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En la encrucijada

En 'Desde otro mar', Nilo Palenzuela rinde tributo a Carrera Andrade, Jorge Enrique Adoum y otros autores ecuatorianos

En la encrucijada

Ningún país del litoral del Pacífico sudamericano ha conocido tanto ni tan prolongado ostracismo cultural y literario como Ecuador. A diferencia de sus llamativos vecinos, Colombia y Perú, y extensible a Chile, es el único que no sólo no cuenta con alguna inclusión en los más importantes galardones o nóminas de la literatura hispana (incluso hay flamantes premios Nobel en aquellos tres), sino que tampoco resulta fácil la sola memorización de un puñado de nombres propios más allá de sus costas, frondas y abruptas serranías. El escritor y profesor de la Universidad de La Laguna Nilo Palenzuela hace, en Desde otro mar (Mercurio), un elocuente y esclarecedor recorrido, a través de la obra de cinco autores clave, que podría funcionar muy bien como un breviario de la literatura ecuatoriana del siglo XX, donde se da cuenta de su compleja proyección hacia el exterior (hacia este mar, por ejemplo) y su repliegue en el origen.

Aquel ostracismo en la proyección literaria resulta especialmente chocante en la segunda mitad de centuria, si se tiene en cuenta el sentido "cósmico" y "errabundo" que otorgan a sus obras respectivas los dos poetas abordados, Jorge Carrera Andrade (1903-1978) y Jorge Enrique Adoum (1926-2009), quienes, además, vivieron periodos de trastierro, que, al contraste con la memoria del origen, marcaron a fuego su obra. "La poesía surge [en ellos] de un estado de errancia", define Palenzuela al Andrade de Libro del destierro ("Te reconozco viento del exilio (...) Me persiguen sin tregua tus silbidos / y borras mis pisadas de extranjero"), escrito entre París y Nueva York, y publicado en Dakar (1970) y al Adoum de Prepoemas en postespañol (1979), escrito, asimismo, en su largo trastierro parisino, y que contiene este epitafio nómada: "Trasterrado de un continente al otro del otro desterrado".

Pese a su diferencia de edad, ambos atraviesan el ecuador del siglo XX con la suficiente holgura para pasar de una concepción de la poesía como "poder demiúrgico y transformador" a un desencanto absoluto al respecto. Y, como en una ilustración compartida, ambos Jorges coincidirán, curiosamente, en el París de las barricadas del Mayo del 68, cuyo fracaso sentencian -"Lluvia en junio ironía del verano / París vuelve a tejer sus monumentos", dirá Andrade; y Adoum, que, de un modo más severo, había abrazado el marxismo para contrarrestar el fundamentalismo cristiano de su padre, de origen libanés, dará cuenta de la escisión final y venidera; "El yo que creí haber sido no ha sido sino y/o", dirá en el poema Y/O").

En ambos, el origen ha pesado como una losa, y tanto más cuanto ellos se sienten zombis en el exilio, que han dejado atrás la firmeza del "suelo equinoccial". Carne secularmente verbalizada por el otro -del conquistador al "encomendadero"- en realidad, en el principio fue el indio. Este es el asunto que vertebra el ensayo de Nilo Palenzuela. Tras la bisagra del medio siglo, estará presente en ambos poetas; en el Andrade de Crónica de Indias (1965) (que aspiraba, hermosamente, a fundar "una república de pájaros sobre la armadura de los conquistadores") y que en los mismos foros en que Leopoldo Senghor ondea la bandera de la negritud, él hace lo propio por "la dignidad de los indígenas". Y prevalecerá, como única certeza en Adoum, cuando afirma: "Le pedí consejo al indio, a sus manos / que saben más que yo la verdad de la tierra", en Notas del hijo pródigo, de 1953.

Curiosamente, en ese mismo año, un anuncio publicado en el diario El comercio de Quito, dice: "Pequeña hacienda cerca de Cayambo, productora de papa, trigo, cebada, con yuntas, arados extranjeros, indios, desea darse en arrendamiento"... Es un buen clavo para cerrar la bisagra de la primera mitad del siglo, donde Palenzuela hilvana, con el indígena, asimismo, como telón de fondo, la obra de otros tres autores ecuatorianos: Jorge Icaza (1906-1978), Adalberto Ortiz (1914-2003) y Pablo Palacio (1906-1947). Si la finca que se ofrece en arrendamiento tiene todavía "indios y arados extranjeros", es que se desoyeron las tramas de Juyungo (1943), de Ortiz, y de Huasipungo (1934), de Icaza, novelas de diez y veinte años atrás.

Aun esquematizada por el compromiso del realismo socialista, en Huasipungo Jorge Icaza "construye un espacio innovador: el indigenismo", subraya Palenzuela; y además, en uno de las pioneras combinaciones experimentales, la redacción en español se entremezcla con el quechua. Sienta las bases, "aunque con cierta limitación ideológica" todavía, para la peripecia del relato de Juyungo. Historia de un negro, una isla y otros negros, que Adalberto Ortiz publicará un decenio después. El vínculo entre explotadores y explotados, se vuelve ahora más "complejo y polifónico", sin que la radical critica socio-política eclipse la invención poética ("... relucen los machetes lo mismo que ríos rutilantes de sol a sol"). En la región de Esmeraldas, próxima a la costeña Guayaquil, un relieve inédito adquiere ahora el mundo afroecuatoriano. También aparecen el hacendado gringo y los colonos blancos como explotadores. Pero frente al maniqueísmo que suele presidir los relatos de compromiso socio-político, como Huasipungo, Palenzuela destaca aquí la propia rivalidad entre indios y negros ("?donde entierra cayapa, no entierra juyungo"). Y, con novedoso enfoque, Ortiz habla, inclusive, de la brutalidad de los negros sobre los blancos, pues, entre ellos, por ejemplo, "no faltaba quien ponderara lo bueno que era violar mujeres blancas".

El pentagrama ecuatoriano de Palenzuela se completa con el análisis de los relatos de Pablo Palacio Debora (1927) y Vida del ahorcado (1932), de un radical vanguardismo. El primero está escrito en clave surrealista, que hace decir al narrador, por ejemplo, que "las páginas desfilan como hombres encorvados que han fumado opio", o que "la novela se derrite en la pereza y quisiera fustigarla para que salte". Y en Vida del ahorcado multiplica aún más sus fragmentarias obsesiones eróticas. Está protagonizada por una tal Ana (semejante, conjeturamos, a la surreal María Ana de Crimen de Agustín Espinosa, publicada dos años después); pero lo relevante es que tanto ella como Débora son obsesiones incardinadas en el Quito real. En un universo altamente dogmático y polarizado, el autor utiliza el vanguardismo para reírse por igual de burgueses y bolcheviques, explica Palenzuela. Con un discurso de "lúcida alucinación" desmantela a "gemebundos" y "neogemebundos" como llama a reaccionarios y revolucionarios, que "se enseñan los dientes". "La novela se adentra con Palacio en el espacio de la fragilidad del ser contemporáneo", define Nilo Palenzuela, sugiriendo la apertura del círculo que, a finales de siglo, cerrará Adoum con aquel yo ("Y/O") escindido.

Y, como cabal bisagra, en el ecuador no sólo de la literatura ecuatoriana sino de las letras hispanas, está esa escena indeleble en la casa del pintor Oswaldo Guayasamín, en Quito, en la redonda fecha de 1950. En torno a su cuadro Origen, varios poetas ensayan una composición colectiva, "Vasija de barro". Abre el poema Carrera Andrade de este modo: "Yo quiero que a mi me entierren / como a mis antepasados / en el vientre oscuro y fresco / de una vasija de barro". Y lo remata Adoum: "De ti nací y a ti vuelvo, / arcilla, vaso de barro; / con mi muerte yazgo en ti, / a tu polvo enamorado"... Y así, hasta dar con otro mar.

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