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Federico J. Silva: límites de la ficción implicativa

Se trata de un escritor eruptivo, cuyo magma sintáctico va arrasando la superficie yerma de las poéticas convencionales

Federico J. Silva.

Conociendo la hechura poética de Federico J. Silva, un autor lanzado a la renovación radical del antiguo mester versificador, no parece extraño encontrar en su proyectiva en prosa una suerte de prolongación actitudinal hacia ese mismo parámetro novedoso y desinhibido de producirse literariamente. Su título más reciente se ve inmerso en esa contigüidad de especie inventiva que no desmerece de lo ya propuesto en sus títulos anteriores, como aquel ya lejano El crimen perfecto (Anroart, 2005) y el más reciente Palabrota poeta (2014), donde sigue estando lo mejor de su personalísima subversión estilística.

Se trata de un escritor eruptivo, cuyo magma sintáctico va arrasando la superficie yerma de las poéticas convencionales que con harta frecuencia se nos presentan tanto en poesía como en ficción en los escaparates de las librerías isleñas, oscilantes ente el intimismo, la regurgitación memorística y la trivialidad. Su escritura procesa un argumentario que parte indudablemente de la experiencia propia o referencial, proyectando en ello una sinceridad expositiva nada común en precisa estilística del desafuero, con soltura de secuencia conversacional - secuencialidad de actos de habla se diría en Lingüística - cuya eficacia de belleza convulsa e implosiva al tacto se ha propuesto destituir los fundamentos de las convenciones escolásticas en materia literaria.

El título que tratamos se llama Las calmas aparentes, y en él se nos advierte optar por su seguimiento de continuidad lectiva ovillado en numeración capitular romana, al estilo de la Rayuela de Julio Cortázar, aunque el lector queda libre de "(?) prescindir sin remordimientos" de la posibilidad de rutómetro que nos propone, acaso para facilitar la comprensión de la trama hilada voluntariamente en fragmentariedad discontinua que el lector debe recomponer yendo de acá para allá, como un juego. Porque hay aquí un juego desafiante a la pereza de quien pasa a dedo rutinariamente la paginación, y un premio de comprensión lectora a quienes obedecieran las reglas del que lo inventa; una recompensa para el que busca y rebusca regresando a la primera página, que es donde se da el código - prospecto a seguir. Nosotros lo hemos seguido con paciente obediencia, por ver qué daba de sí el procedimiento, esperando que la pauta aconsejada por Silva nos aportara una lectura comprensiva, esto es: afín a la comprensión de una narratividad secuencial, habilidosamente deconstruída por este Sileno contumaz por cuyas venas circula una semiótica perversa, preñada de subversión estilística.

Y nos hemos encontrado con un texto magnífico que no desmerece el octanaje novedoso que destila su obra poética. Un texto que explora los límites de la ficción implicativa: qué hay en él de confesión, qué de ficción cuando entre el placer y el deseo, se interesa más por "(?) el placer del deseo, detenido indefinidamente hasta el dolor, como un músculo en tensión a punto de astillarse."(pg.14). Pero resulta ser que no hay sólo sexo, revolución y vuelta de hoja del calendario literario en Silva, porque entrando en esta obra encuentra uno un laboratorio provisto de retortas, alambiques, microscopios electrónicos, espectrogramas láser y óptica puntera , todo ello al servicio del análisis del mundillo periodístico, educativo, político, literario y un largo etcétera de respiración social que parece implicarlo personalmente como buen hijo de Albert Camus, según hemos dado en suponerlo, acaso proyectivamente a la respiración de quien esto escribe.

Y - entrando ya en su juego de la verdad - como el tópico de las empresas editoras es encargarnos a los autores confeccionar nosotros mismos el contenido de la contraportada, reproducimos aquí como "palabra de dios" lo que el autor quiere comunicar a quien circula por las librerías y se topa con el vaso más lleno que vacío del diseño de cubierta: "En una España rescatada por Europa, con la soberanía en manos de las agencias de calificación de la deuda, con los borbones al pie de la escalera del avión y camino del exilio, con la Sanidad y la Educación privatizadas y el aborto prohibido tienen lugar el canto del cisne del periodismo, minado por la corrupción de banca, política y medios de comunicación, y relaciones personales de toda condición, marcadas por la urgencia y lo transitorio del momento: sexo, homofobia ( con la muerte de un político en un parque público), feminismo, neomachismo?Una narración que aborda de forma desprejuiciada la situación actual del país, con tintes distópicos, pero que es también un artefacto literario, plagado de homenajes, reflexiones sobre la escritura, la teoría literaria y el mundo editorial." Nada mejor que este resumen para alcanzar la compleja actualidad de su contenido. Pero si no es suyo, felicitaciones a quien en El Baile del Sol logra puntualizar tan bien la papeleta de la contraportada; una información decisiva a la hora de atraparlo y arrastrarlo hacia Caja, bolsa y ticket de compra.

En efecto, lo de Silva es un repaso general, y a sangre (vid. fragmento XXX), de la circunstancia que le es sincrónica, en "un país de mierda (?) "sórdido, corrupto e insalubre", " que decide dar vía libre a la eutanasia para garantizar la sostenibilidad del sistema de pensiones " ( pg. 59), con "una sociedad que necesita una gran catarsis"(pg. 63). Ya como poeta Silva iba entre malabarista sintáctico e ideólogo ácrata, pero en Las calmas aparentes este autor se vacía, se sale con un libro detonante, con espoleta de semiótica perversa, con pullas al mundo editorial, una crítica virulenta al periodismo mafiado (" una profesión con fecha de caducidad", pg. 55), al borbonato consensuado. Sexo deportivo, periodismo e hipercrítica insurgente son su terreno prioritario, valiéndose de las figuras de Asun, Maika, Manu, Fernan y el Gordo Cabrón como sujetos argumentales. Esta andanada apocalíptica no carece de lo que se llama realismo sucio en cuanto traza una vivisección de la intimidad carnal. Desde luego, si siguiera vigente la Santa Inquisición ya hubieran puesto a Silva el gorro de capirote, la hopalanda amarilla y servido a la brasa en hoguera pública. Entre las perlas que podemos destacar están aquéllas de que es un escritor que prefiere "una Woolf propia a un Versalles adosado"( pg. 35), que "Montesquieu está en el depósito de cadáveres hediendo a pies" (pg. 67), y una definitiva que afecta al posible veneno subyacente en el lenguaje y su contraveneno: la escritura, que reza así : "Como dijo Italo Calvino vivimos bajo la peste del lenguaje y solo la literatura crea anticuerpos para combatirla." ( pg. 78)

Recapitulemos pues. Valiéndose de la primera persona del singular ¿transpira el autor en lo escrito? ¿se reinventa o amplifica en el texto? Sólo él lo sabe. Pero el resultado revela un eros energoúmenos (pidiendo prestado un título del poeta francés Denis Roche ), esto es: poseído por la simultaneidad del hecho y su transcripción textual. Algo que tendría que ver -salvando las debidas distancias - con aquel logos spermatikós que echara a andar Lezama Lima en el famoso capítulo 7 de Paradiso, si bien el gran cubano exhibe ese alto perfil de derrame erótico raramente, y se inventa modalidades de aproximación carnal ya descifradas y estudiadas por sus especialistas, empezando por Ana María Simo. Energúmeno es el salido de madre, si ésta viene siendo la letra impresa que no recibió el nihil obstat durante bastantes siglos de literatura castellana por parte de censores clericales.

Esto equivale a decir que Silva "se sale" doblemente. Tanto de las pudorosas convenciones eufemísticas de las que le provee la sintaxis, como del anecdotario escabroso que no para de enganchar bajo la sombra de Grey los últimos éxitos de venta, propiciado por el boca a boca de sus lectores. Las expansiones sexuales que encontramos con asiduidad en Las calmas aparentes son, al contario, correlato exacto de la espontaneidad con la que su autor trata otras situaciones vitales, una parte del todo que hace la vida misma. Hablamos pues de naturalismo, o su quieren, de naturalidad, porque es lo que más seduce en lo leído. Un automatismo del pensamiento sin límites, siempre que se sostenga que la ambigüedad de la implicación personal se resuelve creyendo que lo que el autor escribe es exactamente lo que piensa y siente: literatura estilística y éticamente trascendida.

Claro está que hay detrás un poeta al que conocíamos poseído por la revuelta, (la 'revoltura', diríamos dialectalmente) solidificada como estilo innovador. Porque escritura poderosa es la de Silva, un hombre capaz de extender la alfombra voladora desde su rutina profesional en un instituto de secundaria del extrarradio más deprimido socialmente a su escritorio de autor revulsivo, donde aterriza en su espacio sabático más perentorio: el de escribir sin medida sobre el deseo, pero haciéndolo bien. Con la ágil estilística del s. XXI, que ha aprendido tanto del despegue desinhibido hacia la literalidad de la pulsión erótica y su consumación con tan buenos precedentes: con Henry Miller, con la generación beat norteamericana, con Genet, Burgess, Bukowski y un mediano listado de sucedáneos que mejor es olvidar.

Estamos pues en una prolongación de lo que conocemos como el Silva poeta, de varia lección, juguetón con el idioma e iconoclasta de los formatos poéticos al uso. Basta leerlo en la acidez, la vehemencia, la torsión sintáctica, el desplante, la ternura y el panfleto que mostraba en El crimen perfecto para quedar al cabo de la calle. Tocado por una musa disidente, lenguafuera, da cuero este poeta cañero a discreción, lo que viene de perlas al 400 aniversario de la muerte de otro subvertidor de entuertos, don Miguel de Cervantes, mirífico si se quiere en la Galatea, pero también cañero en las Novelas Ejemplares, así como en los parlamentos de sentido común tenidos con el buen Sancho Panza, meras utopías de visionario antisistema.

Imaginamos que haya lectores que, saltándose a la torera el protocolo conductista que propone Silva en su "tablero de dirección" inicial, encuentren una eficaz estructura tras la fragmentariedad sistémica del libro. Ya lo advierte el autor en un momento determinado: "Mire lector si lo que busca en mí relato es la placidez ha perdido el dinero y pierde el tiempo."(pg. 78). Con todo lo cual es una gozada leer a este Federico Jota; creemos ver en él un poderoso de las letras insulares y, ¿por qué no?, del territorio castellano. ¿Habrá otros poseídos cabales que le hagan sombra? Porque Tina Suárez Rojas galopa en la misma dirección rupturista y zafada, acogiéndose a esa generación intermedia que el lector común se está perdiendo, si no se desquita de tanta obviedad como se publica y le dé en bucear en las obras de ambos: lo mejorcito en onda dionisiaca que puede leerse hoy por hoy.

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