La Provincia - Diario de Las Palmas

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Lugares en el tiempo

Retorno literario con el paso de los años a una Roma plagada de turistas-kamikazes

Tumba de Gramsci en el 'Cimitero Acattolico'.

Con los viajes ocurre un poco como con los libros. Cuando lees un libro siendo muy joven y te entusiasma, pasa que lo relees años después y te resulta un tostón infumable. Cuando visitas un lugar siendo más joven, puede que te parezca un sueño. Pero cuando quince años más tarde vuelves a él, te defrauda estrepitosamente. Esto es lo que me ha ocurrido con Roma. La distancia del tiempo cambia tu gusto por las cosas. ¿O son las cosas las que cambian con el tiempo? Yo creo que debe haber algo de ambas. Nuestra mirada cambia la visión del paisaje porque nosotros también hemos cambiado con los años. No somos los mismos que cuando teníamos 20 años. Pero el lugar, a fuerza de todas las miradas que se depositan en él, termina también transmutándose. No sé si esto es bueno o malo. Supongo que depende. Depende de si el cambio es para bien o para mal. Aunque esto es igualmente un criterio arbitrario que impone nuestra subjetividad.

Lo cierto es que por esta razón he renunciado a volver a unos cuantos lugares. Lugares de los que la retina guardaba el recuerdo de un paisaje urbano indeleble. De sonidos que sólo puedes escuchar hurgando en tu memoria, de olores y sabores que te transportan a ese lugar remoto en el tiempo. Así me ha sucedido con Roma, Paris, Venecia, Florencia, Praga?

Lugares que conocí casi incólumes, sin riadas de turistas, sin grandes aglomeraciones, sin colas interminables para visitar qué sé yo que monumento.

En fin, el otro día no me ha quedado más remedio que volver a Roma. [Fue con motivo del homenaje a Jaime Llinares en el Instituto Cervantes en esa capital, el cual tuve el honor de presentar. Más información en última página del Cultura]. He vuelto con la desconfianza que asalta al viajero al retornar a un lugar conocido de antaño. Del que ha escuchado cosas horripilantes, desde la visión estereotipada de la memoria que guarda. Casi tapándote los oídos para no escuchar el estruendo del impacto visivo de las cosas nuevas que colisionan con los recuerdos. De manera que la experiencia se convierte en un paseo por la nostalgia.

En efecto, el café de San Eustaquio era entonces un lugar apacible donde se tomaba el mejor café con panna de toda Roma. Situado frente a la iglesia del mismo nombre, cuyo frontispicio lo corona una cabeza de ciervo con su gran cornamenta y en la que los romanos -que son muy supersticiosos- jamás se esposan, ahora está atestado de turistas que visitan el lugar al reclamo de una guía. El entonces solitario portal del Priorato de los Caballeros de la Orden Malta en Monte Aventino, por cuyo ojo de la cerradura no podría pasar un camello pero sí la cúpula de San Pietro que se asoma a lo lejos -la misma que retrató Paolo Sorrentino en La gran belleza- ha sido tomado por grupúsculos de turistas-kamikazes de selfis.

Una de las cosas más apasionantes de Roma es algo que muchas veces pasa inadvertido. No son sus ruinas ni sus monumentos ni el Foro imperial ni sus museos ni las casi mil iglesias que se erigen en toda la urbe. Lo que más me ha sorprendido siempre de Roma son el caos y los contrastes. De cómo coexisten en medio del desorden casi tres millones de almas y no se sabe cuántos turistas, automóviles y motorini con todos los rastros de un pasado visible que hunde sus huellas como cicatrices en la tierra. Donde pueden juntarse una calle moderna con los restos de una calzada romana de hace más de dos mil años, como la Vía Apia antigua, por donde hasta hace unos años circulaban todavía los coches. Donde aún te puedes encontrar a los vecinos sentados en los bancos de una de las plazas de El Gueto (el barrio judío) que se reúnen a hablar y relacionarse, cara a cara. (Algo tan sorprendente como inusual en una gran ciudad y en una época en las que las relaciones sociales se colman a través de los bits de un wasap). O cuando conocí a un tal Ruffini, el escultor que tenía su fragua para forjar sus esculturas en una de las torres de las murallas Aurelianas (hasta que fue desahuciado por el Ministerio de los Bienes Culturales). El mismo taller que ocupó su padre -también escultor-desde los tiempos de Mussolini. O la tumba de Antonio Gramsci que reposa indiferente al caos de los alrededores en el cementerio ecuménico, en Pirámide.

El sempiterno Mister Ok (ahora con una larga cabellera blanca) continúa a zambullirse cada capodanno en la pestilentes aguas del Tíber desde el Ponte Cavour. Mister Ok saltó a la fama con aquel filme protagonizado por Nino Manfredi que por amor se bota a las gélidas aguas del Tevere para intentarse suicidar y es rescatado por Maurizio Palmulli, que es como -según he sabido ahora- se llama realmente Mister Ok.

La Bocca della Verità, de polígrafo ancestral que popularizaron Gregory Peck y Audrey Hepburn en Vacaciones en Roma, ha quedado reducido a un inocuo artilugio de piedra para cazadores de selfis.

En Botteghe Oscure, la mítica calle que albergaba la sede central del PCI y que por metonimia pasó a nombrar a la dirección del partido, en su día custodiada por una pareja de carabinieri a la entrada, ya no luce el emblema comunista. El lugar es ocupado hoy por varias oficinas de distintas entidades financieras.

En Campo dei Fiori los crisantemos ya no lloran por Bruno, sino por las hordas de turistas que apostados en las terrazas ignoran la presencia del Giordano.

Algunas cosas han cambiado en esta ciudad eterna que no acaba de envejecer nunca. De los lugares viejos, tal como eran, sólo restan los recuerdos. Aquellos que permanecen intactos, alejados de las miradas que lo transmutan todo. Lugares que en el tiempo nos resultan entrañablemente familiares.

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