La Provincia - Diario de Las Palmas

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literatura

La barba de Fidel es alargada

Ningún otro dictador ha sido tan afecto a la literatura, ni conoció tan de cerca a sus futuros disidentes como el líder de la Revolución cubana

Un grupo de cubanos espera el paso de la caravana con los restos de Fidel Castro en Colón.

"Esta ciudad nació en la sal del puerto / y allí creció caliente, deschavada, / el sexo abierto al mar, / el clítoris guiando a los marinos / como un faro de luz en la bahía?".

Así arranca el poema que urden los adolescentes protagonistas letraheridos de Las palabras perdidas (1992), la primera de la saga de novelas que escribió en el exilio Jesús Díaz (La Habana, 1941 - Madrid, 2002), uno de los últimos en marcharse, tras el desmoronamiento del bloque soviético, en una oleada en la que también abandonaron la Isla otros veteranos escritores, como el poeta Manuel Díaz Martínez (Santa Clara, 1936), afincado en Las Palmas.

La marcha de Díaz, por tardía e inesperada, resultó especialmente dolosa para el Régimen, pues además de editor y profesor de Filosofía de la Universidad de La Habana, había sido uno de los más lúcidos y brillantes ideólogos del Régimen, y, ahora, en un encuentro internacional de escritores en Zurich, se descolgaba sorpresivamente en un duro alegato contra el Régimen, Los anillos de la serpiente, para no regresar jamás. "Te has vendido por un plato de lentejas; te llamas Jesús, pero deberías llamarte Judas", le respondió en una dura misiva de su puño y letra, el ministro de Cultura, Armando Hart, con la más que segura supervisión, si no el dictado, del propio Fidel Castro.

("Pavorreal del trópico extasiado / en los vitrales y ocelos de su cola / reflejada en el mar, / graznaba a prima su profundo dolor / radioescuchando novelones, / serpientes de la desesperanza inventada por ella. / Luego, en las noches, / sacaba los colmillos de vampira, / y ya en la madrugada / se jugaba la suerte hasta las nalgas / que solía perder con gran contento, / se entregaba a gozar y a raros ritos / y amanecía bailando, la cabrona"?

Prosiguen aquellos muchachos, en una trama de trastrueque temporal entre los albores y la decadencia de la Revolución, en esa novela publicada en el mismo año de su alegato, antes de radicarse en Madrid, donde moriría -luego de cinco novelas más, de una imprescindible bibliografía de la diáspora cubana- recién cumplidos los 60 años).

Realmente, el último en exilarse ha sido Raúl Rivero (Camagüey, 1945), quien, con ese proverbial regusto por la paradoja vuelta humor que se gastan los oriundos de la Isla caribeña, ha expresado: "Fíjense si los cubanos somos exagerados, que de los que no tienen moral, decimos que tienen doble moral...". Él tiene ahora el testigo, además de ser ya el único superviviente, de una saga de contados escritores (literalmente, los cinco dedos de una mano) que, como en una carrera de relevos, consiguieron 'tocarle las pelotas', no al Régimen, sino al mismísimo Fidel Castro.

Se llamaron, por este orden de desaparición de la Isla, cada uno para una década precisa, como si se hubiesen puesto de acuerdo para cavar el túnel de su fuga: Guillermo Cabrera Infante (Gibara, 1929 - Londres, 2005), el más madrugador en salirse, en la década de los 60; Heberto Padilla (Pinar del Río, 1932 - Alabama, 2000), que lo hizo en los 70, tras el humillante paripé de palinodia del Caso Padilla; Reinaldo Arenas (Provincia de Oriente, 1943 - Nueva York, 1990), símbolo de los disidentes del Mariel, en los 80; el mentado Jesús Díaz, en los 90, y el propio Rivero, en el primer decenio de este siglo? Lo curioso es que la mayoría de ellos estaban situados, en origen, más a la izquierda que Fidel. Pero, por los cargos que ostentaron en el Régimen o por su simbología en el exterior, ellos conforman el listado elemental de escritores que le salieron sucesivamente rana al Régimen; son el sapo renovado que se hubo de tragar, cada decenio, el único dictador, tal vez, que, a lo largo de la historia, le ha dado una importancia de proximidad casi afectiva a la cultura bibliada, y que hubo tratado personalmente con sus futuros disidentes.

No es de extrañar, ahora, que sus cenizas (en el viaje inverso de reconstrucción de la toma del poder hacia Santiago de Cuba, donde empezó todo, y donde reposarán, a partir del domingo, junto a la tumba del propio libertador) hayan sido exhibidas inicialmente en el llamado Memorial José Martí, de la Plaza de la Revolución, en La Habana. Es justo retener el nombre del sabio que lo detectó antes que nadie: Manuel Moreno Fraginals (La Habana, 1920 - Florida, 2001), ese lúcido e insobornable historiador, de exilio igualmente tardío, en Miami, a mediados de los 90, siendo ya septuagenario, si bien después de un largo ostracismo habanero, a causa de sus hostiles tesis.

Aunque no pudo exponerlo con rotundidad hasta su salida, había desmontado muy bien el hábil secuestro de la historia por parte del castrismo, para fabricarse un patriotismo a la carta. Con mimbres de falseada dialéctica hegeliana, habían convertido al gran padre de la emancipación de la Patria, José Martí, en el preámbulo de la Revolución, antes de dejarle barba para encarnarlo en la mismísima figura de Fidel Castro... De ahí que, en muchas plazas y Avenidas de la Isla, los grandilocuentes monumentos de los caídos por la independencia de Cuba se den la mano con el recordatorio de los mártires de la Revolución, como si los mambises de fines del XIX fueran ya castristas, y el programa abierto en 1898 no hubiese culminado hasta 1959, en un birlibirloque de manglares por asfalto, y cambiando por tanques los caballos...

Es lo que Edgar Morin llamaría "la mudanza del pasado", con una descarada anteposición de los efectos a las causas. Consciente de ese engranaje, Fidel, que era de todo menos ingenuo, contó desde muy pronto con la unción de la "divina presencia" del comandante Che Guevara, igual de propicio como invocable "transparencia", a lo Espíritu Laico, que como su emisario en la Tierra hasta el martirologio ("¡Padre, por qué me has abandonado!"). Es evidente que el mandatario verdeoliva hubiera querido trasladar para siempre al exterior esa imagen de socialismo edénico y libertario, en una suerte de placenta solar con líquido amniótico de mojitos....

(Y sigue así el poema de los adolescentes de Díaz:

"Se enamoró de la virtud como una puta, / pidió perdón hincada de rodillas, / y para expiar sus múltiples pecados / sacrificó sus congas, sus mentiras; / gritó pura y feliz hasta quedarse ronca / e hizo una cola larga, interminable").

Pero, ay, decenio por decenio, le fueron saliendo, entre otros, esos conspicuos intelectuales de mierda, para recordarle que lo suyo era un "estalinismo tropical" de corte ortodoxo. Desde Cabrera Infante, con sus incómodas soflamas paranomásicas -esa castroenteritis aguda de la Reichvolución cubana", sostuvo- a Rivero, símbolo de una represión (y reclusión) intempestiva, cuando el dictador estaba a punto de jubilarse. Éste y Reynaldo Arenas conforman, acaso, las puntas de iceberg de una represión simbólica de alcance colectivo. Los otros tres, individualmente, debieron de dolerle en lo más íntimo. Cabrera Infante, Heberto Padilla y Jesús Díaz, que habían ocupado importantes cargos orgánicos, devinieron en cruciales embajadores del anticastrismo. Y es curioso el soterrado vínculo, casi fortuito, que les une (aun con desavenencias también entre ellos, que tocará abordar cuando, en un futuro, se logre romper el maniqueísmo monolítico entre el interior y la diáspora); pues si el caso Padilla -que significó la desbandada de la adhesión de la izquierda a occidental al Régimen-, se inició, justamente, con un artículo suyo en El caimán barbudo, donde se denunciaba el silencio oficial sobre Tres Tristes Tigres, del ya exiliado y repudiado Cabrera Infante (que acababa de obtener el premio Biblioteca Breve-Seix Barral), el director de la publicación no era otro que Jesús Díaz?

Por boca de sus adolescentes personajes, él es el autor de esos elegíacos versos que ahora resuenan, desde el Memorial José Martí al Malecón, concluyendo de este modo sobre La Habana vacía:

"No bastó con aquella entrega, / los hijos de puta, nosotros, sus bastardos, / la negamos tres veces, ya no tuvo / pinturita de uñas, ni siquiera / un buchito de alcohol de reverbero / que llevarse a la boca en sus delirios; / y si gritó de sed no la escuchamos, / andábamos clamando por el mundo / como una llamarada de pureza. / Casi murió de lepra, las legañas / nos la dejaron ciega, el gran silencio / le produjo sordera, el desamor / le descarnó los labios, la demencia / le (arrancó) los cabellos, la tristeza, / le fue secando el sexo. Una mañana / la fealdad la asesinó del todo. / Queda tan sólo un triste simulacro: / este fantasma de una vieja puta / o de una virgen tuerta y sin altar, / estos fabio, ¡ay dolor! que ves agora, / campos de soledad, mustio collado: "Dicen que fue candela / que encendía el rumbón con la cintura, / que alguna vez, la pobre, estuvo viva".

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