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CONTRA LOS PUENTES LEVADIZOS

Querido diario

Los devotos del neurólogo y escritor inglés Oliver Sacks están (estamos) de enhorabuena

Oliver Sacks escribiendo en su diario. LP / DLP

Los devotos del neurólogo y escritor inglés Oliver Sacks están (estamos) de enhorabuena. La editorial Anagrama acaba de reeditar Diario de Oaxaca, donde narra la excursión que realizó, cuaderno en mano, a la histórica ciudad mexicana en compañía de otros miembros de una sociedad de aficionados a los helechos, a semejanza de los viajes que hicieron el naturalista inglés Alfred Russel Wallace por el Archipiélago malayo o el alemán Alexander von Humboldt por América del Sur y Centroamérica, en busca, acaso, de una noción ya casi inaprensible de paraíso. "El paraíso", leo en el Diario (1887-1910) de Jules Renard, "no está en la tierra. Pero hay fragmentos. En la tierra hay un paraíso roto".

En Diario de Oaxaca, la mirada de Sacks no puede reprimir la admiración por casi todo, pero lo que más llama la atención es su necesidad de llevar un diario: "Es posible que el motivo principal sea aclarar mis pensamientos, organizar mis impresiones en una especie de narración o relato, y hacer esto en tiempo real y no en retrospectiva, ni tampoco transformado imaginativamente, como sucede en la autobiografía o la novela [...] Ni siquiera he intentado darle un título adecuado. En mi cuaderno de notas era el diario de Oaxaca y en Diario de Oaxaca se ha quedado". ¿Qué hay detrás del gusto de Sacks por llevar un diario? Muchas cosas, pero sobre todo una: "Si has perdido el día, piénsalo, y no lo habrás perdido". La cita no es de Sacks, sino de Renard.

Decía Ambrose Bierce, en El diccionario del diablo, que el diario es "el registro de esa parte de nuestras vidas que podemos contarnos sin enrojecer". Tal vez sea esta una de las razones que explican la franqueza absoluta de algunos diaristas. Renard, sin ir más lejos, no escatima en su Diario la alusión al sexo o pasajes eróticos como el siguiente, fechado el 18 de octubre de 1896: "Usábamos mal la boca. Ella, igual que yo, no sabía usar la lengua. Sólo podíamos darnos besos insatisfactorios, en las mejillas o en las nalgas. Le hago cosquillas en el trasero con una pajita. Luego, me dejó. No recuerdo que su marcha me apenase. Sin duda para mí fue una liberación, ya entonces no me gustaba vivir realidades: prefería vivir de recuerdos".

A diferencia de Renard, John Cheever, autor de Falconer, sólo se sentía vivo cuando abandonaba a su mujer, con cualquier pretexto, y caía en los brazos de su amante masculino. No fue hasta la muerte de Cheever, en 1982, que su mujer descubrió la magnitud del engaño en sus Diarios, repartido en veintinueve cuadernos: "Me enamoré de M en un cuarto de hotel de sordidez inusual. Su aire de seriedad y responsabilidad, las gafas de miope y su apostura serena despertaron en mí un amor profundo, y a la noche siguiente lo llamé desde California para expresarle mis sentimientos. [...] Hace poco, cuando volvimos a encontrarnos, corrimos al dormitorio, más próximo, bajamos los pantalones del otro, asimos la polla del otro y tragamos la saliva del otro".

El asunto del diario es siempre la emoción más urgente, por eso carece de "la odiosa premeditación de la novela", como escribió André Breton, y repetía hasta la saciedad Francisco Umbral en Diario político y sentimental: "El tiempo de la novela es un tiempo falso, convencional, parado, del que dispone el autor como de un capital, mezquinamente".

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