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cine

La ley del silencio

'La silence de la mer', la ópera prima de Jean-Pierre Melville, sale al mercado español con siete décadas de retraso. Fue la película favorita de Jean Cocteau

Jean-Pierre Melville, en primer plano, durante el rodaje de una película. LA PROVINCIA / DLP

Para las nuevas generaciones de espectadores el nombre de Jean-Pierre Melville (París, 1917-id., 1973), así como el de algunos otros genios semimalditos del cine europeo, constituye toda una incógnita, no sólo porque la mayoría de sus películas reposa, desde hace décadas, en el panteón del olvido sino porque lo poco que han podido escuchar sobre él o sobre su inclasificable filmografía ha sido gracias a la fuerte influencia que ha ejercido, entre otros muchos cineastas, sobre el realizador nipón Takeshi Kitano, los estadounidenses Quentin Tarantino y Jim Jarmusch y en el francés François Truffaut, o sea, a través del reflejo que su obra ha proyectado en el cine de los demás. Así pues, y pese a la importancia histórica de su figura, Melville sigue siendo, como su malogrado compatriota y maestro Jean Vigo, a quien hace algunos años se le ha homenajeado con la edición íntegra de su obra con el sello FNAC, uno de los cineastas más injustamente marginados del cine galo. Acaso porque su carrera no derivó nunca hacia posiciones conservadoras, o porque no se sometía a las directrices más convencionales del cine de su tiempo, lo cierto es que su imagen siempre se la asoció con la comunidad de los directores malditos.

Este silencio, al que se han unido tácitamente muchas instituciones teóricamente encargadas de velar por la buena salud de la cultura audiovisual, ha creado alrededor de Melville una sólida barrera de incomprensión y de lugares comunes que sólo podrían derribarse promocionando un conocimiento más amplio y profundo de su obra y, sobre todo, de la importancia capital que supuso para varias generaciones de cineastas a ambas orillas del Atlántico. Máxime cuando en España, lugar donde aún existen enormes lagunas, cinematográficamente hablando, quedan todavía por estrenar cinco de sus más importantes filmes y, salvo una completa retrospectiva que le dedicó, en 1993, el Patronato Municipal de Cine de San Sebastián, nunca hubo oportunidad alguna en nuestro país de acceder a ellos en su conjunto.

La aparición, en 2013, de la edición en BD de El silencio de un hombre (Le Samourai/Frank Costello faccia d´angelo, 1967) y, en 2014, la de Círculo rojo (Le cerce rouge, 1970) los rumores no contrastados sobre la inmediata distribución comercial de algunos de sus títulos más emblemáticos en este mismo soporte, parece indicar, sin embargo, que el autor de Quand tu liras cette lettre (1953) será justamente reivindicado próximamente y su inobjetable maestría volverá a brillar en las pantallas internacionales para complacencia de los amantes del cine con mayúsculas y como paradigma de un cine por mil razones irrepetible. Estos días, y como aperitivo, A contracorriente acaba de sacar al mercado una excelente edición en BD de El silencio del mar (Le silence de la mer, 1947), un bellísimo poema visual sobre la convivencia cotidiana de los franceses con el Ejército alemán en la Francia ocupada, que acaba con todos los tópicos manejados, tanto por el cine europeo como por el estadounidense, sobre tan vidrioso asunto. Y si el lector estuviese particularmente interesado por ahondar en este apasionante conflicto no me resisto a recomendarle la lectura de Y siguió la fiesta. La vida cultural en el París ocupado por los nazis (Galaxia Gutenberg. Círculo de lectores), del periodista y escritor norteamericano Alan Riding. Un reportaje histórico sencillamente legendario.

Melville, de cuyas certezas ideológicas ofrecen buena prueba sus escasos trece largometrajes, expone su particular visión del problema desde una perspectiva rigurosamente humanista, centrando su alegato contra las guerras en la persona de Werner von Ebrennaci, (Howard Vernon), un oficial alemán que se muestra extremadamente afable, generoso y comunicativo ante un padre (Jean-Marie Robain) y su hija Niece (Nicole Stéphane), a pesar de que nunca encuentra en ellos la menor respuesta a su acuciante necesidad de fraternizar y a su propósito de demostrar el profundo amor que siente por Niece. El resultado es un filme de una extraña pero estremecedora belleza, inquietante, sutil, romántico y profundamente aleccionador sobre el que el propio Cocteau confesó tenerlo entre sus grandes filmes favoritos.

Sea como fuere, en pocas ocasiones ha tenido tanto sentido llamar maestro a un cineasta como cuando nos referimos a este pilar del cine francés al que veneraron hasta el delirio directores como Jean-Luc Godard, Claude Chabrol, François Truffaut, Eric Rohmer, Jacques Rivette, Bertrand Taverner, Louis Malle o René Allió, a pesar de tratarse de un autor con una filmografía que no sobrepasa la docena de largometrajes y de haber concentrado casi toda su atención en un género, el thriller, en el que nadie antes en Europa había destacado con tanta enjundia e inventiva. Jean-Pierre Grumbach, comúnmente conocido como Jean-Pierre Melville, apellido que tomó prestado del autor de Moby Dick como homenaje perpetuo a, según sus propias palabras, "uno de los novelistas más agudos, inteligentes y fecundos de la literatura anglosajona de todos los tiempos", recibió su bautismo profesional cuando aún era muy joven.

A los seis años de edad, ya manejaba con envidiable habili- dad una Pathé Baby regalada por su padre y a los dieciséis decidió, tras visionar un viejo western de John Ford, que sus pasos profesionales, pasara lo que pasase, se dirigirían por la senda del cine. Y así fue. Recién acabada la Segunda Guerra Mundial, con el ruido ensordecedor de los blindados resonando aún en los oídos de millares de excombatientes, se pone manos a la obra interviniendo en calidad de actor en Les drames du bois de Boulogne (1948), de Jacques Loew, y en Orfeo (Orphee, 1949), de su amigo Jean Cocteau, dos extraordinarios filmes que figuran hoy como títulos indiscutibles del mejor cine francés de la posguerra.

Consciente del poder que le da el hecho de decidir, sin encorsetamientos, sobre los rumbos de su obra, Melville crea desde un principio su propia productora, la Melville Productions, con la que produciría, además del cortometraje Vingt.-quatre heures de la vie d´un clown (1946), su primer largo y su primera experiencia en el complejo campo de la dirección de actores. La silence de la mer (1947), inspirada en el relato homónimo de Vercors (Jean Bruller), se convertiría rápidamente en un filme seminal que influiría poderosamente entre aquellos cultos y fervorosos jóvenes que, bajo el estandarte de la Nouvelle Vague, intentarían, algunos años más tarde, la arriesgada hazaña de revestir los oxidados esquemas del lenguaje cinematográfico tradicional con una nueva capa de modernidad, rigor y frescura. Tres años después de su sonado debut tras las cámaras, cautiva nuevamente a la crítica con Los niños terribles (Les enfants terribles), una excelente adaptación del libro homónimo de Jean Cocteau donde empieza a esbozar su personal universo de héroes solitarios, románticos, marginales y perdedores que irá desarrollando, con precisión geométrica, a lo largo de su no muy extensa pero jugosa filmografía.

Pero sus grandes éxitos internacionales no se producirían hasta los inicios de la década de los años sesenta con filmes como León Morin, Pret/Leon Morin, prete (1961), El guardaespaldas (L´Ainé des Ferchaux/Lo sciallo,

1962), Hasta el último aliento (Le Deuxième Soufflé, 1966), El silencio de un hombre (Le samourai/Frank Costello faccia d´angelo) o El ejército de las sombras (L´Armée des ombres, 1969), películas donde supo combinar con agudeza y hondura cierta autonomía expresiva heredada de su declarada admiración por los viejos maestros del expresionismo, con un sutil respeto por los códigos narrativos del cine negro americano y su pasión por los clásicos japoneses. La consecuencia más feliz de tan arriesgada combinación, de cuya eficacia algunos críticos llegarían a recelar, ha sido la creación de un estilo cinematográfico excepcionalmente austero, de gran aliento poético, que centraba toda su atención en hurgar en el drama existencial de ásperos y lacónicos héroes consagrados a peligrosas operaciones criminales en una sociedad por la que planea incesantemente el fantasma de la corrupción y el crimen.

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