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asesinato el 18 de julio de 1936

Lorca: cuando 'la muerte puso huevos en la herida'

El 19 de agosto de 1936, un mes después del alzamiento, fue vilmente asesinado el poeta, emblema del fratricidio y de la memoria histórica, junto a unos olivos

Lorca: cuando 'la muerte puso huevos en la herida'

Las extrañas circunstancias de su fusilamiento, junto a la incertidumbre sobre el paradero de sus restos mortales, erigieron a Federico García Lorca (Granada, 1898- 1936) en baluarte del fratricidio de la Guerra incivil y de la amnesia histórica. El próximo 19 de agosto se cumple un siglo del macabro acontecimiento, a un mes exacto del Golpe de Estado, como si hubiese sido su reválida lacrada en sangre. La importancia de ese sonado martirio fue de tal magnitud que, cuando al término de la Guerra, el escritor madrileño José María de Cossío intercedió personalmente ante Franco para que le conmutara la pena de muerte a Miguel Hernández, el único argumento con el que logró convencer al dictador fue: "Si lo fusilan, crearán otro mito como el de Lorca...".

El poeta levantino le acompañaría pronto como emblema de la causa republicana, tras su muerte prematura por enfermedad en la cárcel. Pero no hay, en efecto, un autor tan catapultado -y, al mismo tiempo, sepultado- por su propia leyenda, como Federico García Lorca: el poeta fusilado a los 38 años de edad, en su Granada natal, sin que, al día de hoy, nada se sepa, a ciencia cierta, de las circunstancias que rodearon aquella muerte absurda y, al parecer, evitable. Ni qué mano oculta arrojó la primera piedra para su apresamiento, ni cuál fue su sentencia, ni su testimonio, ni el lugar y la hora exacta en que fue ejecutado, junto a unos olivos de la colonia de Víznar, a las afueras de la capital, aquel 19 de agosto de 1936, ni, sobre todo, el paradero de sus restos mortales. Una nada que ha generado -y lo seguirá haciendo- ríos de tinta con especulaciones y conjeturas; y que, en su evocación, determina, muchas veces, el solapamiento de su obra bajo su figura.

Como en una macabra premonición con efecto retroactivo, o un sórdido mensaje destinado a cebarse finalmente sobre el propio mensajero, asiste a su muerte la misma oscuridad telúrica y esa tensión de inminencias acechantes e inconclusas que transpiran sus dramas y poemas. Federico convertido, por un birlibirloque de la necrofagia, en el más visible personaje de Lorca; y el hirsuto olivar de Granada -donde el autor de Llanto por la muerte de Ignacio Sánchez Mejías fue ejecutado junto a dos banderilleros, ¿para qué queremos más?-, en un coto cerrado y tópico a su escenografía desbordante.

Erigido en justo baluarte de "la memoria histórica", le asiste la paradoja de ser "el poeta de la muerte", como lo ha analizado Pedro Salinas, y, en cambio, "el poeta que no tuvo su muerte", como lo retrató Alberti. Y es curioso que el recordatorio coincida con un contexto de crisis global, pues ningún otro documento testifica tan mórbidamente y de viva voz el epicentro del colapso del futuro como su Poeta en Nueva York. "Oh salvaje e impúdica Norteamerica!", dirá, en el momento exacto del crack del 29 y en el lugar exacto de Wall Street, donde data, con ruinosa profecía, "el hueco de la danza / sobre las últimas cenizas...".

De las circunstancias de su asesinato sólo se conocen, como tacones lejanos o disparos en lontananza ("una vitrina de espuelas", dijo de la tersa muerte), detalles periféricos, anécdotas, duras chismografías. De atrás para adelante, se cuenta que el hombre que había escrito en aquel poemario estos versos: "El Rey de Harlem, con una cuchara, golpeaba el trasero de los monos", recibió el tiro de gracia justamente "en el ano"; una diana muy acorde, por lo demás, con la saña postrera de su delator, el linotipista y exdiputado de Acción Católica Ramón Ruiz Alonso, quien se justificó de este modo: "(¿Qué más da?) ¡Era rojo y marica!" También se sabe que, atípicamente, fue conducido dos días antes a las dependencias del Gobierno Civil (y no al campamento improvisado junto al campo de ejecución, como el resto); y que si allí, en la víspera, ni Manuel de Falla ni Luis Rosales ni, sobre todo, el hermano de éste, el influyente líder de Falange de la JONS -en cuya casa se había refugiado- consiguieron disuadir al gobernador, J. Valdés Guzmán, fue, tal vez, porque había que tomar -o ya estaba medio cumplida- la orden del alto mando de Sevilla, Queipo de Llanos: "Que le den café, mucho café", y no era cosa de devolverles una piltrafa, un moribundo demasiado torturado...

De modo que "¡Rojo y marica!", sólo eso por justificación de la sentencia de muerte, entre rencillas y envidias familiares, cebadas por donde más resonara: el heterodoxo escritor de fama, crítico con cualquier forma de poder y propiciatorio autor de "dramas rurales"... ¿Rojo Federico? Alberti siempre alucinaba, contrito, en este punto. La única adscripción política que se le conocía era la defensa a ultranza de un erotismo libertario. Amigo íntimo de gentes de ideología muy diversa -lo era, por ejemplo, de José Antonio Primo de Rivera-, cuando en una de sus últimas entrevistas le preguntaron por su identidad política, Lorca respondió con su habitual desparpajo: "Soy católico, comunista, anarquista, libertario, tradicionalista y monárquico". En realidad, el móvil y la autoría más cabales de su asesinato nos los ofrece Cernuda en la elegía que le dedica, "A un poeta muerto": "Toda hiel sempiterna del español terrible / Que acecha lo cimero / Con su piedra en la mano".

La misma tensión de inminencia reversible que contiene cada símbolo lorquiano, siempre en el doble filo de la navaja. "El tifón-Federico", como lo llamó entrañablemente Aleixandre, por su vehemencia con la pluma y en la vida, forjó lo universal abriéndole a lo local las compuertas. Lo único que le incumbe, dondequiera que fuese, es el Eros oprimido frente al imperio omnímodo de la muerte, que, para él, es un temible ser vivo a combatir, personal, multíparo, mostrenco ("La muerte puso huevos en la herida"; "La muerte / entra y sale, / y sale y entra la muerte"...). Algo o alguien que anida, por eso mismo, en cualquier larva del poder opresor. Llámese Bernarda Alba aniquilando la libertad de sus cinco hijas, o "Guardia Civil" frente al recurrente símbolo del "jinete" o el "gitano", en El Romancero, o "arquitectura inhumana" o "cadenas" frente a judíos y negros de Harlem... Más allá de cualquier anécdota, todo consiste, según su propio cuño, en "geometría y angustia".

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