La Provincia - Diario de Las Palmas

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sociedad EL 18 de julio de 1936

Comer en tiempos de guerra

La escasez provoca la incorporación a la vida doméstica del llamado 'plato único', rebautizado por el pueblo como 'todo en un plato'

"¿El niño ha padecido mucho hambre?" le preguntó el médico a la señora que había llevado, en Montevideo, a su pequeño de seis años por un dolor de oídos. Y aquella madre, la mía, de reconocido temperamento, por poco se come al galeno. Era el año 1951 y dos cosas estaban claras: el conocimiento internacional del hambre en España y una demostración más del orgullo hispano. Pero es que además mi familia materna no conoció tal penuria, los abuelos eran gente con fincas generosas en el Valle de Mogán.

A pesar de tan crítica etapa, los españoles nunca perdieron su exótico orgullo. Sobre todo en la capital, que, como dijera Waldo Frank, en España Virgen, "Madrid representa el resultado final de España, y no contiene ninguno de sus factores". Y así, el cantante más popular del momento, el riojano Pepe Blanco, canta con osadía y desparpajo Cocidito madrileño: todo un éxito, todo un exceso de chovinismo generado en unos años de auténtico austericidio: "No me hable usted de los banquetes que hubo en Roma, ni del menú del Hotel Plaza en Nueva York, ni del faisán, ni de los foigrases de paloma, ni le hable usted de la langosta a un servidor porque es que a mí sin discusión me quita el sueño y es mi alimento y mi placer la gracia y sal que al cocidito madrileño le echa el amor de una mujer". Y mientras ese Cocidito Madrileño se cantaba en la "piel de toro", el pequeño Juanito Valderrama compondría, para los inconsolables emigrados a América, el himno del gran desahuciado: El Emigrante.

Mi padre contaba que en el camino al exilio en Uruguay el barco se detuvo en Buenos Aires; bajó y se fue a tomar un café en un bar del puerto y la sorpresa fue inolvidable: el camarero dejó sobre la barra un azucarero lleno para que se sirviera. Vázquez Montalbán resume con unas frases inconexas la esencia de aquel país en blanco y negro: "Viriato, Indíbil y Mandonio, el Gran Ca-pitán, Isabel y Fernando, los menudos con garbanzos, cebollas, cociditos madrileños, patatas bravas, patatas viudas, pinchos morunos, en virtud de los atributos otorgados por Dios padre, declaro inaugurado este pantano, mesones, mesoneros mayores de Castilla, del Reino, cartillas de racionamiento, el plato, ésta fue siempre la lengua compañera del Imperio".

Al regreso de Uruguay, con unos ocho años, cuando jugaba en aquel idílico y casi aislado Valle de Mogán con mis mejores amigos -hijos de pobres- mi abuela me llamaba desde la puerta de la casa, negándose a revelarme el motivo. Me recibía con un café (del chaletú, de la Guinea española) con espesa leche de vacas propias y me daba un pan con timba (queso y dulce de guayaba); y, al tratar de salir, hacía que me tuviera y me decía: "Cómetelo aquí que los niños se desconsuelan". Alguna vez, por lo ansioso, me salté la norma, y aquellos chiquillos paraban el juego y se quedaban mudos mirando embelesados el bocadillo.

Tan normales eran estas y otras cosas que hasta la edad adulta no entendí la dureza de tales penurias; incluso se oyó que algún futbolista, que militó en la UD Las Palmas, no dio la talla debido a las secuelas que le dejó una desnutrición infantil. El gofio, al que, como a Fleming, nunca se le harán todos los monumentos, no es barro suficiente para tallar cuerpos decentes.

Había además un par de actividades raras: el estraperlo y el cambullón. Tendría cuatro años y recuerdo acompañar a mi madre hasta una casa para comprar. Y con tan corta edad advertía que algo raro había, puesto que al entrar a aquel zaguán en penumbra el ambiente no era como el de las otras tiendas. Había la tensión propia de la clandestinidad. Con tal delito se hicieron fortunas que aún hoy gozan sus descendientes. No así el popular cambullonero que, como hormiguita, traía desde los barcos ingleses mantequilla, chocolates, galletas, whisky... y cuando se detenía la flota ballenera noruega, unos quesos estupendos. Yo le debo la vida a uno de aquellos cambulloneros, el que en 1948 le consiguió a mis padres la tan precoz como escurridiza penicilina que me curaría la mortal difteria.

Pero el pasaje más horroroso fue el que, después de mucho anunciarlo, se atrevió a contármelo el llorado amigo José Agudo, sólido intelectual, crítico de arte que dejó no pocos artículos en este periódico. Pepe perdió a sus padres al finalizar la Guerra Civil; vivía en Madrid, donde solo tenía a sus progenitores. Así que un alma caritativa lo depositó en un hospicio plagado de criaturas cuya paroxística hambre advirtió de inmediato: al recibir su plato comenzaron a acercarse algunos niños, y al llegar a su lado comenzaron a escupir gargajos sobre su comida. Pepe observó cómo aquellos infelices, tras forcejear unos con otros, se la comieron con voracidad. Dickens quedose corto con Oliver Twist. Por respeto al trauma, jamás superado, nunca me atreví a preguntarle cómo continuó su vida allí.

Mas en 1947 se mitigará el hambre nacional, llega al fin la esperada ayuda argentina: trigo, millo, aceites comestibles, tortas oleaginosas, lentejas, carne congelada, carne salada, huevos; y el 26 de marzo de ese mismo año, toda la prensa recogía en sus primeras páginas las declaraciones del ministro de Industria y Comercio: "Carne y trigo argentinos aseguran el abastecimiento de España durante este año".

Eran años de la cartilla de racionamiento, circunstancia que cesó en mayo de 1952, y en los que se pondría a prueba la imaginación del ama de casa. F. Vizcaíno Casas escribió: "No había azúcar, pues a echarle sacarina al café con leche. El café se desconocía, mas para algo teníamos la malta. Escaseaban las patatas, pero las amas de casa consiguieron suplirlas con boniatos y hasta lograban con ellos una ensaladilla muy pasable. A los guisantes y las habas se les sacaba un rendimiento doble: se comían también las vainas. Significativa estadística a comienzos de 1945: en Madrid se vende un millón de castañas diarias. A falta de pan, buenas eran las castañas".

Algunos autores, como el prolífero cocinero Ignacio Domenech, que editó en 1941 el recetario Cocina de Recursos, recoge, en ese sentido, numerosas proezas culinarias; sin embargo, será un colega quien revelará la fórmula de la tortilla de papas sin papas y sin huevos; las primeras se sustituyen por el blanco de la cáscara de la naranja y los segundos por una suerte de harina, bicarbonato, agua y colorante alimentario.

Pero atendiéndonos a lo que cuenta Rafael Abella, se podría asegurar que los soldados canarios, que lucharon con los rebeldes, al regresar a las islas se encontraron con una escasez que no habían conocido en la "zona nacional"; coinciden los historiadores en afirmar que no escaseó, por lo menos en medidas alarmantes, la materia prima. No así en Barcelona, de ahí el extenso recetario de Domenech motivado por la notable escasez que sufrió esa ciudad en 1937 y 1938.

Precisamente, por aquella sufrible escasez, en 1937 se instaura el célebre "plato único", que, como advierte Luis Bettonica, resultará ser un imperdonable sarcasmo; en realidad se quiso imitar un uso alemán en el improbable intento de ajustar ciertos problemas económicos y de abastecimiento. Se obligó a los hoteles y restaurantes a servir, un día por semana, un solo plato; sin embargo, los historiadores han apuntado que tal disposición tuvo, si la tuvo, una mínima influencia en la economía. El pueblo se dio cuenta de que aquello era una tomadura de pelo y lo rebautizó "todo en un plato".

Abella reitera que los abastecimientos en la "zona nacional" se mantuvieron casi sin carencias; tan sólo escaseaba el arroz, pero tanto los mercados de abastos como las tiendas de ultramarinos mostraban la opulencia de sus víveres. El pan seguía siendo tan blanco como el de anteguerra; era el "pan blanco de Franco" que se esgrimía como arma de propaganda con mucho acierto y en contraste con la penuria alimentaria, que hacía mella en la otra zona. Mi padre, que alcanzó un alto rango en el ejército republicano, confirmó tales penurias; de él oí por primera vez "Ave que vuela a la cazuela", y añadía que, en no pocas ocasiones, tenían que abandonar los campamentos para abatir hasta los cuervos.

Pero quienes se salvaron, o salieron menos mal parados de la quema, encontraron en la posguerra muchos alicientes, y entre ellos los de la buena mesa. Se inauguran en Madrid restoranes de postín destinados a sustentar ese orgullo hispano. A Herr Otto Horcher Franco le permite abrir en 1943 el solemne Horcher, restorán que había sido en Berlín el preferido de los oficiales de la S.S. y cuyo mobiliario y equipamiento se trajo en aviones de la Luftwaffe. Y en 1945, Clodoaldo Cortés monta, con el amparo institucional de un conde madrileño y general franquista, el Jockey con el chovinista propósito de deslumbrar a los egregios visitantes con una cocina francesa más moderna que la de Lhardy. Y Jockey cumple con creces su alta misión: recibe los personajes más relevantes que llegaban a la capital: el sha de Persia, Nixon, Sinatra, Ava Gardner, Welles... Yo recuerdo coincidir, por los primeros años de los pasados setenta, ente otros personajes, con la hija de Franco y su esposo, clientes habituales. Y, al fin, en 1959 aterriza Eisenhower para cerrar los acuerdos militares y, sin llegarle al tobillo al Plan Marshall, aumentan la leche en polvo y el queso cheddar.

Durante las contiendas se han dado todo tipo de miserias y muy en especial la hambruna, que París, la urbe que más páginas gloriosas sobre gastronomía ha escrito, conoció de una atroz que llevó a sus habitantes a protagonizar un hecho que pasará a la Historia.

En los meses del duro invierno de 1870-1871, durante el sitio de la capital por parte de los ejércitos prusianos, comenzaron a sacrificar los caballos y los burros; después pasaron a comerse las ratas, que incluso se vendían en el famoso mercado de Les Halles. Y así, la Academia de las Ciencias, ante los reparos de algunos infelices, no dudó en pronunciarse sobre la salubridad y suculencia de su carne. He aquí el texto del Journal Officiel de 1870:

"La Academia de Ciencias acaba de prestarse a una inestimable manifestación gastronómica en favor de la carne de rata... Un cierto número de académicos se reunió para degustarla desarraigando así los viejos prejuicios de la cocina francesa: han probado con diversas salsas y condimentos carne de caballo, de gato, de perro y, sobremanera, de rata. Han encontrado infinitamente superior esta última. Así pues, a partir de hoy, la rata, consagrada por la Academia de Ciencias, se convierte en alimento de alta calidad que la población de París debe adoptar: rata asada, en estofado, en salmis, en paté... Existen en París no menos de veinticinco millones de ratas que tienen por otra parte una extraordinaria capacidad de reproducción; la comida está afortunadamente asegurada". Una rata valía, en noviembre de 1870, aproximadamente un franco.

Y antes de finalizar ese año se pusieron en venta todos los animales del zoológico, que fueron adquiridos por los más reputados restaurantes de la capital; aun se conserva el menú de la comida del día de Navidad del restorán Voisin en la que no faltó desde rata a elefante. Digamos que el Voisin estuvo situado en la famosa calle de Saint-Honoré y que entre 1850 y 1930 estuvo considerado como unos de los primeros de la capital. Su primer director fue Bellanger, que creó una fabulosa bodega de borgoñas. Comprado después por el bordelés Braquesac, la casa mantuvo su reputación al poner al frente de las cocinas al chef Choron, creador, entre otras especialidades, de una Salsa Bearnesa al tomate: la ya casi olvidada por los cocineros de la deconstrucción y el nitrógeno líquido Salsa Choron.

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