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Retorno al pasado

La moda de los 'remakes' activa un nuevo dispositivo en la industria hollywoodiense que apela a la nostalgia como arma infalible de cara al espectador

Retorno al pasado

Tras su estreno fuera de concurso en el Festival de San Sebastián que concluye mañana, hoy llega a los cines españoles Los siete magníficos (The Magnificent Seven, 2016), una versión actualizada del popular filme homónimo de John Sturges en el que un Antoine Fuqua más rutinario, artificial y efectista que nunca intenta sostener, a su manera, el peso de un proyecto subordinado al recuerdo insoslayable de uno de los clásicos indiscutibles del cine norteamericano, inspirado a su vez en el excelente drama de Akira Kurosawa Los siete samuráis (Schichinin no Samurai, 1954). He de decir que no he sido el único que, una vez constatada la proporción de semejante dislate, corrió como un poseído para reencontrarse, por enésima vez, con las luminosas y épicas imágenes de la vieja película de Sturges en una impecable edición en BD de la Metro que conservo con singular esmero entre mis innumerables películas de cabecera.

Hace algunas semanas también asistíamos atónitos a otro fiasco de dimensiones bíblicas con la readaptación nada menos que de Ben Hur (ben Hur, 1959), de William Wyler, el paradigma por antonomasia del colosalismo hollywoodiense y el filme más galardonado de la historia en manos del director de origen kazajo Timor Bekmambetov, entregado en cuerpo y alma a los avatares de la tecnología digital en su vertiente más gratuita, impostada y artificiosa. Los resultados, naturalmente, se asemejan como dos gotas agua con la cinta de Fuqua: un espectáculo de frialdad marmórea, sometido, como ordenan los cánones, a las sacrosantas servidumbres del mercado y un relato que, a pesar de su desgarrado dramatismo, no consigue golpear nunca al espectador, como sí lo hacía, durante casi cuatro horas de metraje, la obra maestra de Wyler.

Lo mismo sucedió con Exodus: dioses y reyes (Exodus: Gods and Kings, 2014), una revisión particularmente desafortunada del clásico de Cecil B. DeMille Los diez mandamientos (The Ten Commandents, 1956) donde un Ridley Scott en horas bajas patina estrepitosamente en su afán por rediseñar un género al que no termina de cogerle el punto, pese a disponer de un formidable aparato de producción y de haber sido, a la sazón, el creador de Gladiator (Gladiator, 2000), otro péplum de gran presupuesto y de larga duración que sí logró gobernar con mano firme en una época en la que pocos han osado afrontar desafíos tan aventurados y tan costosos.

En cualquier caso, la extendida práctica del remake en muchas de las cinematografías más influyentes del planeta no ha respondido siempre a un propósito estrictamente comercial, a pesar de que, en la mayoría de los casos, el deseo de hacerlo sí respondiera a tales premisas. Hay ocasiones en que la readaptación de un viejo clásico de la pantalla tiene un propósito, llamémosle así, menos espurio, más noble y ejemplar que el mero hecho de rebañar en los frutos ajenos porque prevalece, por encima de todo, una clara intención de ahondar en los planteamientos medulares del modelo que la inspira, no en las posibilidades de convertir el nuevo trabajo en una pálida e insignificante réplica del original, como ha sucedido tantas y tantas veces a lo largo de la historia del cine y, como se ve, continua sucediendo.

Alfred Hitchcock, sin ir más lejos, volvió a rodar una nueva versión de su viejo filme de la etapa británica El hombre que sabía demasiado (The Man Who Knew too Much, 1934) veintidós años después, consiguiendo superarse a sí mismo con un trabajo que aventaja en intensidad y en precisión narrativa a su ilustre precedente; en 1985 Clint Eastwood se arriesga a dirigir y protagonizar El jinete pálido (Pale Rider), una interpretación muy personal del legendario western de George Stevens Raíces profundas (1953), cuya memoria no sólo no profana sino que incluso la engrandece gracias a ese aire profundamente melancólico, de cine de otro tiempo, que cubre toda la película; Scarface, el terror el hampa (Scarface, 1932), del maestro Howard Hawks, también fue objeto de una espectacular revisión de la mano de Brian de Palma con El precio del poder (Scarface, 1983), cuyas inquietantes imágenes, rubricadas por el multilaureado director de fotografía John A. Alonzo, la han convertido, con el paso del tiempo, en una película tan de culto como la de Hawks.

La versión que los hermanos Coen concibieron, en 2010, de Valor de ley (True Grit, 1969), de Henry Hathaway, otro western de culto, excesivamente sobreestimado para mi gusto, que deja completamente en entredicho los supuestos valores que le atribuyeron en su día, incluido el del Óscar al Mejor Actor para John Wayne, eleva sustancialmente la nota artística con respecto al filme de Hathaway autor, por otra parte, de una extensa e interesante filmografía que merecería, sin duda, mayor atención de la que se le ha prestado durante las últimas décadas; en los inicios de su boyante carrera como director el italiano Sergio Leone se empeña en adaptar, en 1964, en plena efervescencia del spaghetti western, la obra maestra de Kurosawa Yojimbo (1961) con su memorable Por un puñado de dólares (Per un pugno di dollari), un pieza inclasificable que aportaba una mirada algo más oblicua sobre el violento conflicto que el cineasta nipón desarrolla en su película, pero, eso sí, provista al mismo tiempo de una vigorosa y original puesta en escena que aún hoy, más de cincuenta años después de su estreno, sigue conservándose intacta.

Así pues, y aunque no constituye ninguna novedad que el cine estadounidense recurra a ciertos pasajes -más o menos remotos- de su dilatada historia para encontrar fuentes de inspiración alternativas, llama poderosamente la atención el hecho, insólito sin duda, de que tres filmes icónicos y virtualmente insuperables en sus respectivos contextos históricos, como Los diez mandamientos, Ben Hur y Los siete magníficos, se hayan convertido, por mor de la comercialidad, en las tres dianas elegidas por Hollywood para resucitar su glorioso pasado y tratar así de encontrar nuevos y lucrativos nichos de negocio, lejos de las populares franquicias que capitalizan actualmente su frenética actividad en pos de una mejora continua de sus cuentas de resultados.

Las megaproduciones sobre superhéroes ávidos de acción y venganza ya parece que han entrado en barrena a tenor de algunos sonados fracasos comerciales registrados recientemente con títulos teóricamente taquilleros que no han respondido, como se esperaba, a las expectativas. El género, cuyo enorme predicamento popular le ha proporcionado muchos millones de dólares a las arcas de las majors, empieza a solicitar ya su relevo en ese circo de infinitas pistas en que se ha convertido la industria cinematográfica estadounidense desde hace ya algún tiempo. Tal vez por eso, se barrunta un nuevo cambio en las estrategias de las grandes multinacionales del sector, un cambio que parece haberse iniciado ya a tenor de las nuevas estrategias de mercado que representan productos como los ya aludidos en este artículo que, por encima de cualquier otra consideración de orden artístico, anteponen criterios de estricta rentabilidad económica sin calcular siquiera la dimensión que alcanza el hecho de invadir impunemente el terreno de los clásicos sin otro propósito que exprimir al máximo su amortización.

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