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Calatrava: el icono es él

Llàtzer Moix se acerca a las obras que han marcado el estilo del arquitecto a través de una serie de "viajes arquitectónicos por la seducción y el repudio"

Calatrava: el icono es él

La búsqueda del máximo potencial icónico de la arquitectura como vector de propagación de la imagen de la ciudad y emblema para abrirse al mundo entronizó a un reducido número de arquitectos con marca propia, que durante los años que precedieron a la gran quiebra focalizaban los anhelos de alcaldes, gestores públicos y privados, convencidos de que atraerlos a su ciudad era una suerte de impagable bendición. Sobre todo impagable, como veríamos después. La potencia emblemática de la arquitectura de Santiago Calatrava, trabajada como un elemento primordial más allá de la estricta funcionalidad o las necesidades del edificio, colocó al arquitecto valenciano en los primeros puestos de esa gran liga.

Calatrava generaba iconos hasta que él mismo se convirtió en uno de ellos: la representación de una época en la que casi todo estaba permitido y todo podía sacrificarse en el altar que se elevaba sobre el ego del artista y el afán de algunos gobernantes por dejar su impronta pública sin reparar en gastos. Su arquitectura de apariencia limpia y traslúcida empezó a convivir con el lado oscuro de un profesional que generaba enormes sobrecostes al cliente -de los que muchas veces era el primer beneficiario al percibir los honorarios en proporción al precio final de la obra- y que al supeditar al afán artístico las exigencias elementales del edificio generaba disfunciones y elevados gastos de mantenimiento posteriores que, en muchos casos, terminaban por acortar la vida útil de una construcción que su autor pretendía eterna.

De todo eso nos habla Llàtzer Moix en Queríamos un Calatrava, un amplio reportaje periodístico en que se agrupan lo que su autor llama "viajes arquitectónicos por la seducción y el repudio", las dos reacciones sucesivas que el arquitecto consigue concitar con tanta frecuencia en torno a su trabajo.

El libro tiene la virtud de reunir de forma muy documentada, con el complemento de la observación directa, los casos y circunstancias de los muchos proyectos de Calatrava que en las últimas dos décadas han estado, demasiadas veces, a caballo entre las revistas de arquitectura y los expedientes judiciales. Es un retrato del personaje a través de su obra pero tiene también mucho de visión de época y, como tal, puede considerarse como una prolongación de Arquitectura milagrosa (Hazañas de los arquitectos estrella en la España del Guggenheim), publicado en 2010 también por Anagrama.

Frente a esa virtud, una carencia, atribuible quizá a la necesidad de aquilatar costes editoriales pero que un libro que habla de arquitectura se hace más evidente: la de una buen material gráfico que contribuya a la comprensión de las obras de que se nos habla y cuya mera descripción no basta. También puede ser el resultado de la nula colaboración que el autor habrá encontrado en su protagonista a la hora de componer esta biografía profesional no autorizada.

Como personaje, este Calatrava de Moix tiene la complejidad de los triunfadores en los que anida un gran fracaso. Quizá parezca paradójico referirse a las posibles frustraciones de alguien con una fortuna personal cifrada en 140 millones de euros, casa en los lugares que mueven el mundo y seductor impenitente, en un primer momento, de lo más granado de la sociedad.

Pero desde la perspectiva de su concepción de la arquitectura, el Calatrava que por encima de su condición de arquitecto e ingeniero pone la de artista, ha visto demasiadas veces frustrada esa aspiración central de dotar de movimiento a sus obras. En Oviedo se sabe mucho de eso, pero también lo conocen, y por partida doble, en Tenerife, Valencia, Atenas o en Madrid, con su columna inmóvil de la plaza de Castilla. Con la única excepción del museo de arte moderno de Milwaukee, esos diseños componen un "rosario de fracasos", según Moix, concebidos bajo el influjo de la "imposibilidad de convertir un edificio en un animal". Esa pretensión de imprimir movimiento a aquello que, por su propia naturaleza contundente y estática, está privado de ello marca los proyectos de una manera definitiva, los expande en algunos casos más allá del límite económico de sus clientes e impone unas condiciones logísticas tan espectaculares como costosas. Pero no se mueven, por lo que ese empeño vano y reiterado lleva al autor a sugerir que "Calatrava conoce las leyes de la física, pero parece como si les hubiera perdido el respeto".

Esos fracasos generan una compensación que se supone ajena al espíritu creativo pero que es también primordial en el arquitecto: la que retribuye, y muy bien, su alma de negociante -incluso "pesetero", según algunos de sus antiguos colaboradores- que su mujer, responsable de la parte financiera de su estudio, se ocupa de mantener bien viva. Incluso a riesgo de arruinar su prestigio profesional y ahuyentar a la clientela, Calatrava es el beneficiario directo de las desviaciones presupuestarias, siempre cuantiosas, de sus proyectos, sobremanera desde que consiguió imponer, como condición ineludible para acceder a su genio, que sus honorarios fueran proporcionales al coste final de la obra.

¿Para qué sirve ese Calatrava que en una época todos querían? Como icono generador de identidades urbanas, pero también para encubrir "bajo el paraguas del arquitecto estrella" el ventajismo político (caso del auditorio de Palma de Mallorca: un millón por un proyecto nunca hecho) o la búsqueda de la connivencia social y la complicidad de los micropoderes locales para un operación cortada a la medida de sus promotores. Ahí está la doble identidad de Calatrava que expone Llàtzer Moix.

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