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Un mundo de 'viejóvenes'

"El anciano se levanta de la cama tambaleándose. El anciano ha dormido mal, le duelen los huesos, no se sabe si es por gripe o por artrosis"

Un escena de la película 'Amor', de Michael Haneke. LP/DLP

"El anciano se levanta de la cama tambaleándose. El anciano ha dormido mal, le duelen los huesos, no se sabe si es por gripe o por artrosis. El anciano no se propone correr los cien metros lisos, sólo aspira a una cierta normalidad con margen de maniobra (...) El anciano se asombra, todavía, de ser anciano; es un anciano reciente; dentro de poco se habrá acostumbrado a ser anciano. O quizás no. El anciano destapa la máquina y escribe lo que antecede". Así habla de sí mismo, en tercera persona, Salvador Pániker (Barcelona, 1927) en Diario del anciano averiado' (Penguin Random House), el cuarto tomo de sus dietarios, referido a los comienzos del siglo XXI, y en el que por vez primera, sintomáticamente, titula de una forma expresa y monográfica su ya vasta incursión en el género autobiográfico.

Junto a sus volúmenes propiamente filosóficos, y a su valiosa aportación en ese campo como fundador de la editorial Kairós, el escritor hindocatalán no ha dejado de cultivar el memorialismo, a partir de que, en los últimos años sesentas y primeros setentas, publicara los libros de entrevistas Conversaciones en Madrid y Conversaciones en Catalunya, de gran éxito en el tardofranquismo. Les seguirían Primer testamento'y Segunda memoria, sus dos volúmenes de memorias, en los años ochentas, en los que desarrollaba los diarios que ha venido redactando toda su vida, y sus dietarios Cuaderno amarillo, Variaciones 95 y Diario de otoño, en los noventas. Ningún título tan denotativo ni explícito, pues, como este Diario del anciano averiado, en el que da cuenta del inmejorable funcionamiento, pese a los achaques propios de una edad en la que, con todo, "se sale mejor en las fotografías que en las radiografías". Con el estilo ágil y lúcido que le caracteriza, y su proverbial dominio para engarzar las experiencias más íntimas en un contexto filosófico y social de alcance generalizado, Pániker le da aquí la vuelta al embudo, apremiado, tal vez, por la propia edad, para mostrarlo por el cuello mismo, y meter por esa angostura al lector. Muchas veces el lector es él mismo; en eso consiste el truco, para ponerse a salvo de los males (averías) de la vejez: en verse a sí mismo desde afuera, de tal suerte que el anciano es siempre otro. Como antídoto contra el encantamiento de conocerse a sí mismo, más propio del narcisismo de las edades juvenil y adulta, Pániker invita a sus coetáneos a seguirle los pasos en el asombro inagotable de seguir vivos. "Me ha tocado la gran sorpresa de ser precisamente yo", dice. "Una sorpresa de la que todavía no me he repuesto".

Decía Cesare Pavese (antes de suicidarse, y sustrayéndose a vivirla él mismo) que "la vejez es la más corta de las edades porque es la única que no será rememorada". Pániker parece aplicarse ese cuento en Diario del anciano averiado, cerrando el círculo y depurando la dosis aleccionadora con proyección de futuro de sus memorias. Ahora son cápsulas, pastillas filosóficas, para superar las averías del alma en el aquí y ahora. Y observa, en ese sentido, un cierto poder de redención, o de autoconciliación, en el soltar lastre de la vejez, siempre y cuando, claro, no haya decrepitud ni las averías físicas resulten irreparables. Predicando con el ejemplo, y desde su condición de agnóstico, confiesa que el avance de la edad le ha permitido, además, superar el temor a la muerte. En una de las entradas de un mes de difuntos de este siglo, confiesa: "En el pasado me bloqueaba la muerte. Al no tener digerida la muerte -o interpretada o situada dentro de un esquema general de las cosas-, se producía como un efecto de demora, casi de obturación, en todo lo demás. Era como si me dijera a mi mismo: estoy aquí, he de morir, y no tengo intelectualmente resuelto el asunto, lo cual es como caminar con un inmenso cabo suelto pendiente de solución o, más bien, de decisión". Eso era a sus 35 años, en cambio, ahora, más de cuarenta años después (en el momento de la escritura, en la actualidad, cuando se publica, tiene 88 años) dice estar en condiciones de aplicarse en "la respuesta más sana a este problema: ya se sabe, es la de vivir aquí y ahora, donde nunca hay muerte". El secreto de la conciliación con la idea de la muerte consiste en saber "empezar de nuevo cada día".

Uno de los atractivos del Diario? es la depurada muestra de filosofía aplicada que rezuma, como si el propio Pániker, a causa de la ancianidad, justamente, estuviera experimentando sus teorías en propia carne como nunca antes. El maestro se vuelve ahora su mejor discípulo, a través de ese "empezar de nuevo". Su famoso concepto de la "retroprogresión", que habla de dirigirse al origen y al margen en un mismo acto, ser a la vez adulto y niño, racional y místico, imaginativo y pragmático, aboliendo cualquier dualidad -"entre el ser y el estar", sobre todo-, y a sabiendas de que cada paso que se da es un avance y un retroceso, al mismo tiempo, ¿quién mejor que un anciano avisado puede asumirlo?...

Asevera que, para eludir la soledad -eso que se acucia, justamente, en muchos casos con los años-, al yo sólo le quedan tres salidas: "la trascendencia, la triviliadad y el suicidio". Descartada la tercera, examina que la segunda suele ser la más frecuente, porque "es la más descansada". "La manera trivial se apoya, esencialmente, en alguna conciencia colectiva y nada más que en esa conciencia colectiva", lo cual es, en efecto, más cómodo. Pero, como ideal de la realización, Pániker propone la primera vía: la trascendencia místico-práctica en un doble sentido, de espiritualidad y de disfrute intramundano.

Él mismo aclara que no hay un corte de cuchillo entre ambas esferas, y, en su búsqueda por adecentar al máximo el espacio vital de la vejez, se observa que combina muy bien la voluntad de misticismo con una apretada -y distendida- agenda social.

Algo sorprendente es cómo su amplio catálogo de dolencias, de las que va dando puntillosa y recurrente cuenta, no sólo no le impide hacer una activa vida social, sino tampoco la práctica de un considerable donjuanismo. El acta de sus enfermedades es bien explícita, aunque, por fortuna, éstas aparezcan muy esparcidas por los meses y años. "Despertar especialmente penoso. Dolor reumático, nariz tapada, fatiga? La ansiedad, la lumbalgia, la bronquitis", etcétera, sin que se le disminuya el interés erótico, en ocasiones, igualmente expresado con pelos y señales, bajo el protagonismo del "abrazo místico" que defiende.

En una entrada de finales de 2003, a sus 76 años de edad, escribe en su diario, con ánimo no tan melancólico como notarial: "Ya nunca más el amor de una chica joven...". Y, al cabo de unos cuantos meses, le surgen dos nuevas relaciones con dos mujeres mucho más jóvenes, una de las cuales le divide la edad. Es GG, a la que saca a colación con iniciales, al igual que otras tantas, porque, como ha explicado, algunas están casadas, si bien en este caso -recoge en una momento del Diario?-, ella le explica que su marido está informado y acepta la alternancia. La otra, un cuarto de siglo más joven, es Bea, una cirujano alicantina que se ha interesado por él. Pero, según expresa Pániker, no está dispuesto a renunciar, en modo alguno, a su consolidada relación con JX, de manera que todas tienen cabida...

Así pues, el anciano no está del todo averiado. Sus posiciones no distan del "saboreo erótico" que reivindicaba, como el mejor antídoto contra las pesadumbres de la vejez, otro filósofo de raíz igualmente 'sesentayochista', José Luis López Aranguren (1909 - 1996). En sus últimos años, propugnaba invertir la acepción peyorativa del 'viejo verde' por la del viejo eróticamente 'reverdecido'. Es curioso que, desde la posición veraz de sus testimonios, Pániker resulte más aperturista y libertario, más entusiasta, que muchas tramas de ficción sobre la vejez escritas por coetáneos suyos.

Así, el mito de la 'eterna juventud' que él promueve (en tanto en cuanto, es indisociable, 'retroprogresivamente´, de las eternas infancia, adultez, vejez?), se lo carga de una plumada, por ejemplo, Francisco Umbral (1935 - 2007) en Nada en el domingo (1988), con la inverosímil trama de un anciano protagonista, Boleslao, que en el curso de una tarde dominical se acuesta con tres mujeres, y sin dejar de apurar su petaca de whisky. Entra ellas, una menor, su favorita, ya que, confiesa el personaje: "Las maduras me proporcionan una especie de masturbación melancólica conmigo mismo". Lejos de la posición vitalista de Pániker, Umbral -al igual que muchos otros escritores coetáneos, por cierto- percibe la vejez como un mal irremediable, un fastidio y arrumbamiento sin consuelo, en la que se llega al status de "payaso", irrisorio y patético, e, inclusive de "deshombre" a secas. "El mundo huía de Boleslao. Eso es envejecer y jubilarse de vivo: ver cómo todo se vuelve grupas y se aleja bajo el medio sol de la media tarde", concluye.

Igual de pesimista, pero mucho más hondo y emotivo, se muestra el anónimo protagonista de Viejo (1994), la última novela del venezolano Adriano González león (1931 - 2008). Se mofa, justamente, de las proclamas optimistas de la vejez. Se refieren a un "porvenir", cuando, en realidad, ya sólo queda un "porirse", dice, para objetar, asimismo, que "hablan de una "meditación" recreadora, cuando, sentados en los parques, los viejos "tienen la mente en blanco como un muñeco de paja" y si miran por la ventana "no ven nada; miran por mirar"... A diferencia del donjuanismo místico-práctico de Pániker, el alter-ego de González León (quien proclamará "los viejos, acostados con mujeres, somos más ridículos") se contenta, por toda vivencia erótica, con algo que seguramente es mucho más estadístico entre los ancianos de hoy día: el recuerdo vivo, la recreación mental de la primeras experiencia eróticas o de los más consistentes amores (que, por más actividad sexual que se haya acumulado, son siempre unos pocos, como también recuerda Pániker).

Gabriel García Márquez (1928-2014), por su parte, concedía cierta redención de la edad avanzada a las urgencias eróticas, ya que en esta se inaugura, al fin, "el consuelo de la extinción lenta y piadosa del apetito venéreo: la paz sexual". Curiosamente, la edad que tiene el filósofo cuando -nos cuenta en su dietario- se dispone a abordar nuevas experiencias amorosas, es la misma de Florentino Ariza, el protagonista de El amor en los tiempos del cólera (1985). Bien es verdad que la trama se sitúa en los albores del siglo pasado, y eso le da más verosimilitud a la paciencia infinita del personaje, quien tan sólo después de aguardar ¡"cincuenta y tres años, siete meses y once días con sus noches"!, sin perder el ánimo y las tretas mentales de abordaje ni un solo minuto, consigue consumar el amor con su novia de la adolescencia, Fermina Daza.

No obstante, la descripción de ese nuevo amor, sólo una vez alcanzado, sí podría conectar con el misticismo-práctico y 'antiplatónico' que propugna Pániker: "(Pasaron) horas inimaginables cogidos de la mano: se besaban despacio, gozaban de la embriaguez de las caricias sin el estorbo de la exasperación... Hicieron un amor tranquilo y sano, de abuelos percudidos, que iba a fijarse en su memoria como el mejor recuerdo de aquel viaje lunático. No se sentían ya como novios recientes, y menos como amantes tardíos. Era como si se hubieran saltado el arduo calvario de la vida conyugal, y hubieran ido sin más vueltas al grano del amor. Transcurrían en silencio como dos viejos esposos escaldados por la vida, más allá de las trampas de la pasión, más allá de las burlas brutales de las ilusiones y los espejismos de los desengaños: más allá del amor. Pues habían vivido juntos lo bastante para darse cuenta de que el amor era el amor en cualquier tiempo y en cualquier parte, pero tanto más denso cuanto más cerca de la muerte". Y lo que sí concuerda del todo con la visión inmanente que tiene Pániker de la vida es esta reflexión que lanza el protagonista de Memoria de mis putas tristes (2005), la última novela del premio Nobel colombiano, y que, si bien él mismo no alcanzó a experimentar, sí lo podría hacer el escritor catalán, presumiblemente, el año que viene: "Cuando me desperté vivo la primera mañana de mis 90 años, se me atravesó la idea complaciente de que la vida no fuera algo que transcurre como el río revuelto de Heráclito, sino una ocasión única de voltearse en la parrilla y seguir asándose del otro costado por noventa años más". Vuelta y vuelta 'retroprogresiva' a la existencia, tal es el legado de salvador Pániker.

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