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poesía 'obra completa' de un modernista

Bienvenida a Saulo Torón

El crítico y poeta Juan Manuel Bonet ofrece como prólogo del tomo un recorrido por la obra del vate isleño, contextualizado con claves biográficas y literarias

Alonso Quesada (i), Saulo Torón y Tomás Morales. LP/DLP

De nuevo la grata tarea de presentar a Saulo Torón, una de las grandes voces de la moderna poesía canaria. Saulo Torón, poeta prosaísta, es el tercer integrante, por orden de aparición, de un trío impar, el constituido por Tomás Morales -el precursor, el maestro absoluto-, Alonso Quesada -el más moderno de los tres-, y él mismo, llamado a vivir una vida longeva.

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Nacido en Telde en 1885, se trasladó a los diez años de edad con su familia a Las Palmas, ciudad que retendría por el resto de sus días a este sedentario a la fuerza. Su hermano mayor, Julián (18751947), también fue poeta. Tras ser dependiente de comercio, mancebo de farmacia y empleado en la carbonera británica Gran Canaria Coaling, Saulo pasó a trabajar como contable en la casa británica Miller & Co, casi en pleno muelle; pero a diferencia de Alonso Quesada, él no novelizó ese lado british. El ámbito principal de su vida fue ese: el del Puerto de la Luz. Durante los años 1916 y 1917, colaboró en prosa y en verso, siempre en clave satírica, en la revista Ecos, que dirigía Alonso Quesada. También fue autor de algunos sainetes costumbristas. Su primer poemario, Las monedas de cobre, apareció en 1919, el año en que cumplió los treinta y cuatro. Le seguirían El caracol encantado(1926) y Canciones de la orilla (1932). En 1932 hacía tiempo que el poeta había perdido a sus dos compañeros de generación y grandes amigos, ambos prematuramente desaparecidos, Morales en 1921, y Alonso Quesada en 1925. Durante los años 1928-1929 colaboró, también en clave de poesía satírica, y bajo la máscara Belarmino, en el diario El País de Las Palmas de Gran Canaria. El 7 de marzo de 1936, también tardíamente pues tenía cincuenta años, el poeta, que hasta entonces había vivido con su hermana Micaela y Juan Puig, el marido farmacéutico de esta, se casó con la profesora de canto Isabel Macario, con la cual tendría dos hijos. El sonido del piano será entonces el ruido de fondo del nuevo hogar, que estaba en la entonces moderna Ciudad Jardín, gran obra de un gran arquitecto, Miguel Martín Fernández de la Torre, el hermano del pintor Néstor, del cual luego se hablará; en el anterior del Puerto de la Luz, al visitante le llamaba la atención la a?ción radiofónica del poeta: sin duda una ventana al mundo, un mundo hacia el cual, como Baudelaire, en más de un momento sueña con huir.

Traumática para Torón sería la censura introducida por la Guerra Civil, que como lo ha explicado Ventura Doreste en su preciosa semblanza Recordando a Saulo Torón (1978), lo empujó a mayor retraimiento si cabe. Sus dos corresponsales más asiduos fueron otros dos supervivientes de su tiempo a los cuales me referiré enseguida: Fernando González y Claudio de la Torre. Habrían de pasar varias décadas para que, ya jubilado (en 1959) de la casa Miller, Torón se decidiera a publicar el que sería su último poemario, en realidad una breve plaquette, Frente al muro (1963), aparecida en la colección Tagoro, obra de un poeta de una generación más joven, Lázaro Santana, entonces y siempre activo reivindicador de la tradición poética y artística canaria, y en ese sentido cabe recordar la publicación más importante de la editorial, las Poesías (1964) de Alonso Quesada.

En 1970, gracias a Alfonso Armas Ayala y a Ventura Doreste, vieron la luz, en una cuidada edición del Cabildo, las Poesías de un Torón que tenía ya ochenta y cinco años, prologadas por un Francisco Ynduráin que empieza sus sentidas palabras con el recuerdo de una visita al poeta, en 1966, acompañando a Armas Ayala, a Doreste, y a un Fernando González que asimismo estaba de paso. Ahí evoca a Torón, "menudo, con una vibrátil fragilidad nerviosa, tan pulcro con su pelo blanquísimo, delgado hasta la espiritualización de su cuerpo; algo como un Falla, pero en más efusivo".

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Aunque reunidos en volumen póstumo (al cuidado de Joaquín Artiles, en 1976, es decir, dos años después del fallecimiento de su autor), los Poemas satíricos, aparecidos bajo distintos seudónimos en la sección El tablado de la farsa de Ecos, sección en la cual también colaboraron Tomás Morales, Alonso Quesada y otros vates amigos, corresponden al primerísimo periodo toroniano. Las víctimas de los mismos son la vida municipal y espesa, los alemanes -estamos en plena Gran Guerra-, y por encima de todo el Obispo, y "Vidrieras", un clérigo germanó?lo que escribe en el Diario. No son estos versos inolvidables, y sin embargo por momentos nos encontramos con una pre?guración de lo que será la poética de madurez del autor, entonces enmascarado.

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El primer libro de Torón, Las monedas de cobre, apareció en el Madrid de 1919, bajo cubierta recargadamente simbolista, con algo de beardsleyiana y de nestoriana -también cabría pensar en el malogra do escultor y dibujante Julio Antonio, tan ramoniano-, obra de un Tomás Morales que dos años más tarde iba a desaparecer. De la edición se ocupó Claudio de la Torre. Libro de poesía prosaísta, y libro de mi especial predilección entre los de su autor. Las dedicatorias -a Morales y a Claudio de la Torre, a Alonso Quesada, a Domingo Rivero, a varios miembros de las familias Doreste y Millares, a Néstor- dibujan el círculo de amistades del poeta que con ese libro entraba en juego.

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Ynduráin supo resumir muy bien esa actitud de Torón en su primer libro: "Saulo tuvo la gallardía de ser él mismo diciendo su palabra con desnuda belleza, sin afeite apenas, para cantar su barrio, su familia, la tienda de la esquina, los bancos del paseo, el puerto y su cotidianeidad en la aventura".

Torón se complace en construir "poemas familiares", escritos "junto al claror difuso de la lámpara amiga". En alguno pone en escena a varios miembros de la suya, tratando con especial cariño a sus sobrinos, que lo llevan a un canto a los juguetes que nos hace pensar en ciertos cuadros y dibujos coetáneos de Rafael Barradas. Un sillón le permite a quien se cali?ca de "pobre sentimental poeta", evocar la ?gura del padre desaparecido. En otro momento se entretiene, en plan casi Paul-Jean Toulet, contemplando los arabescos que sobre la mesa traza un rayo de sol.

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La sección a mi modo de ver más signi?cativa del volumen es la titulada Poemas del barrio, en la cual Torón canta el aire de la calle, las hugolianas "cosas vistas", una casa en construcción, el entierro de una niña al cual convoca una "campana / parlanchina y católica", el borracho de turno, la tienda, esos bancos del paseo que como vimos le llamaron la atención a Ynduráin... Poesías de una gran cotidianeidad, sí, rota por acontecimientos como el narrado, desde su título mismo, en El arribo de la ?ota ballenera, composición de especial magia, que por algún lado trae a mi memoria alguna del marino-poeta cántabro José del Río Sáinz, tan genial en sus ?nales de soneto. La dimensión marinera de su ciudad de residencia le inspira a Torón, siempre dentro de esta sección, Faro de La Isleta, que está dedicado a Néstor, y Cantan los tripulantes, donde resuena un organillo barojiano.

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Poeta del mar lo fue también, como Néstor, pero en verso, Torón. Es El caracol encantado (1926) un libro clave en ese sentido. De su edición se ocuparon Claudio de la Torre, nuevamente, y Fernando González, y a sugerencia del segundo lo prologó desde Segovia un Antonio Machado que cita a Juan Ramón Jiménez, a Ramón Pérez de Ayala y a Tomás Morales, dedicatario del volumen, a título póstumo, "en el eterno recuerdo". "Pensando frente al mar no es fácil caer en laberinto de conceptos y de metáforas" escribe el sevillano. En este libro Torón encuentra acentos muy personales para decir el mismo "sonoro Atlántico" cantado por Tomás Morales. Pero despojándolo de cualquier lado comercial, urbano y portuario, y acercándose a una visión mucho más esencial, y por algún lado, juanramoniana, como lo han señalado Ramón Feria ya en 1936 o Sebastián de la Nuez. Posibilidad obvia de establecer paralelismos, por lo demás, entre el proceder toroniano, y un cierto veintisietismo, el del Rafael Alberti del canónico Marinero en tierra; un Alberti curiosamente no citado por Machado, que sin embargo había sido uno de los miembros del jurado de su Premio Nacional; un Alberti que sabemos -por lo que le cuenta al autor Fernando González en una de sus cartas-había recibido y apreciado el volumen.

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El tercer y último libro de preguerra de Torón, Canciones de la orilla (1932), dedicado a la memoria de Alonso Quesada, lo prologó Enrique Díez-Canedo, que ocho años antes, en una de sus estupendas crónicas en La Nación de Buenos Aires, ya había citado al poeta entre las "Voces de Atlántida", y que antes, en 1922, había hecho otro tanto en su necrológica de Tomás Morales en La Pluma. De la edición se habían ocupado Claudio de la Torre desde París, Salinas, y nuevamente, Fernando González, entonces residente en Logroño. Fidelidad del poeta al Atlántico. Reducción al máximo del arti?cio, como dice su prologuista y dedicatario de la sección Consejos varios. Tono veintisietista, cancioneril a veces con ecos galaicos, con momentos becquerianos, dirá años después Sebastián de la Nuez, pensando sin duda en los cantares que integran la sección Últimos acordes, dedicada a Antonio Machado, y leyendo la cual pensamos, sí, en el autor de las Rimas, pero también en su amigo Augusto Ferrán. Con albertismos también -una Canción de los marineros en tierra-, dentro de una sección con dedicatoria a Salinas, titulada Canciones de mar y tierra, y a este último propósito hay que recordar que en 1930 Concha Méndez había titulado así un poemario publicado en Buenos Aires. Fidelidad a la ciudad, al barrio: "Poeta del barrio, / a mi barrio debo / las coplas que hago". Infantilismo: "Todas las mañanas / miro al nuevo sol, / con la misma ingenua avidez que el niño / ve su pelota de fútbol". Elogio del silencio: "Silencio mío". Incluso una declaración de intenciones vanguardista: la propuesta -mas quien la formuló no seguiría- de cantar "los motivos nuevos / con las coplas viejas", motivos algunos de los cuales llega a enumerar: "El avión que pasa / trepidante y raudo, / el jazz-band que aturde, / el cine y la radio", y a propósito de lo último está el testimonio de Ventura Doreste, que se re?ere a la ya mencionada condición de radio-oyente del poeta, y al inverosímil utillaje del cual disponía en el domicilio que compartía con su hermana y su cuñado. Para la historia literaria cordial, anotar un Poema mínimo a Jose?na de la Torre Millares -en el libro anterior había otro poema escrito cuando ella tenía nueve años-, otro dedicado "a la niña Amalia Teresa Romero" (la hija de Alonso Quesada), y un conjunto de ocho sentidas Canciones desde la otra orilla que constituyen otras tantas elegías a viejos amigos desaparecidos: Alonso Quesada precisamente -el "amigo preferido" y "guía y compañero / de mi muerta juventud"-, el pintor Juan Carló, Rafael Mesa y López -amigo de los Machado en París-, Luis Millares Cubas, Adolfo Miranda Bautista, Tomás Morales -el "capitán"-, Domingo Rivero, Miguel Sarmiento... A estas ocho elegías reales, se suma el epita?o de un personaje de novela -de la de Claudio de la Torre En la vida del señor Alegre (1924)-, Mister Bright. De nuevo el ?el Agustín Espinosa, cantor de un mar más moderno, muy realismo mágico, mas siempre atento, en su faceta de ensayista, a la genealogía de su generación literaria, sería uno de los glosadores del poemario, esta vez desde el Diario de Las Palmas.

Vida discreta, apagada, provinciana, la de Torón. Vida "modesta y apacible", de hombre "bueno, sencillo, humilde", dirá Sebastián de la Nuez. Vida prosaísta, ella también, a imagen de su poesía, vida humilde, sin grandes acontecimientos ni grandes sobresaltos ni grandes ingresos. Ventura Doreste lo retrata como traumatizado por el golpe de 1936, quieto en ese quicio, negándose sistemáticamente a leer lo posterior. Como si el tiempo, su tiempo, hubiera acabado entonces, y de hecho qué largo silencio el suyo hasta su breve último poemario, o más bien antología de su producción más tardía, Frente al muro (1963), con su nota prologal de Ventura Doreste, ?rmada solo con sus iniciales. Muro quevedesco, muro brassaiano o tapiesco. Muro de la muerte. Un poema sobre la campana de una ermita de nuevo, nos devuelve a los tiempos de Ecos. Un "burrito de carga" es cali?cado, también por ese lado, de "hermanito mío". En la edición de las Poesías de 1970, a Frente al muro se suman los "poemas de amor y ternura" de Resurrección -uno de ellos, dedicado a Miguel Martín Fernández de la Torre, en su condición de arquitecto de la muy racionalista Ciudad Jardín- y algunos inéditos más, entre los cuales destacan las "Nuevas ofrendas devotas". La más importante de estas últimas es a Alonso Quesada, o más exactamente a su cabeza en bronce de 1955 por Plácido Fleitas; el día de la inauguración Torón leyó ante la escultura esos versos, que también incorporan a Tomás Morales, a Néstor, a "los fraternos Doctores" (los hermanos Millares Cubas), y a un "viejo vate de arrogancia austera, / palabra sobria y pensamiento claro" que sin duda es Domingo Rivero, y a Rubén Darío, Antonio Machado, y Unamuno; luego la comitiva se trasladó a El Museo Canario, donde tuvo lugar una velada poética en la que Torón también participó. El resto de los amigos a los cuales el viejo poeta rinde homenaje póstumo son los siguientes: Ignacia de Lara, Juan Millares Carló, Tomás Morales, Miguel Padilla Navarro, Ignacio Pérez Galdós, Domingo Rivero, y su hermano Julián Torón. Viejas ?delidades, remitiendo a un tiempo de?nitivamente abolido, en el cual Torón de algún modo seguía viviendo, aquejado de males y de melancolía, tal como se autorretrata en poemas como La idea, El vaso del remedio, Viejo otoño, o el muy impresionante El doble.

Este texto es un extracto del prólogo de Bonet. Donde se ha suprimido algún párrafo se señala con puntos suspensivos

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