A tenor de su informe Descripción e historia del Reino de Canarias (1588), el ingeniero Leonardo Torriani da cuenta de lo poco o casi nunca azules que son las aguas de los perímetros insulares. Por encargo de Felipe II, será pionero en patearse todas y cada una de las Islas para hacer un plan de reforzamiento de las fortificaciones, y fija su más apasionada atención en cómo el viento pinta a su albedrío el color de las orillas oceánicas. Advierte que, con el viento-este, por ejemplo, las aguas amarillean; con el sur, se vuelven encarnadas, y, en un mar en que el azul, en cualquier caso, está emboscado, aparecen, inclusive, con el viento noroeste, "olas negras".

Una melé de colores contrazules, pues, los de un mar que si uno lo imagina arribando, encima, a las medianías de la Isla, entremezclados con los colores de la fronda vegetal, nos puede dar adecuada pista para abordar esta Cueva del Sol, la nueva serie de Rafael Monagas (San Mateo, 1947), en que el artista homenajea a ese tótem aborigen de su localidad natal, en el centro de Gran Canaria. Un total de seis piezas de gran formato -incluso, en algún caso, descomunal-, concebidas de forma enérgica, contundente, orgánica, y como espacios tan habitables como la propia Cueva, componen esta nueva muestra, que será inaugurada el próximo miércoles, 23 de noviembre, a las 19.00 horas, en la Sala de Exposiciones de la Fundación CajaCanarias, en La Laguna.

Desde su estudio madrileño -aunque, en rigor, "yo no pinto en Madrid, sino en la memoria", ha declarado-, Monagas ha colocado ahora el retrovisor, de un modo frontal y primigenio, en ese monumento natural de la Vega de San Mateo, que tras ser lugar de culto aborigen, ha cumplido después una importante función intrahistórica: servir de infalible reloj solar a los agricultores de la zona, de tal suerte que la articulación entre la luz de la cueva, y, por así decirlo, la sombra del sol, resultan inextricables.

Se trata, sin duda, de una composición de madurez, que atañe, incluso, a lo biográfico, pues el pintor de la promoción de los años 70 está a punto de cumplir sus 70 años. Así, Monagas disuelve ahora -de un solo viaje, como dirían sus paisanos- todo el cúmulo de abstracciones geométricas, contornos figurativos, alfabetizaciones y, en fin, delimitaciones, de toda su obra anterior sobre este mismo motivo originario, y al que, implícitamente, podemos considerar desde ya como central en la totalidad de su obra. Ahora, empatiza con su antiguo paisaje, propiciando que sean la luz y los colores mismos quienes pinten, y hasta dibujen. Y lo hace de un modo, a la vez, abisal y tuteante, oscuro pero amable, sin que la voluntad de aproximación -necesariamente órfica- impida ver con ojos naturales el tránsito de la luz y su florecimiento. El novedoso magnetismo radica, tal vez, en que el ojo del espectador -como su cuerpo mismo- está dentro del cuadro, y, mirado por el ojo de la cueva, es su único centro, ondulante?

Es la Cueva del Sol del centro de la Isla, en efecto, y, sin embargo, es también -o únicamente- una región totémica de Monagas. En esta serie, aquella está realmente convocada por la memoria; y avanza lo mismo de afuera hacia adentro que de adentro hacia afuera, pues es un paisaje interior indisociable del paisaje externo, al punto de que el uno no podría darse sin el otro. Por eso, da igual la dirección del vector, pues lo relevante, aquí y ahora, es la profundidad que mana de la pintura misma, hasta capturar y mostrarnos, vívidamente, sobre todo, la génesis del proceso.

Ya sabíamos de la proverbial predilección de Rafael Monagas por las tonalidades oscuras; es su forma distintiva de articular presencia y memoria, calidez y distancia, alongamiento e intimismo, y tal vez, también, de despistarnos, para, a través de lo negro, dejar paradójicamente en blanco cualquier exceso de aproximación intelectiva. En algunos de estos cuadros, el negro (que es el color elemental de la boca de una gruta) copa el espacio, y lo hace, casi como por ensalmo, de un modo orgánico: un negro naciente, un no-color que respira. De pronto, Monagas se decanta por el color negro-placenta, digamos, que no elude la calidez de la cóncava luz solar (la cueva como útero), pero que, color opuesto a cualquier atisbo de ingenuidad, de pronto irrumpe abruptamente, reclamado por un gajo de luz gruta adentro, operando de un modo semejante al de la bella imagen de José María Valverde: "El sol lo toca todo como un ciego..."

Y quien dice negro dice los colindantes azules y malvas noctiérnagos, que, en algunas de las telas, lentamente palidecen, hacia estampados tonos rosáceos y celestes, que sirven de bisagra al recurrente contraste entre los verdes de la brumosa fronda (bruma líquida, vegetal, en cualquier caso) y, al fondo, la inquietante boca, luminosa y oscura, de la Cueva.

Una lectura impresionista -que, sin duda, vía Matisse, sobre todo, forma parte de la ascendencia del artista- permite acaparar aquí todos los instante del día y de la noche, por dentro y por fuera de la Cueva. Hay, incluso, un mediodía contundente, tan expreso como extenso, y hay alguna noche copando un cuadro entero. Sin embargo, justo en la intersección entre ambos, uno quisiera definir la tónica de estas telas de Monagas como aman(och) ecientes; situarlas, no se sabe muy bien si en la inminencia o a la salida, pero en ese preciso borde tangencial de la noche donde, según Novalis, se da la única posibilidad de azular todos los azules, hasta hacer que germine, al fin, "la flor azul" de los contrarios...

Uno de los rasgos característicos de la obra de Rafael Monagas es la indistinción entre teoría y praxis, entre la idealidad y lo matérico, o, también, entre re-presentación y presentación. Desde una intuición vehemente, no exenta de cierta violencia, y en apariencia inopinada (tan repentina y espontánea como una venada de pintura que imitara el arribo de una nube o de una ola, o el quiebro de un rayo de sol, a veces a la cara), se busca ahora dar con aquello primitivo y primigenio que permita, justamente, la abolición de los contrarios, y, si fuera posible, liquidar el enunciado mismo de cualquier encrucijada, que, a los ojos de nuestro artista -por saberla proceder del logos-, es siempre una trampa. Presocrático hasta lo aborigen, heraclitiano y selvático, Monagas elude cualquier atisbo de platonismo, y hasta de aristotelismo, pues otra de las sensaciones fuertes que su obra transmite es que no ha habido mediación alguna, ni en el tiempo ni en la composición misma, entre la potencia y el acto de materialización del cuadro.

Ciertamente, ni siquiera en sus momentos de mayor intencionalidad especulativa o simbólica, Monagas jamás se ha apartado de un lenguaje analógico y matérico; acumulativo, por ser el fruto de una constante observación de un punto fijo (como el del "viajero inmóvil" de Lezama), que, en su caso, es la insistencia en la continuidad (vedada) entre su propio origen campesino y el mundo aborigen. No basta con mantener la atención virada hacia la propia tierra, si luego el cuadro no se ejecuta a ras de tierra, parece decirnos. Por eso, es preferible, para él, enmarcar una intuición en fuga, o, incluso, introducir un balbuceo en un ángulo geométrico, que traducirse a sí mismo, y, entonces, apartarse del objeto, para obtener los dividendos de las bifurcaciones abstraídas y los lenguajes duplicados... En este sentido, Monagas es, sobre todo, leal a su propio "idiolecto", conforme a la elemental y nítida definición que hace de este concepto el crítico argentino Héctor Libertella (y que muchos, artistas y no artistas, terminan acallando): "El vagido del bebé primitivo que fuimos cuando niños y que sigue hablando [y pintando] por nosotros...".

Ni en sus cálidos colores rectangulares como puertas convidantes, de homenaje a Vermeer, a principios de los años 80; ni en sus emblemáticas pintaderas móviles de las series de Cumbres y Alfabeto, de mediados y finales de esa década; ni en los motivos, por definición, tan alegóricos, a lo largo de los años 90, como la silla vacía que protagoniza Simulación del sueño, el azogue incrustado en el paisaje, en su serie Espejos, o, en fin, el sorprendente giro figurativo para abordar el mito de Narciso, nada menos -con cierto inquietante ritornello indigenista, al otro extremo del siglo-, en ninguno de sus momentos más especulativos o simbólicos, o incluso abstractos, Monagas nunca se distancia un ápice, como decíamos, de su primordial fijación matérica, analógica, táctil, con el sabueso olfato puesto siempre en la pintura misma a ras de tierra.

Ahora, en esta innovadora serie paisajística Cueva del Sol, esa tendencia se radicaliza, mirando, frente por frente, a esa raíz de todos sus motivos anteriores, que, como en un palimpsesto que sólo puede completarse -y contemplarse- desde la propia madurez, reaparecen con las fronteras enérgicamente diluidas, controladas -esto es, amaestradas -, para hacer brotar, en ardua y superada síntesis, esa novalisiana flor azul en donde ya no tienen cabida los contrarios.

Por así decirlo, Monagas -y aquí con mayor rotundidad que en cualquier etapa anterior- no busca agregar un arte al ser, sino liberar al que ya es. De ahí su empeño holístico, integral y desintegrador de los límites, acometido con una intuición arrolladora, en formatos tan extensos como en aquel sueño de Borges de que los mapas guardaran las mismas dimensiones que el territorio al que aludían. Y tan hondos, que resulten habitables, o, al menos, transitables, a veces por el foso entre la fronda de la Vega y la boca de la Cueva, y, a veces, cueva adentro... La suya no es una Cueva del Sol para espectadores-turistas, es decir consumidores, sino -empezando por él mismo, con su irrenunciable voluntad espeleológica- para espectadores-viajeros.

Por eso, si alguna vez hubo algún apunte reflexivo o acotación previa en algún boceto anterior a estos paisajes, han sido anotaciones en papeles arrugados con tinta invisible; han desaparecido fulminantemente en la ejecución de la obra -o han quedado subsumidos como en un fílmico fundido en negro-, del mismo modo que el espectador ha de desprenderse de cualquier prejuicio intelectivo para aproximarse a esta Cueva del Sol, que es obra, únicamente, de la memoria de los sentidos. Como ha confesado el propio pintor, "yo jamás he sentido ese vértigo del lienzo en blanco de que hablan muchos artistas. Cuando me sitúo ante el cuadro, ya está completamente terminado en mi cabeza. Ha habido mucho tiempo previo dándole vueltas y más vueltas, antes de acometer una serie".

Rafael Monagas compensa la flagrante oscuridad de algunos momentos de la serie, con el alborozo y la calidez de la luz que se cuela, si no en la cueva, en la vegetación abundante. Próximo, tal vez, al juego de la amable tensión preconizada por Matisse, Monagas vuelve reversibles luz y negror, y tan importante parece ser, para él, pintar la Cueva del Sol como -háyalo o no- el Sol de la Cueva... De hecho, en algunos circulares trazos alusivos a la boca de la gruta, es posible aventurar que se trata del propio disco solar, ahora oscurecido, bien por el efecto de un mediodía nublado, o bien porque se corresponde con un sol nocturno.

El descomunal cuadro titulado Montañas altas, tres veces mayor que el resto de las composiciones-, con su rotundo mediodía espejeante, se ajusta a una suerte de sol vertical, despótico, incontestable, y, en ese sentido, podría componer un díptico con el conjunto de la muestra, prevalecida -cuando no nos arrastra directamente al negror de la boca de la gruta- por una calina de vapor difuso. Ese profundo desajuste, en fin, de la luz insular, su claroscuro irreductible, es una de las más rotundas, y también complejas, escisiones que Rafael Monagas ha enfrentado en esta serie. En su afán por mostrarnos cómo germina, en cada tela y en el conjunto de la muestra, la flor azul de los contrarios, no hay síntesis posible (nada debe ser sintético, justamente) entre los múltiples antagonismos que aborda, cuyas fronteras se diluyen sin perder su presencia. En esta factura de madurez, están los ángulos del pintor geométrico y abstracto que una vez fue, sólo que ahora descontorneados por el florecimiento de la pintura misma. El artista que compuso en el pasado monografías figurativas, sin dejar de ser deudor de un hábitat de naturaleza rural y aborigen, ofrece aquí árboles y plantas reales, legibles rostros cuyas bocas son la de la gruta misma y hasta una cabeza, pero se difuminan ahora (lo mismo que el hombre insular, según Pedro García Cabrera) en función del paisaje... Del mismo modo en que se recoge la sincronía del día y la noche, los antónimos confluyen, al observarse, por ejemplo, una expresión radical sobre una visible atmósfera impresionista. O el trasvase entre la abigarrada vegetación colorista y el tono monocorde del montículo que acoge la gruta; o entre el claror de la cueva y el eclipse solar sobre el lienzo... Pero en la sucesión de convergencias entre elementos dispares en que se emplea Rafael Monagas (incluyendo la lábil frontera entre dibujo y pintura), destacaría el elocuente arribo del mar, en no pocos trazos, hasta el centro de la Isla.

Es, acaso, la más amplia encrucijada que cabe adivinar en algunas secuencias de esta Cueva del Sol: la convocatoria del "sentimiento de lontananza" (de que hablaba Lezama Lima como eje de la vida del insular) en el interior de la isla, donde predomina el "sentimiento de verticalidad" (que, por contra, para Andrés de Lorenzo-Cáceres, radica el verdadero centro de gravedad). El trastrueque del campo isleño en fondos marinos recién vaciados o empezando a llenar, a causa, sobre todo, de nubes que se comportan como olas ("Ver la luz de una nube en otra nube", señaló Juan Ramón Jiménez, como supremacía del proceder poético y artístico), y que, en los cercos insulares, son también cuajarones de espuma y de salitre; toda la ofrenda, en definitiva, que Rafael Monagas realiza en torno a una suerte de mar en las medianías, donde, a su choque con el colorido de la vegetación, embosca aún más y mejor los engañosos azules, al trasluz de esas "olas negras" con que nos iluminó Torriani?