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POESÍA LA ÚLTIMA GENERACIÓN DE POETAS EN LAS ISLAS

Si echo la vista atrás...

Se cumple medio siglo de 'Poesía canarias última' con una edición facsímil que se presenta en la Fundación Chirino

Juan Jiménez, González Barrera, Eugenio Padorno y Juan Caballero (de izquierda a derecha), en La Laguna, en 1965. LA PROVINCIA/DLP

Hay un grupo breve de jóvenes estudiantes universitarios, noctívagos junto a Las Canteras, que hablan de poesía y de poetas, que leen entre sí sus propios versos o se empeñan en escudriñar hasta los más encerrados giros que hallan en libros y antologías de escritores -clásicos y modernos- con los cuales, más que aprender, conviven. Habita en todos ellos un apasionamiento particular, un empecinamiento en el debate: nunca parecen conformes, y ese inconformismo es movido por su convencimiento de que la poesía, si algo es, es una experiencia de lenguaje y una experiencia en el lenguaje. Y para que así sea, resulta imprescindible tomar distancia con respecto a la lengua, o faltarle al respeto, que es lo mismo: nunca se abrirá un espacio de verdad poético si se parte de una fe en los significados, si se cree en tal seguridad. Mucho menos, si esos significados se asumen como la forma única de ver y entender el mundo. Rebelión, pues, y revelación eran la misma cosa. Yo entiendo que la sentían -la sentíamos- como la misma cosa, y de ahí su -nuestro- afán. Ni tribuna ni púlpito, aquellos lugares espúreos en donde la poesía, entonces, había sido confinada. El poeta, quien habla en los márgenes, desde la extraterritorialidad: no eran teorías (eso vino después); todo se originaba en una necesidad existencial.

Porque estar al margen no significaba estar fuera, sino haber conquistado un territorio de más, el territorio de la demasía, en donde contraste y debate constituyesen el estado natural. Sabiéndose otro, irrumpir en, e interrumpir, el discurso establecido, introduciendo en él otro modo de ver ("otro modo ciego de ver", ha dicho el peruano Antonio Claros), al de la inversión y el revés.

Recuerdo vivamente que aquellos paseos y su diálogo intenso terminaban -camino cada cual de su casa- en un debate interior y personal sobre la propia capacidad para llegar a lo que deseábamos como destino, a ser escritores. Quizá entonces todo estaba teñido de una cierta inconsciencia propia de la edad; y hasta creíamos los mejores aquellos poemas incipientes que nos atrevíamos a perpetrar. Yo, por ejemplo, sé que estoy aquí hoy porque dio la casualidad de que -en el momento en que se decide la publicación de Poesía canaria última- yo "pasaba por allí", y pudo más el afán mimético que me hizo escribir algo que podría parecerse a unos poemas; y pudo mucho más aún la generosidad y amistad de quienes me dejaron compartir sitio de preferencia con ellos. También, naturalmente, porque fui testigo de lo que ahora cuento, y porque conté en su momento lo que pude entender como decisivo en aquellos mismos años. Que manteníamos el debate incluso en soledad, que repetíamos de memoria (y viva voz) versos y poemas, o imitábamos el tono y acento, subrayando ciertas frases y determinadas imágenes, de este o de aquel poeta que habíamos oído; cuando no, imaginábamos cómo podría sonar aquel ritmo en su voz... Dije -y repito- convivencia; compartíamos una pasión. ¿Se entiende hoy, entre los escritores que inician su andadura, este ejercicio de la poesía de idéntica manera Me temo que no. No establezco juicio de valor alguno. No me atrevería. Creo que las circunstancias son muy diferentes, y ni la historia ni la sociedad guardan un espacio para una experiencia de verdad poética: todo genera (y consume al instante) una utilidad inmediata, un pragmatismo vulgar, o no existe. ¿Podría comportarse de otra forma el escritor, cuando sabe que sólo llegará 'a ser si consigue estar

¿Y con qué poetas debatíamos Naturalmente, en primer término, con quienes entonces empezaban a abrir brecha en lo que en diversas ocasiones he denominado "una retórica para el silencio". Poetas que, desde Poesía última (Madrid, 1963), antología que leímos y discutimos, que subrayamos y tachamos, sobamos y sorbimos (¿de dónde, si no, necesidad y título para la nuestra), nos descubrían la narratividad esencial como algo mucho más efectivo que el grito y la censura que aún resonaban en la distancia de los sociales. Poetas que nos advertían, además, lo siguiente: el lenguaje es el espacio de la libertad; no simplemente porque la pueda decir, porque -sobre todo- es organismo, cuerpo en donde se realiza. Y así, Claudio Rodríguez o José Ángel Valente, Eladio Cabañero o Carlos Sahagún, moverían nuestro entusiasmo casi adolescente todavía. Y desde ellos -por ellos- fuimos hasta César Vallejo antes que a Neruda (¡cuántas veces las orejas del burro dominical del peruano eran evidentes en las tardes de domingo insular!) ¿Por qué fuimos hasta Alonso Quesada o Domingo Rivero, en la cercanía de la extraterritorialidad, y erramos en el desdén hacia Tomás Morales No hago ahora simple cuestión retórica; reproduzco la misma inquietud que entonces nos soliviantó. Quiero creer que hicimos -sin saberlo del todo- la lectura aún pendiente en la crítica española de los años 20-30: Jorge Guillén y Luis Cernuda, Dámaso Alonso y Vicente Aleixandre; ¿por qué extraños o sólo convencionales Lorca o Alberti, mientras nunca lo fue Salinas

Una mirada muchos años atrás, digo. Y permanece hoy aquel mismo sentido colisivo -debate y discusión- que moviera aquella escritura incipiente. Por eso, también, todos hemos entendido -dejando a un lado nuestras respectivas profesiones- que ése y no otro ha sido nuestro destino. Y no quiero afeites de sentimentalismo, ni usar de barata y oportunista solemnidad. Lo deseo tal como entonces, con pareja inocencia, pues sólo en ella arraiga una palabra de verdad poética. Por eso me ha interesado fijarme en el plazo que va desde Fernando Ramírez (nacido en 1933) hasta Alfonso O'Shanahan (nacido en 1944) -hoy ambos, lamentablemente, desaparecidos- y cotejarlo con el mismo espectro cronológico en la poesía peninsular, delimitado por nombres como César Simón (nacido en 1932) y Guillermo Carnero (nacido en 1946). Y una vez situado ahí, interrogarme por el comportamiento seguido por la escritura de unos y de otros; por la evolución ulterior de estos poetas, una vez que dejan de estar protegidos por el paraguas que todo lanzamiento generacional (siempre artificioso e interesado) significa. Haciéndolo así, quedan en evidencia la verdadera razón de su apuesta literaria y los rasgos más significativos con que valorar la diferencia. Si pensamos en poetas peninsulares nacidos en los años treinta y tantos, se advierte no con gran esfuerzo la insistencia en una retórica del ingenio, en unos estereotipos de la memoria que se apropian, sin más, del mensaje machadiano de la poesía como "palabra en el tiempo"; es decir, palabra sometida a la circunstancia histórica, puesta a su servicio, o lenguaje como expresión de determinadas habilidades verbigerativas. Estaba claro, y se ha confirmado después, que la suya es una escritura de afirmación indiscutible, un instrumento de comunicación que se resiste a ser un espacio de comunión. Lenguaje utilitario ante el cual sólo es posible una actitud corroboradora.

Habrá que leer, mejor, y no por cicatería verbal precisamente, a poetas como César Simón o Rafael Soto Vergés cuya diferencia radica en su extraterritorialidad. Que no es ubicación geográfica sino condición orillera y excéntrica frente al oficio vital de la escritura. Que los hábiles muñidores de famas generacionales, o los eruditos secuestradores de significados, no sepan muy bien qué casilla adjudicarles, consecuencia es de su diferencia. Sus próximos, y prójimos, Caballero Millares, Baltasar Espinosa o Juan Jiménez: incluso en su ingenuidad inicial, en aquellos incipientes poemas de cincuenta años ha, mostraban por dónde su escritura habría de abrirse a la continuidad que fue renovación y, hasta en algún caso, resurrección. Porque, ¿han escrito alguna vez, los unos y los otros, desde la seguridad ingeniosa del sabelotodo, o más bien desde una tentativa, en parte angustiada, de conocimiento que se desea reconocimiento Si el lenguaje, ese organismo que se resiste a doblegarse, no es desbordado por el debate interrogativo del poeta, nada dirá de más, ninguna demasía. En esta necesidad se encuentran y comulgan; en el empeño por determinar una fisonomía, como la entendiera Juan Manuel Trujillo, en los años treinta: exploración del lenguaje hasta madurar la relación del "hombre que vive en estos peñascos [...] con el mundo, con el hombre, con las cosas."

Entre los escritores nacidos en los primeros cuarenta, la diferencia es mayor. Concedo que mi grado de exigencia pueda ser injusto; y hasta que se vea condicionado por inclinaciones y simpatías. Con una salvedad, eso sí: mi convicción de que una crítica eficaz y seria sólo puede generarse desde la sintonía y la simpatía entre el lector y la obra; que si la independencia es virtud, la objetividad sólo es coartada para los tibios. Concedo, asimismo, que mi mirada y mi oído yerran en su apreciación. Pero, en Diego Jesús Jiménez, en Antonio Hernández, en Antonio Carvajal..., yo leo una retórica gastada por el uso, atenazada en el estereotipo, preocupada por ser valor seguro. Todo en ella queda sepultado bajo el exceso verbal y la complacida confianza en una palabra que sólo dice significados. ¿Que en muchos de sus textos existe voluntad crítica Tal vez. Ahora bien, ¿lo es porque ponga en entredicho el lenguaje, o porque simplemente lo use para saldar cuentas con un determinado desorden moral Si leo en su lugar la cáustica escritura de Lázaro Santana o la inquieta desazón que guía la palabra de Eugenio Padorno, yo veo al poeta derivando hasta orillas y estribaciones que lo enfrentan a su imagen multiplicada en el espacio abierto por una palabra que lo despliega ante él como hallazgo y revelación. Lo mismo José Luis Pernas: se acercó a los umbrales de la poesía con idéntico propósito reflexivo, para ganar en la seguridad y el temblor ante la experiencia que ha movido su escritura, tal y como muestra su recentísima Poesía Reunida, Acaso el tiempo.

Hay algo más que mera circunstancia en la encrucijada de los setenta, con los novísimos rutilando en el cielo de la poesía española, mientras sus comadronas se afanaban en hacernos creer que eran el principio de una verdadera e imprescindible renovación para la vieja y gastada escritura testimonial: la reacción de los insulares sería en extremo cautelosa. Sin desdén; con desconfianza. Y no sin razón. A medida que aquella mentirosa operación dejaba al descubierto sus vergüenzas, bien por la dimisión de unos (Azúa, Molina Foix, Vázquez Montalbán), bien por el crecimiento de otros (Gimferrer, Carnero), bien por la radicalización del más atrevido (Leopoldo María Panero), y aunque los entendidos quisieran demostrar lo contrario, la poesía por ellos escrita no se planteó como real y efectivo debate con el lenguaje; apenas aplicó otras fórmulas, pirotecnia verbal de una mitología que sustituyera el rigor moral, sin abjurar del cómodo recurso a la añoranza (por ahí, cuanto vendría después). Escritura pedante e impostada; la requerida para habitar el espacio del poder. No es casualidad que mientras unos derivan hacia la novela y el periodismo, el academicismo erudito tiente a los otros, como demuestra la trivialización progresiva que atenaza la escritura en las últimas entregas de Gimferrer o Carnero. En ninguno, el tránsito dubitativo, silencio reflexivo que llevó a los agrupados en Poesía canaria última a enfrentarse con su propia escritura y cuestionar sus posibilidades. De todos sus coetáneos peninsulares, Aníbal Núñez (1945-1987) resulta el ejemplo casi único de indiscutible extraterritorialidad. Y ahí lo tenemos, también, sin saber dónde ser situado por quienes dicen que saben y que tienen las cosas claras y en su debido lugar, pero que tanto temen la diferencia. Algo tendría que decir aquí, por la proximidad al poeta salmantino y por su indudable vinculación, más que cronológica, a Poesía canaria última, un poeta de tan exigente trayectoria como ha sido Ángel Sánchez, a quien Eugenio Padorno recuerda de estudiante universitario en La Laguna, hacia 1963, pero cuyo entusiasmo poético pareció despertar algo después, cuando ya residía en Salamanca.

En conclusión, reitero mi convencimiento en la diferencia, siempre que ésta -por encima y más allá de geografías o negaciones acomplejadas- tenga que ver con el rigor poético; ello es, con el abordaje a las dos cuestiones capitales, y aún pendientes de resolver en la poesía española. Dije abordaje; debo decir violación, pues tal experiencia exige violentar las osamentas anquilosadas del lenguaje, y hacer que crujan. Sobre todo, que el ritmo deje bien a las claras que se oyen otras voces, reflejo, prolongación y proyección de las ya establecidas, y que ese ritmo sea también visual, altere las relaciones entre ojo y objeto, estableciendo una distancia nueva a partir de la cual se origine una plural orientación del discurso: leer un poema como se mira un cuadro. Y con la misma urgencia, actuar sobre el léxico, tan pobre y reiterativo siempre; para que el hallazgo poético sea algo más que la consecuencia de una simple operación de ingenioso artificio. Que no acepte la realidad, ni trabaje con los mismos materiales que ella ofrece; que funde una realidad nueva y construya una lengua capaz de decirla. Nunca negar la realidad, entenderla como motivo, como Impulso; y que la escritura poética, en lugar de su servidora sumisa, "pasiva, repetitiva y perifrástica", lo que "equivale al sentimiento de haber cumplido una orden" (Osip Mandelstam), nos lleve de sobresalto en sobresalto, y antes de insertarse en el centro y su comodidad, evidencie su situación siempre al borde, desvivida en la inminencia.

En esta difícil pero fructífera experiencia ha vivido (al margen de los juicios concretos de valor que, en cada caso, puedan hacerse), y ha crecido y madurado aquella pasión por la poesía que nació con singular naturalidad, ahora hace treinta años, en este seno verdeoscuro de arena y mar que nos acoge y desasosiega permanentemente.

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