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cine

Clasicismo y modernidad

El estreno de 'Silencio', su último largometraje de ficción, revalida a Scorsese como uno de los cineastas más comprometidos y audaces de su generación

Clasicismo y modernidad

Autor de thrillers tan vibrantes, crudos y demoledores como Malas calles (Main Streets, 1973), Taxi Driver (Taxi Driver, 1976), Uno de los nuestros (Godfellas, 1990), Casino (Casino, 1995), Gangs of New York (Gangs of New York, 2002), Shutter Island (Shutter Island, 2010) o Infiltrados (The Departed, 2006), donde la violencia se erige en su principal eje vertebrador, así como de memorables documentales musicales como El último vals (The Last Waltz, 1978), cuyo impactante estilo visual ha servido de inspiración durante décadas a numerosos especialistas del género; miembro de la realeza de Hollywood tras el rotundo éxito comercial de Alicia y no vive aquí (Alice Doesn´t Live Here Anymore, 1974), El cabo del miedo (Cape Fear, 1991), el remake del mítico filme homónimo de J. Lee Thompson; Toro salvaje (Racing Bull, 1980) y de La edad de la inocencia (The Age of Innocence, 1993); artífice incuestionable de algunos de los grandes iconos de la interpretación, como Robert de Niro, Harvey Keitel o Joe Pesci, Martin Scorsese (Nueva York, 1943) es el responsable, desde su sorprendente debut en el largometraje en 1969, de una de las carreras cinematográficas más meteóricas, comprometidas y excitantes del cine estadounidense de las últimas décadas, con la venia naturalmente de Coppola.

Entre los veinticuatro largometrajes de ficción realizados durante casi cincuenta años de trayectoria profesional se detectan suficientes elementos para definir una personalidad y un rol, un modo peculiar de hacer y una capacidad narrativa sin apenas parangón en la historia reciente de Hollywood. Cuando nos enfrentamos a cualquiera de sus crispados e hipnóticos filmes, sin distinción de género ni de la etapa en la que fueran realizados, sus inconfundibles figuras de estilo, su gran sensibilidad visual, brotan con una naturalidad pasmosa al tiempo que su personal sentido del ritmo se va imponiendo con asombrosa precisión, secuencia tras secuencia, incluso en sus trabajos menos afortunados. Y aunque no siempre han disfrutado de los elogios de la crítica, sus películas cautivan, seducen, emocionan, deslumbran, en muchos casos y, sobre todo, difieren sustancialmente de la línea invariablemente conservadora que han seguido manteniendo muchos directores hollywoodienses en su empeño por llegar más lejos que nadie en el box office internacional, la meta más codiciada para quien aspira a ganarse los galones de la gran industria en la meca del cine.

Scorsese, por el contrario, es un creador de espíritu insobornable que se desenvuelve siempre en su propio ámbito, sin pautas predeterminadas ni consignas comerciales de ningún género, un ámbito que él mismo se construyó a partir de sus primeros contactos con el mundo del cine en las viejas salas de Flusing, el barrio que le vio nacer en el mismo corazón de Long Island, con películas como Duelo al sol (Duel in the Sun, 1946), Force of Evil (1948), Los cuatrocientos golpes (Les Quatre Cents Coups, 1959), Jules y Jim (Jules et Jim, 1961), Las zapatillas rojas (The Red Shoes, 1948), Centauros del desierto (The Searchers, 1956), El tercer hombre (The Third Man, 1949), Al este del Edén (East of Eden, 1955), Raíces profundas (Shane, 1953), La aventura (L´avventura, 1960), Alexander Nevski (Alexandr Nevsky, 1938), Melodías de Broadway (The Bandwagon, 1953), La heredera (The Heires, 1949), Ciudadano Kane (Citizen Kane, 1940), 2001: una odisea del espacio (2001, A Space Odyssey, 1968), Senso (Senso, 1954), Te querré siempre (Viaggio in Italia, 1953), Cautivos del mal (The Bad and the Beautiful, 1952), Coronel Blimp (Life and Death of Colonel Blimp, 1943), Al final de la escapada (À bout de soufflé, 1959) o El Gatopardo(Il Gattopardo, 1963), muchas de las cuales "me ayudaron a construir mi visión del cine y, hasta cierto punto, de la propia vida. Todas sin excepción me han acompañado a lo largo de mi carrera como fuentes inagotables de inspiración y como espejo de una realidad artística moldeada con el paso del tiempo".

"No sé si se podrá rastrear en mi obra la posible influencia que han podido ejercer en ella estos títulos tan formidables pero lo cierto es que siempre han estado presentes en mi memoria y forman parte integral de mi propia formación como cineasta y como cinéfilo desde mis primeras incursiones en el mundo de la dirección", confesaba, en 1998, en las páginas de Cahiers du cinéma cuando la mítica revista francesa le pidió que ejerciera de redactor jefe de su número 500, sin cortapisas ni prescripciones de ningún tipo. "Todos tenemos una deuda, recalcaba, con la historia del cine y con muchas de sus más admiradas figuras. Sin su legado jamás hubiera alcanzado el estatus profesional que me ha permitido elegir los proyectos que más he deseado."

A través de aquella original experiencia, recogida en España por el sello Paidós en su tristemente desaparecida colección La memoria del cine, el director neoyorquino consigue interrelacionar, como vasos comunicantes, el clasicismo hollywoodiense con la modernidad europea, la tradición con la ruptura, en una serie de textos que contribuyen a esclarecer el boom creativo en el que desembocó el cine tras el alumbramiento en toda Europa de los nuevos cines y el consiguiente acuse de recibo de la industria estadounidense con rúbricas tan prestigiosas como las de Francis F. Coppola, Arthur Penn, Paul Schrader, Brian de Palma, Stanley Kubrick, Terrence Mallick, William Friedkin, Hal Ashby, Robert Altman, Norman Jewison, Peter Bogdanovich, Roman Polanski o Mike Michols.

Pues bien, el estreno, el pasado fin de semana, de Silencio (Silence, 2016), su último filme, un excelente drama de tono introspectivo acerca de la persecución de los jesuitas en el Japón del siglo XVII sobre el que ya se han vertido los veredictos más dispares, algunos -hemos de destacarlo- fruto más de la visceralidad que de una reflexión serena y objetiva, ha vuelto a situar su figura en el epicentro de la actualidad y en la diana de millares de críticos que se afanan, como sucede siempre con la obra de los grandes creadores, en la observación minuciosa de sus posibles contradicciones como fiscal inclemente de universos oscuros, violentos y malsanos y en una nueva forma de mostrar las profundas fisuras morales que anidan en las entrañas de la sociedad norteamericana.

Certificado por algunos analistas como un cine esencialmente violento, radical y convulso, elogiado hasta el delirio por quienes ven en él la combinación más equilibrada entre la modernidad y el clasicismo, la obra de Scorsese, iniciada en 1963 con el cortometraje What´s a Nice Girl Doing in a Place Like This?, se resiste con dureza a cualquier intento de simplificación. No solo porque en ella palpita un sólido espíritu inconformista, sino por la complejidad y coherencia que destilan sus continuas invectivas contra una sociedad asediada por la corrupción, el engaño y las ansias de poder, esa misma sociedad que retrató con admirable maestría el gran Coppola en su popular trilogía sobre El padrino, preclaro antecedente por cierto de algunos de los mejores filmes del director neoyorquino.

Así pues, su perfil, como los de la inmensa mayoría de sus compañeros de filas en el movimiento conocido como el New Hollywood, podría definirse como el de un gran innovador que se alimenta también de las corrientes alternas del cine clásico para esbozar sus agrias y ávidas radiografías sobre el mundo del hampa. Un auténtico demiurgo capaz de las mayores audacias, siempre y cuando sus proyectos no vengan hipotecados por las exigencias comerciales de una gran compañía o, lo que es peor, por el inadecuado enfoque de un tema que le toca demasiado de cerca, como el que reflejan las imágenes de Kundun (Kundun, 1998) o de La última tentación de Cristo (The Last Temptation of Christ, 1988), dos títulos que rechinan como una tiza sobre un encerado en su espléndida filmografía por ese viejo apego de exseminarista al pensamiento trascendentalista y al siempre vidrioso asunto de la redención en un mundo contaminado por la ambición, el rencor y la intolerancia. Curiosamente, con Silencio vuelve a pisar esos mismos jardines aunque, en esta ocasión, empleando la dialéctica de la confrontación entre dos civilizaciones no tan diferentes como nos las han pretendido mostrar desde ambos bandos.

Conviene insistir que, además de un creador de primera línea, Scorsese siempre ha sido, tal y como lo ha revelado en numerosas entrevistas, un cinéfilo bulímico que disfruta y aprende con el trabajo de los demás, y por lo tanto un cineasta en permanente estado de alerta frente a lo que se va cociendo a su alrededor. De ahí que, pese a sus esporádicos dislates fílmicos, seguiremos aguardando al Scorsese más categórico, emblemático y expresivo, al Scorsese, en resumidas cuentas, de Taxi Driver, Uno de los nuestros, El color del dinero (The Color of Money, 1986) y de tantas obras maestras que nos han reafirmado en nuestra convicción de que su obra constituye, para gloria de la cultura universal, una de las herencias más valiosas del cine de nuestro tiempo.

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