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El jardinero zen

'Cuaderno de campo', de Ángel Sánchez, tiene en el terreno de la creación a través de la observación algo de misticismo rudimentario y ritualístico

Ángel Sánchez.

Hubo un tiempo -dicen las antiguas escrituras- en que el sueño de la inmortalidad estuvo al alcance del ser humano. Fue una época en la que el hombre vivía con su Creador en el Jardín del Edén. La criatura (Adán) cuidaba del jardín donde crecían toda clase de árboles frutales, buenos para comer, había agua en abundancia y otras riquezas naturales. El hombre apadrinó también a todos los animales de la creación que el Creador puso sobre la tierra para que le hicieran compañía y para que ejerciera sobre estos su dominio como custodio de aquellos predios. (Lo que convierte el oficio de jardinero en el más antiguo del mundo; antes que agricultor y ganadero, el hombre fue cuidador de un jardín).

El tributo que debía pagar el ser humano por permanecer eternamente en el Jardín de las Delicias era observar el único veto impuesto por Yahveh: no comer del fruto del árbol del conocimiento del bien y del mal. Es decir, el hombre podría disfrutar de las delicias del jardín, de todo lo allí cultivado y de la producción silvestre y espontánea a cambio de permanecer en la ignorancia, pues el quebranto de esta interdicción lo condenaba directamente a la pena de destierro.

Pero esta posesión del paraíso terrenal era la de mero comodatario, con derecho a disfrutar de los bienes poseídos, pero con fecha de caducidad precisa y con la obligación de restituirlos. De modo que no existiría tránsito posible a otras formas de ulterior existencia que permitieran llevar consigo bagaje material alguno.

Dice El Talmud que el hombre en su entera existencia es sólo un precarista en el mundo y que a su muerte ha de rendir cuentas restituyendo hasta la última posesión que le ha sido dada, pues todo ha sido tomado en préstamo. Quizás sea por ello que algunas sociedades tribales que todavía permanecen en estado salvaje y que han sobrevivido a eso que llamamos 'civilización', armonizan con este principio de precario equilibrio y sostienen que el único testimonio que debería quedar del ser humano en su paso por la Tierra son sus huellas.

El tropiezo que llevó al primer hombre con su partenaire a trasgredir las reglas del juego impuestas por los dioses y a la consiguiente deportación del Edén supuso para él el inicio de una diáspora por la Tierra y por la vida que no tenía otra meta o aspiración que la de recuperar aquel territorio primigenio. Es -seguramente- en la quieta y pacífica observación de la naturaleza donde el hombre, quizás, evoque aquel recuerdo atávico del paraíso perdido en la Tierra.

Cuaderno de campo MMVII-MMXIV (2007-2014) nos propone iniciar una andadura exploratoria, un periplo vital en consonancia con la natura.

A través de la observación, el poeta se convierte en una especie de jardinero zen que parangonando al que traza surcos con el rastrillo sobre la arena, anota sus observaciones con lápiz sobre el papel, dando como resultado este Cuaderno de campo.

Cuaderno de campo que evoca a través de su nombre la idea del explorador decimonónico que hace de la observación de la naturaleza un oficio: el naturalista. Pero también nos traslada la imagen del jardinero que visualiza poemas surcándolos sobre la arena o en la gravilla del parterre. En ellos la pulsión naturalista está presente en cada página, en cada verso.

Digamos que Cuaderno de campo, en el terreno de la creación a través de la observación, tiene algo de misticismo rudimentario y ritualístico. Participa de una concepción primigenia del modo de concebir lo creado. No en vano, el creador (el creador literario) no hace otra cosa que emular al Creador (con mayúscula). No sé si por aculturación o exigencia de la propia presuntuosidad divina, o por haber mal entendido la encomienda o acaso por la misma vocación de trascendencia innata en todas las especies: expresión del propio instinto de supervivencia y perpetuación del linaje; el creador crea de manera ideal pariendo su propia obra. Mientras el hombre crea y destruye emulando a Dios. No es casual que en todas las mitologías y cosmogonías exista un dios creador así como un dios destructor, ser terrible y despiadado. A veces, se trata del mismo personaje que sufre una suerte de desdoblamiento esquizoide (una especie de bipolaridad mística). En este juego de roles por emulación, hay quienes se encargan de crear y preservar lo creado y quienes se empeñan en destruirlo. Pero no nos hagamos ilusiones, la instalación del hombre en este estatus así como en la posición jerárquica superior de la cadena trófica (reminiscencia atávica quizás de aquel mandato primigenio como dominador de otras especies) parece más un hecho de usurpación frente a los desmanes y desvaríos de los propios dioses que una manda o legado divino.

Frente a esta pulsión primaria, brutal e irrefrenable, se antepone otra más sosegada.

Lao Tse en el Libro del Tao recuerda: "La persona sabia prefiere la 'no acción' y permanece en el silencio. Todo pasa a su alrededor como por sí mismo. ?Ella? no se siente apegada a nada en la Tierra. No se apropia de nada hecho por ella y después de crear algo no se enorgullece de esto".

Esta reflexión lleva a la observación y a la contemplación de la naturaleza como método de conocimiento (y autoconocimiento). La contemplación se nos presenta como una fase ulterior de la observación. (No en vano, la voz: 'contemplación', contemplar, conserva intacta la raíz 'templo'; yo contemplo). Contemplar es, pues, sumergirse en ese "templo" interior que es el hombre (alma, pensamiento, conciencia) y a través de este emerger, trascender hacia ese otro gran "templo" exterior que es la naturaleza misma. Y es en la contemplación como se descubre el propio 'yo' interior y exterior. Lo que en cierto modo son una misma cosa. "Como mismo es arriba es abajo, y así como es dentro es fuera", enuncia el principio hermético (de Hermes Trimegisto) para señalar que cada elemento natural tiene su igual en una esfera de existencia superior o inferior; como mismo la masa gris cerebral es emulada rudimentalmente (con sus cotiledones) por el níspero o la nuez, con mayor precisión acaso.

De este modo, en este paritorio singular va descubriendo el poeta la naturaleza íntima de las cosas, cual jardinero va experimentando su conocimiento en contacto con la materia viva vegetal que cultiva.

Todo ello para desembocar en lo literario como resultado de esta indagación. La búsqueda a través, digo, de la observación y la contemplación, ese momento sublime en que logramos cohabitar (en y) con la naturaleza y comunicarnos con el espíritu del Todo, con el dios de las pequeñas cosas, con la madre Tierra...

Para terminar y por hacer una alusión crítica a la obra (bien sabe el buen dios que no soy crítico ni experimentado en el arte de la lírica, pero como mismo al buen gourmet se le excusa el no saber cocinar, lo que no obsta a su capacidad de apreciar la buena cocina, creo que me reconozco en la facultad -modestamente- de distinguir el fruto de la buena poesía). Al decir esto, difícilmente podría liberarme de las afecciones que me unen y la admiración que profeso por mi querido amigo Ángel Sánchez. Aún así, haciendo el esfuerzo de objetividad que se merece, recordaría aquellas palabras de Truman Capote cuando decía que la diferencia entre escribir bien y el arte verdadero es sutil, pero brutal. Y esa atroz y delgada línea, diría, se atraviesa en el poemario Cuaderno de campo con la trina lírica: otra poética', 'pleitesía versátil (d'après tina Suárez rojas) y en blue heart (visión d'après vives) (Seguramente habría que evocar aquello de Omne trinum perfectum). Es aquí donde el autor acaso traspasa la frontera de su buen hacer literario para penetrar en ese paraíso inmaterial, en el jardín de los justos, en ese lugar reservado sólo a unos pocos, atreviéndose a emprender la empinada senda que conduce al Olimpo de la poesía.

(*) El texto fue leído por Luis Rivero en la presentación 'Cuaderno de Campo' en la Casa Museo Antonio Padrón el 26 de febrero de 2016.

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