La Provincia - Diario de Las Palmas

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Entrevista a Lázaro Santana

"Las de Caravaggio y Pasolini son vidas paralelas y transgresoras"

"A diferencia del filósofo George Santayana, nunca me he encontrado a gusto en San Juan de Letrán", confiesa el poeta

¿Nutre o pesa la literatura canónica que le precede sobre el viaje a Italia?

Pesa y nutre, ambas acciones son simultáneas. Por un lado los autores que te han precedido comparten contigo algo de su experiencia, y eso te enriquece, seguro; por otra, lo que han dicho y escrito personas tan inteligentes como Goethe o Ángel González García, si desde un punto de vista te coarta, por otro te espolea. Es necesario exprimir la imaginación para intentar, sino estar a su altura, al menos que no te nieguen una eventual confrontación.

Con Rosso Fiorentino, sobre Florencia, y Aguatinta, sobre Venecia, este Recuento romano cierra la trilogía sobre el clásico viaje a Italia. ¿Puede hablarnos sobre su significado en conjunto?

Rosso Fiorentino surgió ocasionalmente, como resultado de mis diversas visitas a Florencia, y a Toscana; no pensaba entonces en ningún otro libro sobre Italia. Pero en abril de 2009 tuve ocasión de pasar un tiempo en Venecia, y como resultado de ello escribí Aguatinta. Recuento romano fue hecho más adrede. Este me propuse hacerlo, como usted dice, para completar el otro lado del triángulo; y fui a Roma, y viví allí un tiempo para escribirlo. Las tres son ciudades fascinantes; pero como digo en Recuento romano, de vivir en Italia no lo haría en ninguna de ellas. Elegiría un pueblecito de Toscana, no lejos de Florencia, pero a distancia de las rutas turísticas. Toscana es el centro de Italia, y desde allí puede irse a cualquier parte fácilmente.

Para visitarla como turista.

No, en absoluto. Para visitarla como viajero. El turista llega, ve lo que le dicen que debe ver, y se va, a otra ciudad del tour. El viajero llega, observa, aprende, reflexiona. A mí me gustaría que el turista no existiera.

Hay que controlar los flujos humanos en estos lugares.

Y evitar que las ciudades monumentales se conviertan en parques temáticos. El turismo es una plaga, pero es una cigarra que tiene un canto agradable: trae riqueza. Y mientras se come nuestra cosecha no lo advertimos; sólo vemos su dinero. Y no hay que ir muy lejos para ver el desastre que provoca. El sur de nuestra isla es un ejemplo paradigmático de lo que le digo.

A este respecto, en Recuento romano cita usted a Joyce que decía que "Roma le recordaba a un hombre que se gana la vida exhibiendo el cuerpo de su abuela".

Joyce miraba con ojos despectivos a una ciudad que vivía de ofrecer su despedazado pasado monumental a los turistas. Quizás su frase sea un poco destemplada. Joyce vivió a disgusto en Roma, trabajando como amanuense -sólo escribía cartas comerciales- en un banco; estaba a disgusto, claro. Pero Joyce debe a Roma uno de sus textos más importantes: "Los muertos", un cuento de Dublineses que empezó en Roma; así que el cadáver romano le sirvió de inspiración.

¿Es Roma una ciudad tan sucia como usted la describe?

Sí, y más seguramente. Estos días he leído que la acumulación de basura en las calles llegaba a tal punto que se han suscitado protestas de los ciudadanos. Como contradiciendo a una película famosa, La gran belleza, yo llamo a Roma La gran basura. Y a esa basura le puse un calificativo: Africana. A mis amigos romanos le hizo mucha gracia la expresión; y yo les decía que simplemente había trasladado a Roma lo que decía de mi propia ciudad. ¿No le parece a usted que la suciedad de Las Palmas es una suciedad africana?

Usted desde luego no cae en la reverencia sistemática al monumento. Por ejemplo, con la basílica de San Juan de Letrán se despacha a gusto.

Ahí hay un poco de prejuicio por mi parte; no me gustan las edificaciones que apabullan al hombre, y tanto San Juan como San Pedro lo hacen. Yo digo que en estos sitios no puede estar Dios. Están los arquitectos, los promotores, que buscaban grandiosidad e inmortalidad; pero quien busque a Dios lo encontrará en cualquier capilla románica; y si está en San Juan, su lugar es el pequeño claustro románico, humilde, parco, con un ciprés y un naranjo.

Este resquemor hacia las grandes basílicas lo comparte con el filósofo George Santayana, a quien también cita.

Lo compartimos a medias. En su magnífico libro de memorias Santayana dice que la primera vez que visitó San Juan salió de la basílica muy descontento: no le gustaba tanto mármol, ni tanta grandiosidad. Pero luego, cuando la frecuentó mas asiduamente (Santayana vivió sus últimos años en Roma, en un convento de monjas, donde murió), escribe que llegó a entenderla y a sentirse bien en ella. Yo también la visité varias veces (la iglesia estaba cerca del apartamento donde vivía). Pero a diferencia de Santayana nunca me encontré a gusto allí.

En sus itinerancias romanas entra a veces en museos poco conocidos, caso del Museo de Arte Moderno. ¿Puede hablarnos sobre lo que vio en él?

Es un museo un tanto marginal; ni siquiera las guías lo mencionan. Tiene una buena colección de artistas italianos, de los macchiaoli a los futuristas, y algunas muestras de pintura impresionista. A mí me interesó especialmente porque allí colgaban, juntas, una arpillera de Burri y otra de Millares. Tenía ganas de ver, juntas, la obra del maestro y la del, según algunos críticos, discípulo. En esa confrontación, como ya había dicho varias veces, gana Millares. Burri empezó con la arpillera, la descubrió como soporte; pero la trató siempre como un objeto estético; Millares hizo de ella un objeto dramático, llevándola a un extremo de expresión que Burri ni había atisbado. La arpillera para Burri fue una etapa; luego pasó a otras cosas, el plástico, la madera, etc. Para Millares fue la vida.

Su viaje a Roma no es un viaje al pasado sino uno al presente en el que los museos y los monumentos testimonian el pretérito en la actualidad. También anota lugares cotidianos, como el café El Oro Negro, con un personaje también recurrente, Giorgio, el camarero. ¿Qué nos cuenta sobre él?

En el libro trato de describirlo lo más fielmente posible: un napolitano simpático, dicharachero, al tanto de cuanto ocurre a su alrededor, y una buena fuente de información. Hablaba con él sobre lo que decían los periódicos, tanto sobre un discurso del Papa como de la huelga general por las reformas que trata de impulsar Matteo Renzi, del que Giorgio decía que era un agente alemán infiltrado en el Gobierno. Comentando una iniciativa del alcalde romano, quería levantar los adoquines del centro y sustituirlos por asfalto, me comentó: "Sí, claro, para vendérselos a los turistas" (risas). Es un hombre que me ponía en conexión con la Roma real, la que pasa por su establecimiento, que no es un sitio de turistas, sino de trabajadores.

En una de estas paradas retrata al poeta Gabriele D'Annunzio, que escribe un discurso en la cafetería de Giorgio mientras usted lo observa discretamente. Naturalmente hay algo aquí que no cuadra. ¿Puede hablarnos sobre esta enigmática presencia?

Es un juego de tiempos con las mismas situaciones. D'Annunzio dio un discurso en Roma en 1915 en el que invitaba fogosamente a los italianos a alzarse contra los alemanes. Cien años después, el poeta podría dar el mismo discurso, y podría haberlo redactado en la cafetería de Giorgio. Los alemanes son muy mal considerados por los italianos. Sus coacciones económicas han condenado a las clases medias y populares a la precariedad cuando no a la miseria. En Italia, como ocurre en Grecia y en menor medida en España, hay un fuerte sentimiento antialemán.

También buscó la Roma suburbial. De hecho en los pri- meros días pernoctó en ella. Cuéntenos.

Nos alojamos, mi mujer y yo, en una hospedería que regentan unas monjas, en la Via Pisana. Quería conocer algo del suburbio de Roma, y lo que comprobé es que los suburbios son exactamente iguales en todas las ciudades. Podía estar en la Via Pisana, como en Vallecas, o en un suburbio parisino. El mismo tipo de edificación, centros comerciales con varios usos, locales vacíos, supermercados polvorientos, etc. Lo más interesante que me ocurrió mientras estuve en ese lugar es que una de las monjas me entregó una carpeta que contenía un texto manuscrito, de corte valleinclanesco. Es un diálogo entre Mussolini y su amante, Clara Petacci.

Valle-Inclán fue director de la Academia de España en Roma, pudo ser él el autor?

Puede ser; el manuscrito lo encontró en los años treinta el padre de esa monja, que era español, y lo halló en un parque del Gionicolo, que es donde está la Academia española. En el libro cuento el episodio, y transcribo el manuscrito.

Quería pedirle que nos hablara sobre un poeta extraordinario, Severio Lieta, un autor poco conocido incluso entre los italianos, que descubre en una librería y del que traduce algunos poemas que incluye en Recuento romano.

Me lo recomendó una dependienta de la librería Fandango, una librería muy bella y bien nutrida, que está cerca de la plaza de España. Pasaba por ella casi todos los días y en algún momento debí decirle a Carla, la dependienta, que yo escribía algo, y entonces me habló de Lieta y de Ogni Sogni, su libro, una autoedición, sin nota biográfica ni ninguna indicación sobre el autor. Me impactó la dicción seca, directa, madura, de los versos y traduje algunos de los poemas. Quizás vi en ellos algo de lo que yo intentaba hacer?

Ya que habla de afinidad poética, resulta mágico que Giorgio, el camarero de El Oro Negro, le cite a Quasimodo, que, como es sabido, es un poeta central para usted.

He leído con atención a Quasimodo desde los años sesenta. Un libro mío de esos años, El hilo no tiene fin, se abre con una cita de unos versos suyos. La mención de Giorgio salió mientras hablábamos de la animadversión de los italianos hacia los alemanes. Me recitó entonces unos versos: "Hombre del norte que me quieres / para tu paz mínimo o muerto, espera: / la madre de mi padre hará cien años / en primavera. Aguarda: yo mañana / acaso juegue con tu cráneo / amarillo por la lluvia." Y cuando dice el hombre del norte, me aclaró Giorgio, no se refiere al milanés sino al alemán. A mí me sonaba el poema, pero no identificaba al autor. Al día siguiente le pregunté a Giorgio, y él me contesto con sorna, "Pero hombre, no me decía usted que conocía bien la poesía italiana", le respondí que sí, pero no todos los poemas. Entonces me dijo que era de Quasimodo, e inmediatamente lo ubiqué, uno de los epigramas del libro El falso y verdadero verde, del año 1955, con aún los ecos de la Segunda Guerra Mundial y de la devastación italiana por los alemanes. Un poema de la resistencia del hombre del sur.

Si fuese un registro diarístico lo que transcribe sobre el conserje de la casa museo de Pirandello, suena de nuevo, en cualquier caso, como una historia de fantasmas. ¿Puede abundar en esta cuestión?

¿Qué es verdad? En cada ocasión, dependiendo de la situación, el personaje, el ambiente, etc. intento hacer, decir, escribir aquello que podía haber sido hecho o dicho, que, en efecto, ha sido dicho y hecho. Si ese personaje es real, o es una invención mía es algo que el lector debe dilucidar, aunque para comprobarlo tenga que visitar él también la casa museo de Pirandello. Pero desde luego nada de lo que este hombre dice es incierto; lo podía haber dicho el mismo Pirandello. De hecho, el físico del conserje tenía un enorme parecido con el de Pirandello, según vi luego en las fotografías que se conservan en su casa museo.

Es que la biografía de Pirandello resulta ya, per se, inverosímil: padre del teatro del absurdo que se convierte en apologeta de Mussolini.

Eso es justamente lo que dice el conserje del personaje que le da de comer, que fue un hombre que se puso incondicionalmente al servicio del fascismo, no dice si por convicción o conveniencia, que mantuvo su integridad en los años difíciles y las perdió en los buenos, cuando era un autor de éxito. Le suplicó a Mussolini que lo hiciera director de la Academia. Son datos ciertos, aunque puede resultar extraño que el conserje de su casa museo hable de él de esa manera, y con unos desconocidos. Quizás no era el conserje sino el mismo Pirandello que andaba buscando un autor para ese diálogo.

Vuelvo a los suburbios. Puede que cuando anduviera por ellos se encontrara con el fantasma de Passolini, en el que ve correspondencia con Caravaggio. ¿Qué vínculos observa entre ambos?

Son vidas paralelas. Ambos fueron artistas transgresores, que se movían en el lumpen y que murieron en circunstancias parecidas. Passolini, como todos saben, fue asesinado en Ostia por un chapero, y Caravaggio murió en Puerto Ercole, un lugar cercano a Ostia, en circunstancias misteriosas. Digo en el libro que Pino Pelosi, el chapero que mató a Passolini, podía haber sido uno de los efebos que Caravaggio tomaba como modelos para pintar ángeles.

Esos que tanto gustaban a los cardenales.

Efectivamente. Estos cuadros homoeróticos de Caravaggio, en los que aparecen muchachos hermosos con el sexo al aire, los compraban principalmente los altos dignatarios de la iglesia. Algunos de esos cuadros permanecían habitualmente cubiertos con un telón, y su propietario organizaba reuniones con amigos de su cuerda para "descorrer el velo" y contemplar a gusto al muchacho y a lo que este enseñaba.

El libro contiene un largo apunte sobre su visita a la casa de Mario Praz, sobre quien Ángel González García, el historiador del arte que cita a veces, escribe en Roma en cuatro pasos: "lo que faltaba, un historiador de arte metido a decorador por el mismo precio."

Mario Praz fue un personaje realmente curioso, poseía una cultura literaria y artística descomunal, y además escribía muy bien. Era un tipo poco agraciado y huraño, durante toda su vida coleccionó objetos neoclásicos de segundo orden, que son los que hoy decoran su casa en Roma. Una vivienda fascinante, sobre todo si se la visita después de leer su libro La casa de la vida que es, lo recuerda Praz, como llamaban los egipcios al lugar donde depositaban las momias. El libro narra su historia, imbricada en la historia de los objetos que pueblan la casa. Dice de ella que es su propia vida, y que sin ella, la casa, la vida era inexplicable. Allí no hay ninguna pieza relevante, ni cuadros ni esculturas de primer orden. Sin embargo recorrer sus estancias produce fascinación cuando se piensa que todo aquello, cuadritos, bibelots, etcétera, formó parte de la vida de un hombre que confió el sentido de su existencia a reunirlo. Ángel González lo trata un poco despectivamente, un exceso, a mi juicio, aunque en el fondo creo que estima el gran erudito que fue.

El mismo Ángel González cita en su libro una sentencia de Ernst Jünger, "más vale una vi-sita a un jardín que cien visitas a un museo", a propósito del mural que decoraba una sala de la Villa de Livia. Usted discrepa de Jünger y de González. Cuéntenos.

En principio porque hacer una cosa no impide hacer la otra. No hay por qué elegir, ambas pueden realizarse, incluso simultáneamente. Casi siempre para llegar a un museo hay que atravesar un jardín. González dice que lo primero que hace cuando llega a Roma es ir a ver esa extraordinaria pintura mural del jardín de la Villa de Livia, que hoy se encuentra en el Palacio Massimo. Yo, lo primero que hago es ir a la cafetería San Eustaquio, una cafetería cercana al Panteón y a la Iglesia de los Franceses (donde hay tres magníficos caravaggios) a tomar un ristretto. Todo es cuestión de prioridades, pero luego todo lo demás está a tu alcance, museos, personas, jardines... sin exclusión.

Como el Giardino Segreto de Agostino Ghigi.

Cierto. Cuando lo visité era invierno; algunas plantas, para protegerlas del frío, estaban envueltas en redes. Pero en el edificio de la Villa Farnesina, que está en el centro del jardín, hay otro jardín extraordinario, pintado por Giovanni da Udine; las figuras son de Rafael, y cuenta los amores de Eros y Psique, unos amores castos, hieráticos, de pose fotográfica; la orgía sexual y auténtica de esos amores la pinta Udine con frutos que remiten al sexo (incluso homosexual) en pleno esplendor. Ángel González también visitó esta Villa y ensalzó las figuras de Rafael, sin reparar apenas en los festones de Udine. Yo prefiero a éste, curioso ¿no?

Su libro, en cualquier caso, concluye con un souvenir que reproduce un fragmento del jardín de la Villa de Livia.

Si, es una chapita metálica imantada, de esas que se pegan en la nevera. La compró mi mujer, en una de las visitas al Palacio Massimo. Gracias a ella, todos los días, cuando desayunamos en la cocina de casa, oímos cantar como en un jardín cercano a los pájaros de Roma. Son los pájaros de hace dos mil años. Porque en los jardines romanos de ahora no he visto ningún pájaro ni los he oído cantar. Como digo en la conclusión del libro los pájaros que escuchamos viven en la pintura y cantan en la imaginación.

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