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El guarismo infinito

Adelanto de 'Historias sefardíes', donde el autor se sumerge en la ficción para revisitar a los judíos

Grabado Anónimo del libro Camille Flammarion, L' atmosphe-Météorologie. LP/DLP

Exploró las fronteras de lo imposible bordeando casi la locura. Despiadado y colérico, como fuera de sí por momentos, despedía a gritos a quien interrumpiera su trabajo. Reflexionaba sobre la existencia de cierto guarismo infinito. Un número que debería -a su entender- representar todos los números y ninguno, al mismo tiempo. No se trataba del símbolo algébrico comúnmente utilizado por geómetras y matemáticos para figurar el valor infinito. Tampoco los astrónomos tenían dominio del cifrado. Acariciaba la convicción de que el alguarismo existía y que en algún lugar del espacio-tiempo debía de manifestarse en su plenitud. En nuestra humana dimensión, sin embargo, era del todo desconocido. Al menos para la generalidad de los hombres.

Hubo quienes tuvieron referencias del número por algún viejo maestro. Sabios y eruditos lo daban por sentado: el guarismo infinito no era sólo una probabilidad, sino un hecho cierto. Algunos pasajes antiguos hablaban de él sin llegar a revelar su manifestación o su carácter informe, pero no se trataba de fuentes originales. Se remitían a textos apócrifos u otras citas de dudosa existencia y cronología imprecisa, a testimonios arcanos que hacían vagas referencias. Tal imprecisión alimentó el enigma. Así fue como llegó hasta nuestros días. Aunque hubo quien señaló algunas obras de referencia que contendrían encriptaciones del guarismo en su gematría . La autoría de estas se atribuyó a Musa Al Juarismi, matemático del siglo IX, y al mismo Moshé ben Maimón.

"El número infinito existe" -no se cansaba de afirmar el viejo frente a los que sostenían que la representación del infinito sólo podía ser innúmera-. "Las evidencias son rotundas, no pueden errar todos aquellos que juraron conocer su existencia". La conjetura podía ser verosímil o artificiosa, pero él se mantenía en la certeza con convicción.

El problema que entraña la representación de un número infinito se atribuye a que este encierra un concepto subrepticiamente antagónico. Supone la negación en sí misma de su propia existencia y reduce las probabilidades matemáticas de su manifestación a una expresión menor o mayor de cero, pero indeterminada, sin que pueda precisarse su cálculo. El guarismo infinito -presumiendo su realidad- sería la llave capaz de resolver todas las ecuaciones y despejar todas las incógnitas desde la creación del universo. Supondría desentrañar el principio de incertidumbre y con él, replicar la facultad de las partículas subatómicas de estar en un sitio y en otro lugar distinto, a un tiempo. Haciendo de la incerteza una virtud.

Quien así discurría no era un matemático, sino un galeno: Salomón Harari; médico, filósofo de la ciencia y estudioso de lenguas clásicas y arcanas.

El descubridor que desvelara la clave de la existencia de tal número de representación arábica e infinita, sería merecedor de todo reconocimiento, pero seguramente, pocos lo admitirían. Quizás ello explique que ninguna fuente se atrevió a formular su representación. O acaso, fuera una fórmula oculta a propósito que no podía ser revelada a los profanos.

Algún filósofo del Medioevo insinuó que el guarismo infinito se correspondía con el número de Dios. Es sabido que quienes apuntaban la existencia de un guarismo divino, hacían también referencias a la magnitud sagrada. Sir Isaac Newton la identificaría con el enigmático codo sagrado. Gradación básica equivalente a 641 milímetros de nuestro sistema métrico decimal. La medida habría sido utilizada -según las apreciaciones del matemático- al erigirse la gran pirámide de Guiza. Algunos eruditos apuntaban que de igual modo habría sido interpretado por Noé en la construcción del arca bíblico. Los egiptólogos aceptarían con el tiempo las conclusiones de Newton de fundar el secreto de la pirámide en un círculo con un radio de sesenta codos sacros. Sin embargo, el codo sagrado es una magnitud, no un valor absoluto, por lo que, a priori, no podría identificarse con el número infinito. Sobre esta base -apuntaban algunos- este número fundamentaría el sistema sexagesimal como método de cómputo del tiempo, universal y cierto. Y no podría ser de otra manera, pues no admite contestaciones (a diferencia, verbigracia, del sistema métrico).

El asunto no fue una cuestión pacífica. Teólogos y exégetas se entregarían a una apasionada discusión sin precedentes a la hora de atribuir la autoría del misterioso número a uno u otro dios. Las creencias politeístas parecían resolver la controversia de manera pragmática. Pues es sabido que en todos los panteones paganos existe un dios al que se le atribuye la revelación de las ciencias de la geometría y la aritmética, y que tuvieron aplicación desde tiempos antiguos por los geómetras en la arquitectura sagrada y en la agricultura por los agrimensores. Empero, no resultó una cuestión baladí entre las religiones monoteístas. La discrepancia primordial surgió en precisar cuál de los dioses venerados era el verdadero y si alguno de ellos admitía una manifestación humana que a modo de emisario, como sugiere el paganismo, se presentaría como transmisor o revelador de la enseñanza. Que si el Mesías de los teólogos hebreos era o no identificable con el Cristo de los cristianos o reconocible en alguno de los profetas del islam, no resultó una cuestión sesgada. No parecía implicar una complejidad apriorística el hecho de que la manifestación sublime fuese portadora del conocimiento de los números y de las matemáticas. La omnisciencia resulta un atributo divino del que son copartícipes el común de las deidades en sus diversas versiones monoteístas. Por otra parte, lo infinito es una idea consustancial al Eterno. Por ende, sería dable que transfirieran el conocimiento de un guarismo tal que a los ojos de los hombres resultaría materialmente imposible. La descripción de la infinitud del arábico no sería verosímil desde el momento en que su concepción misma se hace inabarcable para la mente humana. Por ello es opinión común que sólo podría ser revelado a unos pocos iniciados.

Parecía claro que el signo estaría circundado desde la mínima expresión, tan infinitamente pequeña que resultara impensable, hasta su máximo exponencial que abarque lo inabarcable. El valor infinito se ubicaría en la zona fronteriza entre el + ? 0. [Es decir, sería una representación ?0; ?0]; siendo posible, pues, un valor neutro. Sin embargo, esto eran sólo aproximaciones especulativas. Habría que acudir a la abstracción como elemento convencional teórico, pues su naturaleza era imponderable. No obstante, cuando se entraba en el terreno de la praxis, resultaba ineludible modificar los escenarios del espacio-tiempo.

Garabateaba sus razonamientos Salomón Harari mientras discurría ordenando ideas que podrían parecer producto de un demente. Concibió un universo imaginario de singulares dimensiones. De modo experimental, introdujo simuladamente un factor multiplicador de efecto infinito. Sabía el viejo Salomón de estar en lo cierto. Cada día que pasaba, se acercaba a la verdad. Le abordó una sensación extraña. Esa intuición por la que te dejas llevar sin razonar ni preguntarte hasta dónde, pero a la que te entregas confiado porque transmite la impresión de que avanzas por un camino seguro. Bajo el paraguas de la sabiduría inmanente en las cosas que te rodean.

Salomón Harari tuvo un presentimiento. Se alzó de repente y se dirigió decidido hacia el anaquel de los libros antiguos. Consultó presuroso un arcano volumen hebraico, hojeando sus páginas con avidez. Se detuvo en una de ellas. Siguió con atención la lectura de un párrafo guiada por el índice, mientras descifraba en un folio en blanco la gematría de sus palabras. Absorto, se paró, alzó la vista, frunció el ceño y perdió la mirada rumiando pensamientos en silencio. Después, se dirigió a su escritorio y comenzó a emborronar frenético decenas de folios. En los días sucesivos continuó encerrado en su biblioteca que apenas abandonaba para comer. Se entregó a un ritmo de trabajo endiablado. Pidió que no se le molestara. Se afanó en su empeño sin parar. Dormía poco o nada, y cuando caía rendido por la fatiga, se animaba al improviso al desvelo de los pensamientos que acaso le abordaban en aquel estado de ensueño. Tras una noche de vigilia, el día le sorprendía laborando. Su mujer insistía para que descansara, tomara un bocado y repusiera fuerzas. Él lo rehusaba la mayor parte de las veces. Inmerso en una labor febril, no se detuvo durante seis días seguidos escribiendo sin parar; si hacía una pausa, parecía ordenar ideas o se alzaba a consultar algún texto.

Al séptimo día, se levantó con aire de satisfacción, pensativo y en silencio. Saboreando inusualmente aquella hora de la mañana como si se tratara de un sabbat.

A eso del mediodía, mientras sonaban las campanas de la catedral de Estrasburgo, Salomón Harari se sintió indispuesto y se retiró a su cuarto. Notó una punzada en el hombro que seguido localizó en el pecho. Ante su esposa él lo atribuiría a la excitación del momento o acaso a la extenuación. Sin embargo, todo apunta a que el galeno era conocedor del significado de aquel achaque. Después se quedó dormido y ya no volvería a despertar.

Los legajos de documentos que recogían las conclusiones elaboradas por Salomón Harari en mil novecientos tres fueron descubiertos por un erudito cuarenta y nueve años más tarde. El manuscrito sería publicado en alemán en mil novecientos cincuenta y dos por una pequeña casa editorial de Zúrich, bajo el título: Die unendliche Ziffer .

Fue en la biblioteca de la Escuela Politécnica Federal de Zúrich donde la doctora Alba Romano localizaría un volumen desvencijado de la obra póstuma de Harari. El hallazgo resultó fortuito. Las teorías contenidas en este opúsculo de apenas un centenar de páginas serían revolucionarias para los avances en física cuántica en los años venideros. El guarismo infinitivo de Salomón Harari fue reeditado en el dos mil veinte. La edición incluiría notas y comentarios de la doctora Romano. Esta obra resultó clave para que, cuatro años más tarde, un equipo de investigadores del laboratorio del Consejo Europeo para la Investigación Nuclear de Ginebra protagonizaran un sorprendente descubrimiento. Se verificarían, entre otras tesis, la teoría de los universos paralelos y la concurrencia de un número infinito de ellos y, por ende, de una sucesión de existencias. Quién sabe si en una de ellas Salomón Harari emborronaría folios en blanco en una biblioteca.

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