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Exposiciones memoria incisiva

Los cultivos de Fernando Estévez

El I Congreso de Museos de Canarias rinde homenaje póstumo al antropólogo con una muestra, comisariada por Mayte Henríquez, sobre sus exposiciones, renovadoras de la museología insular

Remontaje de un detalle de la exposición ´Souvenir, souvenir´. R.C.

Lejos de las solemnidades académicas al uso, Fernando Estévez acostumbraba a presentarse en los foros en que procedía como "agricultor a tiempo parcial, cocinero clandestino y antropólogo accidental". Si como cocinero adquirió reputación, entre familiares y amigos, por platos como el cochino enterrado a la melanesia, un cerdo relleno de manzana y ñame, envuelto en hojas de plátano y cubierto, en un hoyo, con piedras calientes, como agricultor fue artífice de inventos asaz insensatos, como la huerta circular -rápidamente desechada por su desaprovechamiento del terreno-, amén de productor, junto a sus hermanos, de los vinos Cuprum. Entre estos, es francamente recomendable el tinto, por su fondo terroso bien estructurado, con matices a frutos rojos y su ligero amargor final, propio de la uva listán. Como antropólogo "accidental", en fin, formado inicialmente en filosofía, y empeñado después en hacer estallar su disciplina desde dentro, Estévez fue refractario al pensamiento binario que opone el cultivo a la cultura y, en general, la cultura a la naturaleza, y de ello dejó constancia en algunas de sus extraordinarias exposiciones. Sobre estas últimas recapitula la muestra Acerca del mundo: ExpoVisiones de Fernando Estévez, comisariada por Mayte Henríquez y exhibida en la Sala Dado del Liceo de Taoro de La Orotava como homenaje póstumo del I Congreso de Museos de Canarias a quien fuera su inspirador.

Los libros formaban parte del proceso digestivo de Fernando Estévez, lector omnívoro y autor de títulos imprescindibles como Indigenismo, raza y evolución. Por eso, junto a su utillaje agrícola y a sus otras publicaciones, la muestra custodia en un pequeño invernadero un ejemplar de este ensayo sobre el pensamiento antropológico canario, reeditado recientemente con el respaldo de Miguel Ángel Clavijo, director general de Patrimonio Cultural, de quien, no sin estupor, hay que decir que es el único político insular que ha rendido tributo, tras su muerte, a uno de los contados intelectuales de talla que ha dado el Archipiélago en mucho tiempo. Pero, aunque tomaran impulso en la letra impresa, las exposiciones nunca fueron para Estévez trasuntos de libros desplegados en la pared -a diferencia de tantas y tan tediosas muestras de corte académico-, sino vehículos del pensamiento que no podían tener otro formato que el expositivo. Por ello en esta muestra, que, como el Congreso, produce también el departamento que dirige Clavijo, Henríquez ha erigido como dispositivo topológico de referencia una biblioteca inestable: en la base, ejemplares desordenados, una de las tantas placas librescas que configuran la tectónica de la exposición, y, en altura, volúmenes clasificados de modo secreto, con sus lomos y cubiertas invisibles para el espectador. No es gratuito que una de las obras de la base sea el Atlas Mnemosyne de Aby Warburg.

Fundador y director del Museo de Historia y Antropología de Tenerife (MHAT), con Mayte Henríquez como subdirectora y artífice principal también de estas "expovisiones", Fernando Estévez nunca se resignó a que los museos etnográficos tengan que ser meros custodios de una tradición construida a base de folclorismo retrógrado, mientras a los museos de arte contemporáneo se les permite el experimento, por insustancial que pueda llegar a ser. En la senda de colegas como Michael Taussig, de quien se ha dicho que no hace antropología sino teatro de la crueldad, o Jacques Hainard, que abrió nuevas líneas de crítica de la cultura en el Museo de Etnografía de Neuchâtel, con procedimientos tomados del surrealismo, Estévez, Henríquez y su cualificado equipo, practicaron, como se titula una de las secciones de esta muestra, "el arte de ocultar el arte". Esto le trajo al antropólogo no pocos sinsabores con dos superioras políticas, pero también la respuesta entusiasta de públicos heterogéneos, que encontraron en el MHAT una institución inusual que planteaba preguntas desafiantes con la ingeniería del consenso, servidas, además, con considerables dosis de ironía.

El pasado en el presente, recordada en el Liceo de Taoro con una caja de luz con textos e imágenes sobre una carretilla, que se asienta a su vez en la correspondiente placa de libros, fue una muestra de singular relevancia en la trayectoria intelectual y vital de Fernando Estévez. Realizada en buena medida con andamios, mezcladoras, encofradoras y otros artefactos de la construcción, su montaje, con aspecto de obra en marcha, disparaba interrogantes sobre el futuro de la nostalgia, las prótesis del recuerdo, los presentes no sincrónicos, la industria del patrimonio, los límites del museo y la invención de la tradición. Por todo ello, al poco de su inauguración, Estévez fue destituido como director del MHAT, aunque un mandato cabildicio posterior le restituyó esta responsabilidad, que mantuvo hasta su fallecimiento, esta vez con el título de coordinador.

Ya se ha dicho que el hombre al que rinde homenaje el I Congreso de Museos de Canarias nunca compartió la oposición entre naturaleza y cultura hegemónica en el pensamiento occidental. Como acredita esta exposición de exposiciones, orquestada por la mirada abundante de Mayte Henríquez, su paródico gabinete de curiosidades, con sus correspondientes naturalia y artificialia, y su aproximación en Mar de arena de mar a los procesos entrópicos que la globalización ha traído a Fuerteventura, incidían en ello entreverados con otras cuestiones. A este respecto, que en la placa de aluvión sedimentario de Mar de arena de mar se encuentren semienterrados libros sobre Robert Smithson, un artista que le fascinaba, resulta de lo más natural.

En la réplica sintética de Mar de arena de mar dispuesta en el Liceo de Taoro hay también espejos, cada uno con un topónimo majorero escrito con rotulador. Este detalle obedece a otro procedimiento capital en el hacer museográfico de Fernando Estévez: el manejo del lenguaje como materia plástica. Entre la palabra que razona y la palabra que canta, en deuda con esa corriente especialmente fecunda de la poesía moderna que va de Mallarmé a, pongamos, Jirí Kolár, Joan Brossa o Ian Hamilton Finlay, el antropólogo hacía las veces también de tropólogo y yuxtaponía objetos y fragmentos discursivos con afán dislocador: platos en el comedor de Souvenir, souvenir con citas de Dean MacCannell y Susan Stewart redactadas con esmerada caligrafía; una sección de anuncios por palabras, agigantada en El pasado en el presente, con asertos de E. L. Doctorow y Groucho Marx agazapados entre ofertas de venta de pisos, referencias de detectives privados , reclamos de echadoras de cartas y de intercambio de parejas? En su remontaje del curso museal de Estévez, Henríquez ha mezclado, además, estos juegos de apariencia divertida con el lenguaje con la cuestión del archivo, otro asunto cardinal en el universo reflexivo del antropólogo, y lo ha hecho con dos piezas que por sí solas pueden comparecer en cualquier museo de arte contemporáneo exigente: El archivo de los proyectos hibernados, una suerte de colmena transparente, en cuyas celdas se enuncian exposiciones que Estévez ya nunca realizará -Iconografías del guanche, Siempre fuimos modernos, La deconstrucción del mundo en siete días, Traditour, Islas líquidas?- y una pantalla hecha con archivadores de cartón por la que, en una libre evocación de aquel Teatro de la memoria que dio fama a Giulio Camillo en el siglo XVI, desfilan imágenes y textos acerca del mundo.

Una de las últimas exposiciones de Fernando Estévez, y ciertamente una de las más hipnóticas, fue Fantasmagorías. La presencia de lo ausente, que giraba en torno a la visión humana confrontada no como sentido que se posee en estado puro, sino como facultad construida por fuerzas y técnicas que operan sobre el cuerpo. En línea con la mejor herencia de la llamada crítica institucional, esa corriente del arte conceptual de los años sesenta cuyo representante más consumado es Marcel Broodthaers, Estévez invitaba al visitante a cuestionar lo que él mismo le mostraba, con preguntas como "¿son las vitrinas del museo realmente transparentes?". Armada en torno a taumatropos, fenakitiscopios, zoótropos y otros juguetes precinemáticos de la segunda mitad del siglo XIX, e, igualmente, alrededor de los escaparates y vitrinas de vidrio, que empezaba a fabricarse industrialmente entonces, y del salón burgués, donde el ensueño de la mercancía tiene su lugar principal de exhibición doméstica, la exposición era un constante reenvío de tensiones entre el ojo y las imágenes, cuyo poder es omnipresente en el mundo contemporáneo. Por eso, en el vídeo correspondiente a la pieza que resume esta "expovisión", Fernando Estévez aparece en la pantalla -sólo lo hace en ésta- y, mientras mira al espectador, le explica que la imagen digital es un paso más en esta expansión de lo espectral y que, "en contra de lo que habíamos presupuesto, los fantasmas no solo no han desaparecido sino que ahora han proliferado tanto dentro como fuera de nuestras cabezas".

En algún lugar ha escrito Ernst Jünger que "más vale una visita a un jardín que cien visitas a un museo". Es verdad que con harta frecuencia los museos de Canarias hacen cierta la sentencia del escritor alemán. Pero en esta ocasión, además de los hermosos jardínes de La Orotava, como los Victoria o la Hijuela del Botánico, bien vale la pena acercarse a la Sala Dado del Liceo de Taoro, anteriormente conocido como Falansterio de Taoro, y, de la mano del fantasma sabio y bondadoso de Fernando Estévez, hacer una visita demorada a sus campos de cultivo.

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