La Provincia - Diario de Las Palmas

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arquitectura

La destrucción del patrimonio moderno

Casa de la Colonia ICOT (1937) en Ciudad Jardín, diseñada por Miguel Martín, alterada con respecto a su diseño inicial por un cerramiento del jardín que amplía las dimensiones de la vivienda. Se trata de una modificación habitual en los proyectos originales del arquitecto, pese a la protección de las mismas. QUIQUE CURBELO

Cuando se viaja por Europa se puede contemplar la notable diferencia que hay entre algunas zonas de las grandes ciudades de los países democráticos y otras de aquellas que estuvieron situadas detrás del Telón de Acero. La diferencia más notable (más evidente aún en los años inmediatos a la caída del Muro de Berlín) estriba en que en estas se había mantenido la imagen intocada de los barrios tal como eran antes de la Segunda Guerra Mundial (aquellos que se salvaron de las bombas, claro). Bajo el régimen comunista, en cambio, no existió el empuje económico y especulativo que fue transformando paulatinamente, antes de su protección, la imagen de amplias zonas históricas de las ciudades de Europa Occidental, dejando paso a otra nueva ciudad algo distinta de la antigua, que iba quedando sólo en el recuerdo de los más ancianos y en las fotografías de época.

En España, la cultura arquitectónica (con excepción de la que entraba dentro de la Historia del Arte, que se acababa a finales del XIX) no ha sido especialmente protegida hasta tiempos relativamente recientes, por lo que la destrucción de zonas y edificios antiguos de muchas ciudades ha sido quizá más acelerada que en otras ciudades europeas, donde el concepto de protección empezó bastante antes.

Pero no queremos hablar aquí solamente de la destrucción de los cascos históricos, algo afortunadamente detenido ya por las reglamentaciones municipales, autonómicas y nacionales, sino de la pérdida de edificios y zonas en nuestras ciudades que, por no tener un carácter histórico, quedaron fuera de esa protección.

Cualquiera que hace más de veinticinco años viajara a Madrid, recordará un edificio, junto a la vía de acceso desde el aeropuerto a la capital, que captaba nuestras miradas por lo original de su estructura. Gustaba a todo el mundo y tenía incluso un apodo que le puso la gente: la Pagoda. Eran unos laboratorios farmacéuticos diseñados por el desaparecido arquitecto Miguel Fisac. Y sin duda muchos recordarán cuándo ese edificio, al que el viajero y los habitantes de Madrid ya se habían acostumbrado integrándolo en su memoria, desapareció, sin previo aviso, un buen día a finales del siglo XX.

¿Cómo es que una pieza tan importante de la arquitectura española de mediados los años sesenta pudo desaparecer sin que nadie hiciera nada? Muy sencillo: porque se podía. Era propiedad privada y no había prohibición alguna que se lo impidiese a su dueño.

No ha sido este un caso aislado. Edificios importantes de nuestra historia moderna han desaparecido por parecidas razones. Hace apenas dos meses el último en caer fue la Casa Guzmán, una importante vivienda unifamiliar de los años 70, de Alejandro de la Sota, en la provincia de Madrid, porque a su dueño no le gustaba, y en su lugar construyó una especie de palacete francés. Y más cerca de nosotros, aún no ha caído, pero caerá, el Hotel Oasis en Maspalomas, de los arquitectos Corrales y Molezún, con Manuel de la Peña, una pieza clave de la arquitectura del turismo de finales de la década de los sesenta del siglo pasado, incluida en el Docomomo (Documentación y Conservación de edificios del Movimiento Moderno) desde 1996, figurando también en el Catálogo Inicial de Edificios del Plan Nacional de Patrimonio del Siglo XX. Pieza no sólo importante por su arquitectura en sí misma, sino por la delicadeza y sensibilidad con la que se integra en el entorno natural del palmeral de Maspalomas y su discreta conexión con la costa, así como por su correcta relación con la pieza emblemática del Faro (ya destruida por los hoteles y comercios construidos en su entorno). Pero quizá todo esto no vaya a ser suficiente. Los intereses económicos de unos y otros superarán (parece que siempre superan) a los culturales.

Es curioso que ese sentido de respetar las obras de arte (y la arquitectura, no sólo la antigua, debería seguir siendo considerada así) sólo se entiende para las otras artes. A nadie se le ocurriría que se pudiera destruir, por capricho del dueño, por muy nuevas que fueran, una pieza conocida de Anish Kapoor o de Richard Serra (dos de los artistas actuales más reconocidos), sin que temblara el mundo del arte. Sin embargo esto pasa constantemente en el mundo de la arquitectura.

La explicación siempre es la misma: ´no estaba protegido´.

¿Y por qué no están protegidos edificios de notable arquitectura de nuestra historia reciente? Porque parece que sólo lo antiguo merece esa consideración. Nuestra historia arquitectónica empieza a ser protegida pasados casi cien años después de su construcción, y todo lo que está entre medias es prescindible. Quizá se entienda que solo el tiempo, dentro de esa manera de pensar, convierte algo en intocable, sin que para ello baste solo su valor arquitectónico, independientemente de su antigüedad. Además, ese concepto de conservación del patrimonio arquitectónico es muy reciente. Apenas en la mitad del los años sesenta del siglo pasado, se podía demoler un edificio del siglo XVIII o modernista en la calle Triana y sustituirlo por un desalmado (en su sentido más literal) muro cortina, sin que nadie pudiera evitarlo, y lo que es peor, sin que a nadie pareciera importarle. Hubo que esperar a la realización del primer Plan Especial de Protección Vegueta-Triana (Pepri) de 1986, redactado por los arquitectos Luis Alemany y Faustino García Márquez, con el que se pudo rescatar a tiempo el Casco Histórico de Las Palmas, en riesgo por falta de protección, a pesar de haber sido declarado Conjunto Histórico-Artístico Nacional desde 1973.

Más aún, gracias a la iniciativa de una persona (no a un sentir general ni a una reivindicación cultural de la sociedad), en este caso el desaparecido arquitecto y catedrático Sergio Pérez Parrilla, que hace su tesis, publicada en 1977, sobre la arquitectura racionalista de Miguel Martín Fernández de la Torre, se pone en valor esta arquitectura en nuestras ciudades. Aun así, no es hasta el Plan General de Ordenación Urbana de 1989, con la aprobación de su Catálogo de Protección, realizado en 1986 de la mano de Eduardo Cáceres, Manuel Martín y Saro Alemán (todos ellos vinculados a la Escuela de Arquitectura), cuando se amplía la protección de edificios en Las Palmas a otras zonas de la ciudad, fuera de las históricas, y se protege no sólo la arquitectura racionalista, sino otras edificaciones consideradas valiosas. Aunque ninguna de nuestra historia más reciente.

Lamentablemente, no basta con que algo se haya protegido para salvarlo de la destrucción. Bastantes ejemplos hay de ello, empezando por los almacenes Woermann que fueron demolidos, en fin de semana, por quien los había protegido. En tiempos recientes el Colegio de Arquitectos de Canarias mantuvo una lucha con otra institución pública que, a pesar de haberlo protegido, quiso demoler el Estadio Insular, grabado como referencia cultural en la memoria de los ciudadanos, además de ser una pieza única de la arquitectura industrial de los años cuarenta, para hacer un aparcamiento y un centro comercial disfrazados de parque.

Y volviendo a la arquitectura racionalista de Miguel Martín Fernández de la Torre, en Ciudad Jardín y en el Monte Lentiscal, la desidia o la falta de instrumentos, técnicos o legales, para hacer cumplir la reglamentación, hacen que aparezcan casos sangrantes de destrucción del patrimonio. Y la destrucción, sólo en su caso más extremo, es la demolición del edificio. Hay formas igualmente perniciosas de destruir, como son el abandono del edificio (piénsese en la Casa del Niño en el barrio de San José), o las intervenciones inadecuadas que modifican el carácter original de la pieza (como ocurre con algunas casas racionalistas de la emblemática Colonia ICOT en Ciudad Jardín).

Naturalmente es necesaria una reglamentación para evitar la pérdida del patrimonio pero, como hemos visto, no basta. Tan necesaria como la existencia de una normativa específica es la concienciación de la sociedad sobre la importancia de mantener esos testigos de la historia que son los edificios, barrios o conjuntos valiosos que dan forma y carácter a nuestra ciudad, sean de la época que sean. Si la sociedad no lo demanda no servirá de nada proteger. Si hay un interés fuerte detrás, del signo que sea, se buscarán los argumentos para desproteger lo protegido, cuando no para, simplemente, saltarse lo legislado.

Es importante reflexionar sobre el hecho de que muy a menudo se protegen las reformas que se inician legalmente, pero no se hace un seguimiento de las actuaciones que, por ser ilegales, pasan inadvertidas o, de no hacerlo, las instituciones públicas no están dotadas de los mecanismos, técnicos y legales, para obligar al cumplimiento de los criterios de protección. Un ejemplo paradigmático de esto es el estado de algunas de las edificaciones racionalistas de Ciudad Jardín. Incluso está en riesgo el carácter del propio barrio, con el que debería de extremarse el nivel de protección para que no pierda su sentido original. Abundan los muros exteriores de extraño diseño, los recercados de ventanas de piedra de Arucas, los arcos sobrepuestos, los aleros de teja árabe, las construcciones ilegales sobre cubierta, o en los retranqueos, variando la densidad y la forma urbana, la desaparición de los jardines, enlosetados y talados, cuando no directamente construidos, en espera de que prescriba la obligación de demolerlo.

Y también debemos señalar que nos encontramos con el problema añadido de que, si queremos proteger algo del patrimonio moderno, lo nuevo no siempre es fácilmente aceptado por la ciudadanía.

Incluso el racionalismo, que fue aceptado y promovido de buen grado por una burguesía canaria ilustrada en los años 20 y 30, fue luego rechazado por las nuevas tendencias regionalistas y conservadoras en los años de posguerra, y más tarde por un fomento del tipismo, auspiciado por un nacionalismo mal entendido. Aún hoy en día, el racionalismo es considerado, por amplias capas de la sociedad, como un estilo frío y poco humanizado, a pesar de que, en su origen, obedecía a un concepto social de diseñar casas más saludables, con mejor iluminación y ventilación para sus habitantes que las tradicionales.

Es pues necesario que alguien dé el empuje para que se empiece a considerar el patrimonio moderno, más allá del racionalista, como valioso. Como un bien a conservar. Naturalmente hay que señalar lo que merece la pena ser conservado, de lo que mejor sería que se demoliera (y de esto último hay ejemplos en abundancia).

La herramienta sería que un equipo interdisciplinar empezara la selección, que será incompleta, criticada, mejorable, pero que siempre será mejor que tenernos que lamentar cuando un edificio, que ya ha está asentado en la ciudad y pertenece a ese imaginario colectivo que lo ha aceptado, un día desaparezca haciendo perder parte de su identidad a una zona que ya había encontrado su lugar y su imagen.

Existe en la actualidad una iniciativa del Colegio de Arquitectos de Gran Canaria para hacer una Guía de Arquitectura Moderna de Las Palmas, que entre otras cosas es la única ciudad de España que carece de ella, hecho que debería de hacernos reflexionar como sociedad.

Quizá sea este un punto de arranque, al que deberían de unirse otras administraciones, para que, a partir de ahí, podamos establecer un catálogo de conservación también de lo moderno.

En todo caso en la prevención de la demolición de obras importantes de nuestro patrimonio moderno, si ni los poderes económicos, ni la presión social, ni las instituciones, apoyan su protección, se forma un trinomio, nunca mejor dicho, realmente demoledor.

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