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Exposiciones

Bacon frente a sus maestros

El Guggenheim de Bilbao muestra el sustrato pictórico del artista irlandés, con especial énfasis en sus vínculos con Velázquez y Picasso

Bacon frente a sus maestros

Las inclinación de Francis Bacon (Dublín, 1909-Madrid, 1992) por los soportes pictóricos de gran tamaño exige, a juicio del artista, alguna forma de focalizar la atención del espectador para que su mirada se centre en la figura y no se diluya en la amplia superficie de la tela. De esa necesidad surge el contraste entre esos seres retorcidos, torturados, difusos, de perfiles borrosos, y las líneas de pura geometría que los enmarcan sobre un fondo del color siempre intenso. "Reduzco la escala del lienzo pintando en esos rectángulos que concentran la imagen. Simplemente para verla mejor", explicaba el pintor. Para el espectador, el efecto, una herencia velazqueña, según los críticos, desborda la mera condición de recurso formal para convertirse en una auténtica metáfora del orden externo frente a la individualidad, de la contención que el mundo impone al sujeto, algo muy presente en el medio centenar de obras del artista irlandés que pueden verse en el Guggenheim de Bilbado hasta el 8 de enero.

Pero el objetivo de la muestra Francis Bacon. De Picasso a Velázquez va más allá de la obra baconiana para mostrar el sustrato clásico y moderno que hay bajo ella, con una treintena de obras que delimitan el camino de lo que fue el autoaprendizaje del protagonista principal y revelan su enorme capacidad de absorción, hasta encontrar un lenguaje específico y un estilo marcado hasta lo inconfundible. En la que será una de las grandes muestras de la temporada están, por supuesto, Velázquez, El Greco, Zurbarán, Ribera, Murillo o Goya, pero también Rodin, Gris, Giacometti o Miró, entre otros .

Picasso abrió a Bacon, con sólo diecisiete años, la puerta de lo nuevo, como el propio artista reconocía. El pintor malagueño entronizado en Francia "pertenece a ese linaje de genios del que forman parte Rembrandt, Miguel Ángel, Van Gogh y, sobre todo, Velázquez", afirmaba el irlandés al componer su galería de referentes. En el Guggenheim, la contigüidad de la obra de Picasso con el primer Bacon muestra esa afinidad y el empeño del principiante en recrear lo que le provoca una viva impresion estética. Hay un cubismo cándido en su Gouache de 1929 y la Composición (Figura) de 1933 es una mera recreación de lo picassiano, un auténtico homenaje a su gran referente.

Velázquez, el otro nombre que triangula la muestra bilbaína, tiene una presencia directa a través de El bufón el Primo (1644) y de una pieza salida de su entorno artístico como es el fragmento del retrato de Felipe IV. La obsesión de Bacon por el retrato velazqueño de Inocencio X , de 1650, es ineludible. En ausencia de esa obra de referencia obligada, en la muestra se recurre a una copia de Amédée Ternante-Lemaire de 1846, que pese a ser más que aceptable carece de la fuerza del original. La fijación baconiana con el retrato de Velázquez, convertido en el símbolo de la púrpura terre na, derivó en una búsqueda continua de reproducciones del cuadro a la vez que en una extraña resistencia a contemplar el original en el palacio de los Doria Pamphili, en Roma. Bacon se privó a sí mismo del efectos de esos ojos acerados a los que el espectador, sin escapatoria, se enfrenta en una sala esquinada y de dimensiones reducidas para el tamaño del tesoro artístico que alberga. La que está considerada como la mirada de la auténtico poder tiene en realidad connotaciones de hastío y desprecio hacia todo lo humano, del que el primer blanco fue el propio artista que se enfrentó a ella para hacerla eterna. Antes de que Bacon hiciera de Inocencio X todo un motivo del arte contemporáneo, la necesidad de dar cuerpo y presencia a ese poder ya lo puso en mano de los mejores de su época, de lo que son muestra magnífica dos bustos de Bernini que también se conservan en la galería Doria Pamphili. La pretensión de Bacon es muy distinta, como queda en evidencia en las decenas de obras que, durante dos décadas, indagan sobre aspectos imperceptibles pa- ra el espectador ordinario en el original velazqueño. Es una imagen que "sencillamente me aco-sa, despierta en mí toda clase de sentimientos y también, podría decir, de áreas de la imaginación", explicaba Bacon a propósito de su obsesión. Resultado de esa prolífica fijación, en Bilbao pueden contemplarse ahora "Papa I", "Estudio según Velázquez" y "Estudio para un retrato", todos ellos datados entre 1951 y 1953, en los que todopoder.

En la reiteración está otra de las claves de Bacon, cuyo quehacer artístico se convierte en una tentativa continua, que imprime a su obra esa sensación de algo siempre inacabado, que llega a exasperar a espectadores de mirar clásico. El propio artista se convirtió en motivo reiterado de su pintura en los numerosos autorretratos, una forma de exploración de sí mismo que lo conecta con Van Gogh. La fuerza de ese vínculo queda patente en la muestra con los dos estudios para retrato de Van Gogh y con el cartel que pintó para la gran exposición con la que se conmemoró en Arlés el centenario del artista holandés.

Bacon coloca la figura humana en el centro de su obra, marcada por esa carnalidad torturada, borrosa."El arte es una obsesión de vida y, después de todo, dado que somos seres humanos, nuestra mayor obsesión somos nosotros mismos", explicaba. Ese interés contrasta con su recurrencia a la mediación de la fotografía, huyendo muchas veces de la presencia del modelo como arranque de su trabajo, lo que es tanto como escapar a la pureza de lo real y remarca más el perfil de Bacon como un incansable reinterpretador de imágenes.

La infinita distancia que parece existir entre la visión baconiana del cuerpo humano y el retrato clásico se acorta al percibir el efecto del claroscuro sobre la figura, como se aprecia en el Cristo crucificado con un donante, un Zurbarán de 1640 también incorporada a la exposición del Guggenheim.

La influencia de los clásicos españoles, que conocía de manera directa por sus visitas y estancias, llega a ser decisiva. Manuela Mena, jefa de conservación de la pintura del siglo XVIII en el Prado y una de las mayores especialista en Goya, atribuye al influjo de Velázquez el "riguroso sentido del orden espacial" que "en él se convierte en el sustrato perfecto, en la fría cámara de tortura ideada para ele ejercicio de la violencia". Una violencia en estrecho vínculo con la muerte, relación que adopta múltiples variables, entre ellas las de las corridas de toros. La muestra bilbaína reserva una espacio propio para serie "Tauromaquia" de Goya, enlazada con el "Estudio de un toro" de Bacon. En esas figuras goyescas, llevadas hasta el límite del esfuerzo físico que exige eludir la muerte ante la amenaza del toro, hay un potente imagen original cuyo eco nos devuelve Bacon con su propia mirada contemporánea.

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