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Entrevista

Alfonso Armada: "Debemos huir del morbo, sin dejar de contar las historias atroces"

"Se cree que nadie lee, y quienes más lo propalan son los que tienen cargos directivos en las fábricas de palabras que relatan el mundo", afirma el periodista y escritor

Alfonso Armada. CARLA FIBLA

Lírico y épico a partes proporcionales -a dios escépticamente rogando y con el tecleo dando-, Alfonso Armada (Vigo, 1958) es un escritor atípico en la piel de un periodista atípico. No sólo porque cultiva o ha cultivado todos y cada uno de los géneros en ambos oficios, sino porque no se le hace el menor hiato al desempeñarlos. "Siempre he querido cuidar el texto con la intención de que perdure, con independencia de las circunstancias en que lo escriba y el formato en que se publique", subraya en esta entrevista. Cuando, tras licenciarse en Periodismo, en la Complutense, a principios de los años 80, era un joven brillante y tímido ("me curé de ello matriculándome en Interpretación en la Escuela de Arte Dramático, donde sólo me admitieron al tercer intento", reconoce), no se sabía muy bien si su destino sería atrincherarse en una buhardilla destartalada del Madrid antiguo, para velar por Cioran y Celso Emilio Ferreiro, o se enrolaría de inclusero en un barco mercante. Armada tiró por la calle de en medio, para desembocar en el anfibio que es, entre la pulcra edición de textos ajenos y la escritura propia, que, en efecto, en cualquier género y formato, lleva una reconocible impronta muy armada, miniaturista y horadante, de metáforas, a la vez, sutiles y descarnadas. Es como si los filosos huesos de Samuel Beckett o la osamenta de Kafka se camuflaran bajo la piel de Gabriel Miró o -a veces- de Rosalía de Castro; y como si, con reconocibles brotes de Camus también, llevara en la cintura la cartuchera vacía de Larra.

Ser, en la actualidad, director del suplemento Abc cultural no le impide dirigir el semanario digital FronteraD -de periodismo de fondo, con gran sentido crítico-, por él fundada. Y saca tiempo, además, para agregar impresiones, cada noche, a los cuatro dietarios que escribe desde hace años ("sin faltar ni un solo día a la cita, esté donde esté, y me encuentre como me encuentre, así esté cansado o enfermo", confiesa). Los llama Diario, a secas, de impresiones sobre "la vida, el día a día, la nada, las máscaras, los sueños..."; Diario de Teatro / Diario Dramático, centrado en el mundo del espectáculo, el arte, la representación, ideas para obras?; Tranvías Adentro, escrito en gallego, y English Diary, que redacta en inglés ? "Son 'las cuatro esquinitas que tiene mi cama'", bromea, como suele hacerlo, en clave cáustica. "Pues de niño yo rezaba mucho, y en cuanto perdí la fe, surgió el impulso de la escritura", explica.

Con aspecto como de un niño grande cruzado con el de un intelectual anarcoide de la Segunda República, y reforzado por unos anteojos de dramaturgo heteróclito, a lo Bertolt Brecht o Max Aub, Armada es autor de media docena de piezas teatrales de corte nihilista (como Cabaret de la memoria o Sin maldita esperanza), estrenadas, muchas de ellas, en salas alternativas de Madrid; de otros tantos poemarios, lo mismo en castellano, como Los temporales o Fracaso de Tánger, que en gallego, como la antología Escuma dos dentros o Haikús da Costa da Morte, y de numerosos libros de crónicas viajeras y de coberturas de guerras.

Este último tema centrará su intervención de esta tarde en el Club LA PROVINCIA, bajo el epígrafe Cómo contar la guerra dentro del ciclo Periodismo en zonas de conflicto, organizada con el Gabinete Literario con el apoyo de la Consejería de Solidaridad Internacional del Cabildo Insular de Gran Canaria. Él es consciente de que hubo un antes y un después no sólo en su itinerario sino en su manera de percibir la vida, cuando, en 1994, le tocó cubrir in situ el ultradantesco genocidio de Ruanda como corresponsal para África del diario El País. Esas crudísimas crónicas las recogió en Cuadernos africanos (Península, 1998, reeditado en 2002). Junto a otros conflictos de diversos puntos del continente (Congo, Burundi, Liberia, Sudán?), también informó en directo sobre la guerra de Bosnia y el cerco de Sarajevo (un material recogido en su libro Sarajevo). Y lo más chocante es que, cuando fue fichado por el diario Abc como corresponsal en Nueva York, tuvo un flamante estreno en ese nuevo destino por fin civilizado: el derrumbe de las Torres Gemelas en Wall Street, hace ahora 15 años, que le ha inspirado sus libros Nueva York, el deseo y la quimera (2007) y Diccionario de Nueva York (2010).

Cuando se le pregunta quién es Alfonso Armada, contesta, con reposo acelerado: "Un impostor. Una máscara africana. Un español nacido en Vigo al que le gusta decir que es portugués, a quien atrae la Costa de la Muerte y que lleva huyendo de sí mismo demasiado tiempo". Y convenimos, entonces, en que esa respuesta debería figurar en un manual del perfecto gallego; pues no deja de ser una añagaza, en la medida en que definirse, de entrada, como "un impostor" invalida la propia definición de impostor?

Empecemos por su charla del próximo viernes [por hoy]. ¿Qué va a decir en 'Cómo contar la guerra' y cómo hay que contarla?

No es tarea fácil. Pues, para contar la guerra -por escrito, claro está, que es el medio que conozco- hacen falta predisposiciones encontradas: hace falta tiempo, que, créeme, nunca abunda en medio de una guerra?y hace falta una mezcla de coraje y calma, y estar dispuesto a resistir que te salpique el dolor de los demás. Pero también hacen falta lectores que quieran escuchar, tengan tiempo, y estén dispuestos a que el dolor de los demás les interpele. Para contar la guerra hace falta querer saber del mundo, estar dispuesto a hacerse preguntas sin cesar, e intentar algo tan difícil como ponerse en el lugar del otro.

Sin embargo, hay una especie de embotamiento receptivo también para el dolor, reconvertido, incluso, en espectáculo. Cada vez está más en auge un turismo del horror, con guías en todos los idiomas, en Auschwitz, Gorée, Vietnam, Camboya? Usted ha presenciado magnicidios tan dispares como Ruanda o el 11-S, en Manhattan. ¿En qué se distingue la vivencia y transmisión de uno u otro horror?

La principal distinción es que creemos saberlo todo sobre Nueva York -forma parte de nuestra vida y de nuestra memoria, de nuestra idea del mundo contemporáneo- y casi no sabemos nada sobre África. Estamos expuestos a un constante flujo de imágenes y palabras sobre Nueva York, y, en cambio, de buena parte del continente africano no se sabe absolutamente nada. Si hacemos un rastreo metódico de todo lo que se ha publicado en los principales periódicos españoles en el último año, por ejemplo, sobre Cabo Verde, Guinea Conakry, Gambia, Senegal, Costa de Marfil, Lesotho, Suazilandia, Zambia, Namibia, Níger, Congo-Brazaville, Eritrea, Yibuti, Tanzania, Madagascar, Malaui, Camerún, Benín, Burkina Faso, Togo, Ghana, Comoras, Santo Tomé y Príncipe, Seychelles y Guinea Bissau, veremos que el resultado será nada o prácticamente nada. Personalmente, pensaba que lo que había vivido en Sarajevo durante el cerco me había de alguna manera vacunado contra el miedo y el espanto. No era así. Nada te prepara para asomarte a un genocidio como el de Ruanda. Hay una escena que está en el arranque de mi experiencia africana, y de mi libro Cuadernos africanos, y a la que volví el año pasado en una Tercera en Abc, "El brazo de una muchacha en Ruanda" que me va a acompañar durante toda mi vida.

[En ese artículo, Armada, escribió, por ejemplo: "Llevaba un carrete en blanco y negro. Los muertos posan muy bien. Y había muchos. Más de mil, aunque eso no lo sabría hasta después, hasta que encontramos a los misioneros. Tiraba fotos del lagar de cadáveres. Entonces lo vi. Era un brazo fino, de una muchacha, desnudo, que se movía como un suave resorte, sin hacer el menor ruido. Un brazo que hacía un movimiento casi amable, como si no quisiera llamar la atención. Se alzaba hacia el cielo, volvía a descender (?) En medio de aquellos cuerpos inertes descubrí el brazo de la muchacha, enhiesto, como el asta de una bandera, como un signo de admiración, como una estaca de carne y hueso"].

"Y sí, me cuesta acreditar que exista el turismo del horror, pero parece que es así. Le faltó a Borges para incluirlo en su Historia universal de la infamia, y a Guy Debord en su Sociedad del espectáculo. Creo que la continua exposición a imágenes horrendas, a historias horrendas, que además acaban sirviendo para llenar novelas, películas y videojuegos, puede acabar insensibilizándonos. Ya habló de ello Susan Sontag en Sobre la fotografía, aunque al final de su vida volvió sobre el asunto en Sobre el dolor de los demás. Mientras en la realidad haya historias atroces no debemos ocultarlas. Debemos huir del morbo, pero creo que es necesario mostrar en toda su crudeza los estragos del terrorismo y de la guerra. Aunque eso sí, hay que huir del espectáculo del espanto, de lo que hace por ejemplo el ISIS con sus vídeos de ejecuciones".

Su admirado John Berger ha definido Manhattan como una falsa y prosaica Ítaca; como "la metáfora de un barco cargado de inmigrantes que echó el ancla para no zarpar jamás?". Después del 11-S, ¿dónde está el centro del mundo?

Puede que ya no haya un centro, del mismo modo que el poder se ha fragmentado de forma insólita. Nueva York sigue sin embargo siendo un imán muy potente, y dudo mucho de que Shanghái, pese a sus denodados intentos, vaya a arrebatarle ese raro cetro.

A finales del XX, algunos intelectuales vaticinaron que "el siglo XXI será el de la 'Africastroika' o no será", ¿usted qué opina?

No lo sé. No me gusta jugar a la anticipación, no soy adivino. Sí creo que las desigualdades, si se exacerban, seguirán provocando movimientos masivos de población, como las guerras o los desastres naturales acentuados por el cambio climático. Si a ello añadimos fenómenos como el descenso de la natalidad en Europa y el envejecimiento progresivo de su población, será inevitable que se repueble el viejo continente con sangre nueva africana. Será un acto de justicia poética, y de justicia política.

De hecho, las desigualdades crecen ya cada día en el llamado Primer Mundo. La 'nueva Edad Media', de la que hablaba Umberto Eco, ha dejado de ser una metáfora? Mientras los 'mileuristas' se dan con un canto en los dientes, como juglares que consiguen llenar el hatillo de monedas, los empresarios y directivos emulan a los señores feudales frente a las masas de siervos de la gleba?

Sí, en efecto. Por utilizar un lenguaje propio de las discusiones medievales, hoy es perfectamente posible constatar que las empresas no tienen alma. Tal vez nunca la hayan tenido, pero hoy es una apreciación del todo contundente, universal, unilateral. No la tienen en general, aunque prefiero circunscribir esa afirmación al ámbito del periodismo, que es el que mejor conozco, y en el que me parece más grave ese despojamiento: que las empresas mediáticas actúen como 'desalmadas', ya que en ellas se implican los afectos y el conocimiento intelectivo de la gente. Los periodistas trabajamos con palabras, ideas, hechos, emociones: es nuestra materia prima. Intentamos influir sobre la conciencia de la gente, captar su atención, ayudarles -y ayudarnos- a entender mejor la complejidad del mundo. En la medida en que en esa tarea implicamos razones éticas y estéticas, y en que vengo de una devoción que no se ha extinguido por las posibilidades de mi trabajo para dar cuenta del mundo, es inevitable que se establezca una relación de afecto. Sin embargo he podido comprobar que esa relación es a menudo de dirección única, no recíproca. Las empresas periodísticas son sobre todo empresas, aunque su materia prima, las noticias, los hechos y las opiniones, acaben configurando la opinión pública, la manera de pensar de los lectores. Pero a la hora de tomar decisiones se dejan aconsejar por intereses primero financieros y económicos, y sólo mucho después, de otra índole. Y el afecto es el factor menos relevante en sus relaciones con los empleados. Por eso digo que no tienen alma.

¿Ve una depauperación específica en la profesión periodística? Es, desde luego, constatable que, en el periodismo impreso, se cuidan menos los textos, y el otro día le escuché decir a un redactor-jefe de una importante publicación nacional que 'hay que escribir joven y fresco´?

Es que muchos medios han optado por el clic como medida de todas las cosas, porque (al igual que ocurre en las finanzas y en la educación, el periodismo no es un ente desgajado de la sociedad) prima la cantidad sobre la calidad. También, porque se cree que nadie lee, y quienes más lo propalan son los que tiene cargos directivos en las fábricas de palabras que relatan el mundo, y que parecen empeñados en hacernos creer que no es posible explicar lo que sucede, y que hay que limitarse a informar superficialmente y sobre todo a entretener. Otra causa: el periodismo de largo aliento, el que exige ir, escuchar, estudiar, prestar atención, verificar, contar, pulir, editar, volver a ir, volver a escuchar, seguir estudiando, prestar más atención, volver a verificar y contar mejor es caro; incluso carísimo, si se cumplen todas las fases con rigor. Pero eso es lo que da sentido a un oficio como el nuestro. Nos hemos convertido en los peores enemigos de nuestro oficio. Tendríamos que atrevernos a decir ¡No! más a menudo. Y, como quería Walter Benjamin, necesitamos historias relevantes.

El error está en pensar que la actualidad es presencia -destello- en vez de 'vigencia', ¿no?

El error es pensar que la actualidad agota la realidad, cuando es sólo la punta del iceberg, y, a veces, ni eso. El error es pensar que la noticia que deslumbra es la que mejor ilumina. El error es pensar que los trenes de alta velocidad y los aviones nos van a llevar más rápido al lugar que deseamos, cuando lo que hacen, sobre todo es acercarnos, a toda velocidad y con menos conciencia, a la muerte.

Esa respuesta parece una letanía de algunas de sus obras teatrales, marcadas por un escepticismo radical. En una de ellas había que agarrarse a la butaca para digerir la idea de que en el mundo habrían legiones infinitas de corruptos si pudieran acceder a ese opción con el blindaje garantizado?

El asunto va mucho más allá de la mera corrupción económica? En su primer ensayo, Sobre el triste milagro, George Steiner abunda en cómo la barbarie está inscrita en el hombre, al punto de que todo el mundo puede convertirse en un verdugo en potencia, y lo ilustra con una estampa muy tópica pero insuperable: la de los oficiales nazis, que por la noche tocan a Schubert, cantan Mozart, y por la mañana torturan en Auschwitz, en Bergen-Belsen o en Majdanek. También podemos llegar a ser, en el reverso, unos supervivientes con agallas imprevisibles, como reflejan los estremecedores testimonios que recoge Tymothy Snyder en Tierra negra y Tierra de sangre, y que abarcan las atrocidades cometidas por soviéticos y nazis en toda la franja que va de Ucrania a los Países Bálticos. En el segundo se refiere al caso de una muchacha que 'cayó recta y de espaldas, no por fingir que estaba muerta, tan sólo a causa del miedo. Se quedó inmóvil mientras los cuerpos le caían encima, uno detrás de otro. Cuando la fosa se llenó, alguien se subió sobre la última capa de cadáveres y disparó hacia abajo sobre los cuerpos amontonados. Una bala le atravesó la mano a Ita, que no emitió sonido alguno. Arrojaron tierra sobre la fosa. Esperó todo el tiempo que pudo y luego se abrió paso apartando cuerpos y escarbando en la tierra. Sin ropa, cubierta sólo de barro y de su propia sangre y la de los otros, buscó ayuda. Llegó hasta una primera casa, pero la rechazaron; después hasta una segunda y una tercera. En la cuarta obtuvo ayuda, y sobrevivió'?

"Personalmente, en las guerras que he cubierto he podido ver que las situaciones extremas muestran lo mejor y lo peor del ser humano. Lo tremendo es tener que descubrirlo. Por eso es infinitamente mejor la mediocre paz burguesa que disfrutamos, esta democracia perfectible. Todos tenemos el potencial de propiciar el bien o el mal, y de practicarlo. Leonard Cohen decía que debemos domesticar al nazi que llevamos dentro. El zorro del Principito pedía ser domesticado. Cuando domesticas a alguien te haces responsable de él. Por eso tenemos que domesticar a nuestros hijos, educarlos bien, como proponían Crosby, Stills, Nash y Young. Ponerles límites. Para que no se convierten en pequeños o grandes dictadores. Para que se den cuenta de que no se puede desear todo, quererlo todo, tenerlo todo. Porque, como advertía santa Teresa, se derraman más lágrimas por las plegarias atendidas que por las despreciadas.

Julio Cerón, que fue un columnista rara avis en Abc -esa cuota de anarquía con la que Anson ha balanceado siempre su conservadurismo, como lo hiciera luego con García Calvo en La razón- escribió ahí que los años radicalizan a las personas? Que quienes a la larga se muestran moderados es porque ya lo eran y se radicalizan como moderados, ¿Qué opina de ese rizo?

Ah, ojalá hubiera un Julio Cerón asomándose ahora mismo a las páginas de Abc. O Ferlosio se asomara más a menudo a cualquier periódico. Me he curado de radicalismos, de narcisismos que juegan a serlo pero sin haber padecido en carne propia los rigores de la policía política y la miseria física y moral del comunismo ruso, rumano, búlgaro, húngaro, angoleño, mozambiqueño, somalí o cubano. Creo que sin embargo hay que seguir pensando, no resignarse a lo que existe, a la injusticia, a la falta de compasión. Ponerse en el lugar del otro, eso que la filósofa Simone Weil trató de aplicar a toda su vida. Es una forma muy exigente de estar en el mundo. Pero ni me pondría como ejemplo ni se lo pediría a nadie. No soy bueno, ni siquiera un buen animal, como me dijo hace años Rafael Sánchez Ferlosio de sí mismo en una entrevista: Ojalá fuera un buen animal.

Por último, como periodista y como dramaturgo, ¿Qué opina del actual panorama político español? ¿De ese 'Miré los muros de la Catalunya mía'? Y ¿Por qué su Galicia de procedencia parece blindada frente al nacionalismo que cundió allí en otro tiempo? ¿Son Pedro Sánchez o Rita Barberá antihéroes propiciatorios? ¿Cómo titularía en conjunto la pieza teatral del actual Ruedo ibérico??

Suculento. Creo que no le estamos sacando todo el partido dramático y periodístico posible a la realidad, que es mucho más amplia que la actualidad. Hay grandes reporteros ahí fuera -como Nacho Carretero, Íñigo Domínguez, Mònica Bernabé, Ander Izagirre?-, y cineastas, novelistas y dramaturgos que empiezan a tomarle la medida a lo que hay -Alberto Rodríguez, el añorado Rafael Chirbes, Miguel del Arco?, pero todavía no se vislumbra al Valle de esta época y su esperpento de nuevo cuño. Creo que el teatro y el cine tienen todavía mucho que decir. El secesionismo catalán es una de las mayores muestras de egoísmo político y etnicismo reaccionario que ha cegado a quienes se siguen reclamando de izquierdas, cuando esgrimen un lenguaje viejuno que parece no haber entendido todavía que el comunismo realmente existente fue tan espantoso o más que el nazismo, aunque su retórica, mucho más engañosa, parece que sigue encandilando al que no quiere ver y sigue explicándose el mundo con esquemas arcaicos que niegan los hechos; que se visten de ideología para justificar lo injustificable, como los crímenes del terrorismo vasco, que hizo que una sociedad enfermara moral y políticamente, y que sigue enferma, aunque ETA haya dejado de matar.

"Durante mi etapa de estudiante en Santiago de Compostela coqueteé brevemente con el nacionalismo, hasta que una que creía una buena amiga, y que formaba parte de un partido supuestamente ultraizquierdista y separatista, me dijo que no podíamos seguir viéndonos y siendo amigos porque era demasiado ácrata. Todavía sigo perplejo. Pero, en cuanto me vine a estudiar a Madrid, el nacionalismo me fue pareciendo una excrecencia política, una antigualla moral. Los viajes a África acabaron de curarme la miopía: es obscena la cantidad de tiempo y dinero que se ha dedicado durante los últimos treinta años a cultivar la diferencia, es decir, a la tribu, en algunas parte de España. Tendré que pensar en un buen título, y en un teatro que responda a esta época. Pero me encantaría que apareciera un cineasta como Marco Tullio Giordana capaz de contar los años del terrorismo y toda la Transición como hizo el italiano con La mejor juventud.

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