Empecemos por el envoltorio de esta novela de Ignacio Francia, La curva del camino, que acaba de publicarse. Se trata de las distintas historias amorosas, y amistosas también, que conducen a un final que no voy a desvelar, pero que no nos deja ese sabor a aceite de ricino, en forma de narración, que nos aplicaban los novelistas de los años sesenta. Claro que con ello nos prevenían contra la que parecía la inevitable resignación a que estábamos abocados, con la que mantener aquellas tristezas tan profundas como llevaderas a que nos conducían, por ejemplo, las cartas que Basilio Martín Patino escribió a Berta en una película inolvidable. Tristeza unida al anonadamiento ante todo lo que nos separaba de la libertad que se percibía en aquellos que fuera de aquí no estaban pisoteados por una dictadura como la nuestra.

No cito esas Cartas a Berta, que habían empezado siendo una novela, por casualidad, sino para señalar que la que acaba de publicar Ignacio Francia es una especie de continuación de aquella. Continuación que desemboca en que aquellos que entonces eran jóvenes, que se movían entre el exilio interior y el exterior, se han convertido en la gente madura de ahora. Y, con ello, aquella soñada y escondida Berta ha pasado a ser ahora una omnipresente Marie-France, a la vez que Julio ha dejado de lado la melancolía pasiva de aquel Lorenzo ébloui por Berta, y ha pasado a ser un magnífico cicerone para valorar nuestra realidad histórica presente, en la que ha desembocado la Transición. Que haya desaparecido la melancolía no significa que se haya dejado de lado la desazón, ante una situación que la novela nos explica en clave política.

Los ingredientes narrativos le sirven al escritor de marco para intercalar entre ellos, como si se tratara de una novella a la cervantina, pero dispersa por todo el texto, un análisis de la transición a través de una serie de informaciones de prensa, en las que se muestra cómo se van adaptando las ideas de José María Aznar a los intereses concretos que fueron surgiendo en distintos momentos de nuestra democracia. Se presenta de ese modo una forma de entender la política, de la que, por lo demás, no tiene Aznar la exclusiva.

El pretexto para examinar la evolución -por llamar a esto de algún modo- del personaje consiste en que el españolito de la novela ayuda a su pareja francesa a hacer una tesis doctoral con los datos recopilados sobre el presidente Aznar. Una tesis en la que no se pretende explicar, a la manera unamuniana (y esto es muy de agradecer), por qué somos así, sino cómo hemos llegado a la situación en que nos encontramos. Lo cual se induce de la mera documentación aportada para escribir esa tesis.

Se trata de unos materiales que no nos llevan a un puro y simple cabreo, pues ya no hay pie para aquella melancolía que pesaba sobre los hombros del personaje de la película de Patino, pues en su madurez este tiene la lucidez propia de quien ha homologado en su paso por la Universidad, con una cultura que es homologable con la de cualquier país de nuestro entorno -si se me permite una voz que a muchos les pone nerviosos- , de forma que Julio no es ya el Lorenzo anonadado por los rescoldos culturales de la Institución Libre de Enseñanza que mantenían con orgullo los exiliados españoles más cultos. En el fondo trata de ser la prueba de que nuestro país se ha impuesto en no mucho tiempo a la barbarie. Y al escapar a ella el sucesor del enamorado de Berta ha cambiado la angustia por la consciencia de quien se ve capaz de explicar a Marie-France la realidad de una manera mucho mejor a cómo Berta parecía que se la había explicado a Lorenzo. De hecho, teniendo yo algunos ribetes de hispanista, no me sorprende algo que quizá para los políticos parezca un milagro: que el hispanismo se haya vuelto a desarrollar entre nosotros como en los tiempos anteriores a nuestra guerra.

Pero si me complazco en comparar los presupuestos de la obra de Basilio Martín Patino con los de esta novela de su gran admirador y amigo, que es Ignacio Francia, fijándome en sus diferencias, no he de dejar de señalar que son muchas también las coincidencias buscadas: ahí está el paisaje salmantino y muchos paisajes más, españoles y franceses, dando color a las cosas, como si no bastaran las vidas ni las ideas como protagonistas de una narración y hubiera que introducir a las ciudades y a los pueblos en medio de esta realidad.

Pero todo esto es, como decía, el envoltorio. Y me pregunto -y me apresuro a decir que no sé la respuesta- por qué Ignacio Francia ha necesitado recurrir a él y no llegarse directamente al grano, es decir a mostrar las aventuras y desventuras de nuestra democracia, a través del hilo conductor que ha sido la irresistible ascensión en la política de José María Aznar. Pues en realidad este libro es un análisis de la enrevesada carrera de un político que ha supeditado las ideas a su éxito personal. Y esta presentación se hace por medio de la comparación de un buen número de datos, encontrados la mayor parte de ellos en las hemerotecas.

Vistas las cosas así, quizá se explique que se haya intercalado en el marco de una novela lo que de otro modo hubiera parecido excesivamente duro, cuando nos movemos en una realidad en la que los ideólogos estarían a la altura de Miguel Ángel Rodríguez o de Alfredo Urdaci, por no seguir faltando con más ejemplos. Quizá haya sido una buena idea edulcorar las cosas con ese manera de dialogar un tanto conservadora con que se relacionan los personajes de la novela, en lugar de hacerlo con el acerado instrumental de un periodista que tiene delante los argumentos que nos llevan a explicar la decepción que muchos tenemos ante nuestros políticos.

Y de nuevo, como en Nueve cartas, Salamanca es la protagonista, pues es el marco en el que se da el primer asalto aznarista al poder, que sigue luego en Castilla y León y llega de ahí a Madrid. Lo cual se condimenta no solo con las intrigas dentro de Alianza Popular de finales de los años 80, sino que hay leña para todos, aunque para unos más que otros, por cuanto que la mayor parte de los políticos no supo tampoco estar a la altura de las circunstancias.

Para estar a la altura hubiera sido necesario no admitir que las maniobras sustituyeran al juego limpio en la actuación política. Si en tiempos se discutió sobre la razón de estado, estos tiempos nuestros están preñados -¡tantos casos aislados!- de mendacidad, de disimulo, de desinterés por cualquier otra cosa que no sea el propio medro personal.

Es esta una obra de un voyeur del momento, que con el pretexto de mostrarnos una encendida relación amorosa, que marcha por los senderos que permiten sobreponerse a una derrota vital, dirige su mirada a las bases éticas de la política: la veracidad de un modo particular. Y lo hace luchando con la desmemoria de nuestro pasado más reciente. Es lo contrario al derrotismo. No oculta el autor de la novela su tendenciosidad ni es tan ingenuo como para pensar en que los políticos van a dar con la solución perfecta a las cosas. El lector puede, al menos, llegar a ser un poco más consciente de que el comportamiento de muchos políticos se ha apoyado demasiado en lo coyuntural, buscando el triunfo y desentendiéndose a la vez de los valores que hacen posible la credibilidad.

(*) José Antonio Pacual es de la Real Academia Española.