La Provincia - Diario de Las Palmas

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El viejo ante el espejo

"Mi rostro como un pastel de bodas arruinado por la lluvia", escribió hermosamente, de los surcos de su cara, el viejo Auden. Más cáustico y estoico, en su poema Gerontion, T. S. Eliot se reafirma de este modo: "Aquí estoy yo, un viejo en un mes seco, / una cabeza opaca entre espacios con viento". Y confirma su desalojo: "No tengo fantasmas, / un viejo en una casa llena de corrientes / al pie de una loma con mucho viento"..., para asumir el extrañamiento de que sus pensamientos son ahora, únicamente, "inquilinos de la casa", mientras que sus sentidos -conservados en "un congelado delirio" y excitados "con salsas picantes"- "multiplican variedad en una selva de espejos". No creyente, sino "agnóstico" y "místico práctico", según se define, con una indisimulada propensión, también, al hedonismo burgués, el autor del Diario del anciano averiado, suscribiría de buen grado la cita de Shakespeare con que aquél encabeza su poema: "Tú no tienes ni juventud ni vejez / Sino como si fuera una siesta después de comer / Soñando con ambas cosas".

En su búsqueda de superar los rigores de la vejez, Pániker apuesta por la escritura-lectura de sí mismo y del entorno como única vía de redención -o, al menos, de terapia- ("El diario es un buen antídoto contra la soledad"). No es mal consejo, teniendo en cuenta el inquietante pronóstico que nos legó el periodista Eduardo Ortega y Gasset, el hermano, exiliado en Venezuela, del filósofo: "Sólo se es joven mientras se comprende el mundo"... Eso es lo que lleva a vislumbrar un mundo venidero -ciertamente enrarecido- de 'viejóvenes'. Por un lado, es cierto el diagnóstico del historiador Philipe Ariés, cuando observa que la actual "devaluación de la vejez no tiene precedente desde comienzos de la Ilustración, en el siglo XVIII", y es debida a la paralela devaluación de la muerte y a la "obsolescencia" del saber de los ancianos para interpretar las nuevas claves de una sociedad en transformación". Pero también es cierto que la nueva entropía de las juventudes desclasadas, el desdibujamiento de las identidades cerradas y la incertidumbre sobre las nuevas formas de interconexión propician el apogeo de lo 'viejoven'. El límite -cabe inferir en Pániker- es el deterioro, la decrepitud física, la "avería" irreparable.

En una entrada de su dietario, se lee: "Era un soplo. Vivían lo que se llama un soplo. La voz popular decía: de los cuarenta para arriba, no te mojes la barriga. Cuando yo era joven, a los treinta años se era ya un hombre cabal, quiero decir un ser humano plenamente cumplido. Hecho y derecho. Como Jesucristo, como César Borgia. La vejez venía temprana. En un periódico de mi juventud leí una vez: "Un anciano de sesenta años arrollado por un camión". Pues bien, hoy, como es sabido las cosas han cambiado. Una experta en gerontología dijo que las neuronas pueden regenerar a cualquier edad y que es bueno estimular las funciones cerebrales de las personas mayores". Reconoce que en su juventud sintió el temor a la muerte, y que en cambio, en la vejez, ha logrado superarlo. Todo lo contrario de la puntillosa clasificación que emprende el nonagenario protagonista de Memoria de mis putas tristes, la última novela de García Márquez: "La certidumbre de ser mortal me había sorprendido poco antes de los cincuenta años (...) una noche de carnaval en que bailaba un tango apache con una mujer fenomenal a la que nunca le vi la cara, corpulenta pero que se dejaba llevar como una pluma al viento. (...) casi me derribó por tierra el frémito de la muerte. Fue como un oráculo brutal en el oído: Hagas lo que hagas, en este año o dentro de cien, estarás muerto hasta jamás (...) Desde entonces empecé a medir la vida no por años sino por décadas. La de los cincuenta había sido decisiva porque tomé conciencia de que casi todo el mundo era menor que yo. La de los sesenta fue la más intensa por la sospecha de que ya no me quedaba tiempo para equivocarme. La de los setenta fue temible por una cierta posibilidad de que fuera la última". Más tarde advertiría que "la mayoría de los mortales estaban muertos". El 'Diario?´ de Pániker coincidiría más bien con el papel que le otorga Norberto Bobbio a "la memoria remota" que se estimula en la vejez: un lugar para el inventario y el disfrute en la recomposición de la identidad de toda una vida?.

Da grima reconocer ahora que García Márquez caería en el alzheimer no mucho después de esta definición que ofrece su último personaje: "Sentía que el tiempo de la vejez no era un torrente horizontal, sino una cisterna desfondada por donde se desaguaba la memoria". E igualmente pesimista resulta el desenlace la novela `Viejo´, de González León, luego de recomendarnos llamar a estas cosas por su nombre: "Vejez no, sino enfermedad... La enfermedad, no, sino la soledad, vamos a nombrarla sin miedo...". Si Pániker nos advierte que, para vencer la soledad, la mejor salida es la trascendencia mística y reflexiva, luego la trivialización de la existencia y, sólo en última instancia, el suicidio, el personaje de esa novela desoye el orden de los términos. Se mira en el espejo con la esperanza de verse "su segunda cara" para "contrarrestar ausencias". El poder de su mirada, se nos dice, aumentaba la profundidad del espejo, hasta poblar la realidad presente con las imágenes de otro tiempo allí atrapadas. "Pero un día el espejo se dio la vuelta" y reapareció la cara de la actualidad: "Todas las formas y figuras, reales e irreales, pasadas y presentes, ciudades y muchachas, fueron cubiertas por una imagen única que hacía de centro y de totalidad: las canas florecidas, firmes, seguras, avanzando... (...) Las canas que no dejarían según él, ir a ninguna parte, ni siquiera a los lugares que guardaba en su memoria". Así pues, "fue cubierto por la última señal del espejo (...) En toda la casa se escuchó la detonación". Encontró así el atajo para llegar al "olor a pomarrosas del olvido".

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