunos, como el propio Dalton Trumbo, que volvería del anonimato tras firmar su intervención como guionista en Espartaco (Spartakus, 1960), de Stanley Kubrick, o Alvah Bessie, lograron sobrevivir firmando sus guiones con seudónimo o realizando películas de muy bajo presupuesto que, naturalmente, les impedía dar la verdadera dimensión de sus talentos. También hubo quien cedió al terror intimidatorio de los hombres de McCarthy, como Edward Dmytrick, Sterling Hayden o Elia Kazan, y terminó confesando su "vergonzoso" pasado político y, lo que aún resultó mucho más bochornoso, el de algunos de sus antiguos compañeros de partido, sólo por "conservar sus chalets y sus piscinas" como diría en cierta ocasión, con indisimulada sorna, el mismísimo Orson Welles.

Sin embargo, en algunos casos, como el del inconmensurable actor John Garfield protagonista, entre otros thrillers memorables, El cartero siempre llama dos veces (The Postman Always Rings Twice, 1946), de Tay Garnett, que llegó a manifestar públicamente sus simpatías por las víctimas de la persecusión, las consecuencias aún fueron mucho más demoledoras: murió en el portal de su casa a causa de un ataque al corazón horas después de haber declarado acaloradamente ante los miembros del Comité en el curso de una sesión que algunos cronistas del momento no dudaron en calificar de "especialmente despiadada".

Hay quienes aseguran que tras este nefasto episodio, recogido con precisión y objetividad por Clooney en su película a través del particular ensañamiento que sufrió el periodista radiofónico Edward R. Murrow (David Strathaim) por la postura invariablemente crítica que sostuvo desde su programa diario en la CBS contra los inquisidores y por Roach en su espléndido biopic sobre Trumbo, estrenado el pasado viernes, Hollywood no ha vuelto a recuperar del todo el espíritu liberal que le caracterizó durante los años treinta y cuarenta; opiniones más radicales afirman, incluso, que gracias al maccarthismo el cine norteamericano terminó firmando su certificado de defunción como un medio de expresión libre y autónomo al convertirse en un arte absolutamente instrumentalizado mediante la intimidación, el miedo y la autocensura.

Sea como fuere, lo cierto es que la profunda quiebra sufrida por la libertad de expresión en América tras la espectacular caza de brujas desatada por McCarthy y su extensa red de cómplices en la vida social, política, institucional y religiosa norteamericana, continúa de alguna manera sin cicatrizar en esa orientación monótona, rancia y maniquea que sigue actualmente la mayoría de la producción comercial de aquel país, una de cuyas máximas preocupaciones continúa siendo la transmisión del viejo ideario tradicionalista que con tanta pasión defendieron, en aquellos tiempos, hombres de la catadura moral de Roberts, McCarthy o el propio Richard Nixon, miembro activo de aquella salvajada jurídica que, algunas décadas más tarde, paradojas de la vida, fue destituido, por corrupción política, como jefe supremo de la nación y el patriota Joseph MacCarthy, seriamente deteriorado por su creciente adhesión al alcohol, quedó inhabilitado tras una moción de censura propiciada por su propio Partido. Moriría con 48 años víctima de una cirrosis hepática.

Compartir el artículo

stats