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Jorge Rodríguez Padrón, mirador oblicuo

Está en la tradición de dilucidar no tanto lo que Canarias sea, sino el tipo de mirada que desde ella se puede lanzar al mundo

Jorge Rodríguez Padrón. LA PROVINCIA/DLP

Iré directo al meollo del asunto: existe en Canarias una tradición de miradores oblicuos, tradición en la que Jorge Rodríguez Padrón no sólo se inserta, sino a la cual aporta sus prolongaciones. Cairasco de Figueroa, el Vizconde de Buen Paso, Viera y Clavijo, Pérez Galdós, Alonso Quesada, Unamuno, Juan Manuel Trujillo, Agustín Espinosa, María Rosa Alonso, Pérez Minik, Antidio Cabal, Manuel Padorno, Eugenio Padorno. Jorge Rodríguez Padrón.

En Tradición europea de la poesía canaria, Pedro García Cabrera aporta, casi de soslayo, una de las claves para entender aquello a lo que me refiero: "De dos distintas maneras pueden ser consideradas las islas: desde el exterior o desde dentro. Para el transeúnte intercontinental, nuestras peñas atlánticas, en la planicie del mar, son oasis. Para el nativo, sellado a la roca, desde la que otea todos los horizontes como si estuviese en el centro de una inmóvil rosa de los vientos que posibilitara todas las direcciones, la isla es mirador". Las islas son objeto, oasis, para el que las considera desde afuera, y sujeto, punto de vista, mirador, para el que lo hace desde dentro. Las islas no son sólo "un sitio", y menos aún se agotan en el inventario de objetos (rocas, personas o poemas) que las campan; son, fundamentalmente, perspectiva.

Y debería resultar obvio a estas alturas que el nativo isleño del que habla García Cabrera no se refiere a quien, como condición previa, lo nacieron en una isla. Esa natividad de la que habla el poeta es una donación que surge al abrir el mundo cuando se mira (desde la circunstancia cultural descentrada de una "peña atlántica") como si el centro admitiese su desdoblamiento en todas las direcciones, en lugar de verse a sí mismo reflejado en cada oasis. Por eso nunca lo insular puede ser, en nuestra literatura, el adjetivo con que la circunstancia biográfica dota, en aplicación de un supuesto ius solis poético, de legitimidad creadora; lo insular debe pensarse como parte de aquello que hace sustancial lo que nace mirando desde Canarias. Como Unamuno, escritor canario gracias al surgimiento de una mirada renovada del mundo a partir de la experiencia de su segundo viaje a las Islas, desterrado en Fuerteventura. Como Rodríguez Padrón en toda su labor crítica referida a nuestra literatura, pero especialmente en las últimas tres décadas, como atestigua la recopilación de sus ensayos contenida en Variaciones sobre el asunto (Tamaimos, 2015), textos en los que, abordando en todos ellos la "temática canaria", se acaba dilucidando no tanto lo que Canarias sea, sino el tipo de mirada (insular) que desde ella se puede lanzar al mundo.

La primera de las características de un mirador oblicuo es su capacidad para tomar lo heredado y, haciéndolo cuerpo propio, desviarlo y provocar desde dentro de sí su desplazamiento. Consigue así evitar que las obras, signos y materiales de una cultura se agoten tornándose finitos, reiterados, acabados; pero sobre todo, impide, como afirmaba Jacques Derrida, que una cultura (y con él, la identidad de quienes en ella se insertan) empiece y acabe coincidiendo consigo misma, arrasando en esa fijación la emergencia hacia delante de aquello que, excediendo al supuesto sentido de lo heredado, le pertenece como posibilidad. Como Cairasco insertando irreverente sus octavas reales referidas a Canarias allí donde Torcuato Tasso colocaba el final del mundo real. Como Viera y Clavijo, Tomás Morales o Agustín Espinosa atlantizando, y por ello desquiciando, la herencia clásica mediterránea. Como Rodríguez Padrón que, yendo a la búsqueda de las raíces de la memoria europea en En la patria perdida (Huerga y Fierro, 2013), necesita mostrar las junturas e imbricaciones de lo que cierta corriente de pensamiento reduccionista ha considerado separado por su pertenencia a ámbitos de mutua exclusión: Oriente y Occidente, Norte y Sur, Centro y Periferia.

A un mirador oblicuo, y esta sería su segunda característica, nada le es ajeno, pues en él la cultura se ejercita en la tarea de no quedar detenida sino expuesta a sus prolongaciones. Es un error pensar que a quien abre perspectiva sólo le es dado fijarse en la realidad que lo circunda, en los asuntos de andar por casa; un error que probablemente nazca de las limitaciones que la metáfora visual impone al tipo de espacio que se pone en juego en una mirada de este tipo. El mirador oblicuo no hace, con su gesto, confirmación de lo que le es propio, sino que hace propio del mirar la inclusión en su mundo de aquello que hasta entonces resultaba invisible para todos. Como las maravillosas irrupciones de la geografía y la historia insular atlántica en el repaso de la vida de los santos del Templo militante. Como la "summa mundana" que recorre las cartas del Vizconde. Como el incansable ardor por el conocimiento sin límites (histórico, botánico, científico, moral...) de Viera y Clavijo. Como Pérez Minik insertando su lectura de la novela y el teatro (modernos) de Europa en el panorama crítico (carpetovetónico) español. Como Rodríguez Padrón, cuya identidad existencial se ha trazado ampliándose a sí mismo (y a nosotros con él) en la brega con la literatura hispanoamericana, luego la europea, y que en su último libro, Katherine Mansfield y Alonso Quesada. Ser una de esas islas (Mercurio Editorial, 2016) traza los hilos hasta ahora inconcebibles entre el ámbito escritural de la australiana y el canario.

Y en tercer lugar, lo más trascendental en un mirador oblicuo no será nunca el inventario de los objetos mirados (aunque importen mucho los temas de su trabajo, los autores y las obras sobre las que reflexiona), sino el despliegue en el tiempo de la posibilidad de una visibilidad de este tipo -oblicua-, que es, en última instancia, y aunque parezca lo contrario, la condición misma de que siga existiendo mirar propiamente. En ellos, la mirada nunca es contemplación, sino que, al levantarse, ya pretende ser acción y, con ella, compromiso existencial; porque la acción, como sabemos por Hannah Arendt, no presupone sólo la existencia del espacio abierto a lo común (nunca el cierre imprescindible para delimitar lo propio), sino que al mismo tiempo es el medio a través del cual se ejercita en él (en lo común) la diversidad y la diferencia que le son también constitutivos. Así se entiende que escribir no sólo exprese sino que al mismo tiempo transforme el mundo que habitamos. Así se entiende también que la mirada de Rodríguez Padrón anude en un cogollo indiscernible planteamiento estético y compromiso ético, y que la reivindicación de su estilo ocupe para nosotros un lugar central, pues donde otros exigirían para la tarea de la crítica las previsibilidades y distancias de un lenguaje supuestamente neutral y objetivo, Rodríguez Padrón reivindica la independencia con que suena su propia e irrenunciable voz. Como núcleo en que se cumple su existencia, como garantía de entrega personal en cada palabra dada.

Que la ciudad que lo vio nacer haya reconocido en el modo de mirar oblicuo de Rodríguez Padrón a un hijo de su predilección quiere decir no sólo que las instituciones (también la Casa Museo Tomás Morales, que le dedicará varias conferencias la semana que viene) han querido celebrar, para orgullo de quienes venimos leyendo a Jorge desde siempre, los frutos de una trayectoria fecunda y comprometida. Significa, sobre todo, que la propia ciudad y los ciudadanos que en ella enjambramos, seguimos abiertos a no coincidir con aquella imagen de nosotros mismos que nos han heredado, en la pretensión quizás de que asistamos a nuestro cierre. Quiere decir que sigue existiendo, en el corazón de la convivencia en libertad que siempre representó la ciudad desde tiempos inmemoriales, el anhelo de apostar por lo plural del mundo por venir.

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