La Provincia - Diario de Las Palmas

La Provincia - Diario de Las Palmas

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Entrevista

"Es increíble nuestra capacidad para adaptarnos a la guerra"

Velibor Colic es novelista y autor de 'Manual de exilio'

Velibor Colic.

Usted pasó de la noche a la mañana de ser poeta y tener un programa musical de radio a ser reclutado por el Ejército a la fuerza. ¿Cómo recuerda ese momento preciso en el que le sobrevino la ruptura de la normalidad?

La guerra es violenta, absurda, sangrienta? Pero la capacidad del hombre para adaptarse a ella es increíble. Muy pronto, como tanta otra gente, empecé a vivir la guerra como una evidencia. Con otras reglas, por supuesto, pero en cualquier caso con reglas. Durante algunos meses fui soldado en contra de mi voluntad. Después deserté del, llamémosle así, Ejército "republicano" (bosnio). Entonces dejé de ser un soldado. Ya no era nada. Era el desertor.

Un peldaño más hacia el abismo.

El 23 de julio de 1992, en un estadio de fútbol reconvertido en campo de internamiento, aprendí una palabra que era aún "peor" que la palabra "desertor". "Traidor", me soltó un oficial croata. "Eres un traidor de mierda. Es que no sé si estoy soñando o qué", decía. "¡Un croata en el ejército de los moros!". Yo no decía nada. "Antes de la guerra era un hombre", pensaba, "y ahora me he convertido en un insulto".

¿Cómo eran las condiciones de vida en el campo?

Estaba encerrado en un estadio de Slavonski Brod, una ciudad croata que de repente se había convertido en frontera, con otros 3.000 hombres: musulmanes bosnios, serbios y algunos "traidores" croatas como yo. Lo que hasta entonces no eran más que escupitajos de vieja loca se transformaron en las porras de nuestros vigilantes. Era ahí, en el odio visceral, en mi nariz rota, en mi mandíbula dislocada, donde residía toda la diferencia entre esas dos palabras: desertor y traidor. El resto casi carecía de importancia: los pantalones sin cinturón, los zapatos sin cordones, la cabeza rapada. Mi vigilante me humillaba. Me golpeaba con la culata de su Kalachnikov o con sus botas militares. Yo iba acumulando las heridas y me callaba. Sabía que ya no significaba nada para nadie. Sólo era una sombra entre otras sombras, ni siquiera un prisionero. Era un desertor y un traidor.

¿Cuándo empezó a temer que las conmociones políticas desembocasen en una guerra?

Tardé en hacerlo. Es muy complicado analizar las cosas cuando se las tiene tan cerca. En esa época, el ascenso de los nacionalismos se hacía evidente. En cierta manera estaba de moda. Tras más de cuarenta años de comunismo, tocábamos "la libertad". La verdad es que no tengo excusa, salvo tal vez mi relativa juventud, 28 años, pero no vi nada. Para mí el nacionalismo era sólo una fase necesaria para alcanzar la democracia. Por desgracia, estaba completamente equivocado.

Cuando por fin llegó a Francia como refugiado, ¿le quedaban tiempo y fuerzas para seguir los acontecimientos de Bosnia? O la necesidad de olvidar le empujaba a no querer saber nada de lo que había dejado atrás.

La contradicción, una magnífica contradicción, se resuelve en la escritura. Recordaba y, para olvidar mejor, escribía. Es un equilibrio frágil, un ejercicio peligroso. ¿Se da cuenta? Pasar por la memoria para olvidar.

Veinticinco años después, ¿cuáles son los recuerdos de aquellos primeros días que más le duelen? ¿Lengua, memoria, miseria material, sentir que se es invisible para los franceses?

En realidad, lo más duro no tiene que ver con mi llegada a Francia sino con el paso de las fronteras. Ese fue el momento en el que entendí que era un refugiado. El 20 de agosto de 1992, en la frontera eslovena, tras ser soldado, desertor y traidor, mi biografía se había completado con una cuarta palabra. Me sentía muy incómodo, y sudaba, delante de aquel joven aduanero esloveno. Él tenía un uniforme bonito, un país, una casa y tres comidas al día. Su sonrisa era irónica. También él lo sabía, podía leerse en mi rostro: yo era el soldado, el desertor, el traidor y, ahora, además, era el refugiado. Menos que nada.

Y le tocó atravesar varias fronteras.

Todavía estaba en la primera de las cuatro que me separaban de mi exilio en Francia. Evidentemente no tenía "nada que declarar". Salvo un cuerpo dolorido, una cicatriz en la nariz, tres dientes rotos y mi cabeza rapada de prisionero. Un pasaporte yugoslavo, algunos libros, una toalla verde claro, una bolsa de deportes sucia y vieja, un tubo de dentífrico, un jabón y un neceser de afeitado que le había cogido a mi padre. Un chándal verde que no era de mi talla, dos bolígrafos, un walkman blanco que apenas funcionaba y dos casetes: Magic and Loss, de Lou Reed, y Grandes éxitos de Leonard Cohen. Un cinturón militar y una cartera en bandolera, de similpiel, comprada en Sarajevo en 1983. Además de un visado que me autorizaba a permanecer 26 días en Francia. "Nada que declarar, señor aduanero", le dije. "Nada. Sólo el rostro del que se va". "Vale, puedes pasar" , me dijo. "Pero no vuelvas".

¿Y ha vuelto? ¿Qué siente por su antigua patria?

Mi país y yo nos hemos perdido el uno al otro. Mis verdaderas visitas están en mis libros.

Ha escrito en 'Manual de exilio' que todos los días, hacia las cuatro de la tarde, dejaba sus planes de suicidio para el día siguiente. ¿Perdió muchas veces la esperanza de salir adelante?

Continuamente. No estaba preparado, nadie está nunca preparado para el exilio. Es un combate gigantesco, un trabajo de Sísifo. Volver a subir, volver a empezar, todas las mañanas. Aunque parezca extraño, la idea del suicidio me ayudaba a continuar. El lunes por la mañana me decía: "Vale, tiro la toalla. Me suicido el viernes que viene". Y era como un milagro: mi vida se volvía más fácil, ya no me importaba nada. Aguantaba la semana con más facilidad. Era un futuro suicida, así que?

Europa se escabulló de sus obligaciones morales hacia los yugoslavos. Hoy lo vuelve a hacer con los sirios.

Pienso que el refugiado es nuestro espejo. Si tenemos odio en la mirada, se va a reflejar en él, igual que si tenemos amor.

Compartir el artículo

stats