La Provincia - Diario de Las Palmas

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Óscar Domínguez, entre el mito y el sueño

Radiografía de un creador en permanente metamorfosis, a propósito de su presencia en la muestra 'Una mirada insular', en la Fundación Martín Chirino

'El drago', Óscar Domínguez, 1933. LA PROVINCIA/DLP

A la hora de abordar la figura del pintor Óscar Domínguez (Tenerife, 1906 - París, 1958) nos llama la atención el carácter plural, múltiple y en continua metamorfosis experimental de su obra. En la correspondencia con su amigo Eduardo Westerdahl el pintor subraya que "ha vuelto a cambiar su forma de pintar", sin duda aludiendo a ese carácter inconformista, inconstante y de permanente experimentación que lo acompañaría en toda su trayectoria. Podría afirmarse, en cierto modo, que Domínguez es muchos pintores a la vez; o que no existe una única forma de estilo que lo defina. Desde sus composiciones de influencia daliniana de principios de los años treinta - Autorretrato (1933), La bola roja (1933) o Le dimanche (1935)-; pasando por la genialidad de sus pinturas cósmicas - Los platillos volantes (1939) o Nostalgia del espacio (1939)- y superando el período metafísico y la asimilación del estilo picassiano, ya en la década de los cuarenta - Mujer sobre el diván (1942)-; hasta alcanzar su técnica del triple trazo y, posteriormente, la etapa informalista que caracteriza a sus últimas obras - Delphes (1957)-, la fatal predisposición de Domínguez hacia los alucinados vericuetos de la imaginación y su permanente experimentación se convierten en la guía de todo su itinerario creativo. En efecto, el pintor tinerfeño se caracteriza por una práctica pictórica absolutamente enmarcada en la intuición onírica, presidida por un espíritu liberador en estado puro que está en perfecta consonancia con la maquinaria clandestina, vertiginosa e irracional del Surrealismo. Toda la pintura de Domínguez se nutre de los pilares y principios que gobiernan la constelación del Surrealismo: el amor, la libertad y el juego, la revolución, el sueño y la metamorfosis.

La Fundación Martín Chirino de Las Palmas de Gran Canaria expone actualmente varias de las obras clave del pintor, especialmente El drago (1933) y Cueva de guanches (1935) con motivo de la exposición comisariada por Juan Manuel Bonet bajo el título Óscar Domínguez, Manolo Millares y Martín Chirino: una reflexión insular.

El drago de Canarias es, ciertamente, uno de los motivos iconográficos más reiterados por Domínguez en los años treinta, acaso como una necesidad de afianzar, al margen de su pertenencia a un movimiento artístico de carácter internacional, las raíces de su condición insular. Tanto por la presencia obsesiva de esta imagen en sus pinturas y dibujos, así como por lo extrovertido, impetuoso e irascible del carácter del artista, André Breton le asignó el pseudónimo Dragonnier des Canaries, de modo que la representación plástica del drago de Canarias en la obra de Domínguez adquiere un cariz biográfico, tal que un alter ego vegetal. Como sabemos, el nombre del árbol proviene de su identificación con el dragón que custodiaba las manzanas de oro en el Jardín de las Hespérides. Cuenta la leyenda que, tanto a uno como a otro, si se les corta una de sus cabezas o ramas, éstas se multiplican. La obsesión de Domínguez por la imagen onírica del árbol milenario al que, por otro lado, Breton atribuyó formas y aspecto jurásico en su visita a Tenerife en 1935, nos retrotrae, también, a las descripciones de las Islas Canarias por parte de los primeros viajeros, quienes, más allá de su interés botánico, desbordaron la imagen real con aportaciones idealizadas, embellecieron su porte y significado, y le atribuyeron virtudes medicinales.

En esta pintura, El drago de Canarias (1933), observamos que las ramas, tal que un dragón de cien cabezas, se ramifican conformando una ancha corona de la que brotan lenguas de dragón, una ancha cama de espinas sobre la que acecha el león, símbolo muy apreciado por Domínguez, habida cuenta de su aureola instintiva y depredadora. A los pies, las raíces se transforman en una suerte de abrelatas que libera los ímpetus más ignotos del inconsciente humano, allí donde yace, la mujer, en comunicación directa con un piano de cola. Además de este cuadro, son varias las obras en las que el drago aparece asociado a un piano de cola, como en el caso un dibujo también presente en la exposición y que Domínguez realiza en homenaje a Gaceta de arte. En este las hojas lanceoladas del árbol se transforman en grafías que inscriben, hacia el cielo, el nombre de la revista tinerfeña. A sus pies, las formas ondulantes de una mujer desnuda devienen pergamino en blanco, y la sombra de ambos dibuja el perfil de un piano negro cuyas cuerdas se extienden hacia el infinito. Doble escritura -la de la palabra y la de la música- inextricablemente ligada a la materia fecundante de la mujer, por un lado, y a la de la tierra y el árbol, por otro.

Tanto en esta pintura de principios de los años treinta como en Cueva de guanches (1935) asistimos a un tipo de pintura en el que prevalece una suerte de surrealismo incontrolado e imaginativo, en el que el elemento insular y el paisaje de su infancia están presentes de forma obsesiva. Desde muy pronto, Domínguez ha quedado seducido por esas formas caprichosas y sobreabundantes que adopta la Naturaleza insular, y que de por sí constituyen acontecimientos surrealizantes en estado puro. Así las playas de arena negra, los dragos milenarios, la lluvia horizontal o los mares de nubes -que tanto encandilarían luego, tras el relato de Domínguez, a Andrè Bretón y a los expedicionarios surrealistas-, y que trazan las señas de un paisaje soñado, evocado y metamorfoseado que aflora en su obra por doquier y adquiere categoría de símbolo. Su pintura, imbuida de esas imágenes, le otorgan, pues, la merecida fama de surrealista espontáneo, y hacen también que nuestro pintor se enfrente a su obra con esa misma intención, de creatividad en estado puro, entre lo azaroso y lo espontaneidad del gesto como se muestra la naturaleza insular. En Cueva de guanches (1935) observamos hasta qué punto en las formas blandas y delicuescentes del gesto pictórico encuentra Óscar Domínguez un universo formal extraordinariamente cercano a las conformaciones lávicas, los caprichos orográficos y los plegamientos de los paisajes de su infancia, formas que presentan una sorprendente flexibilidad, se aproximan, se tocan y se funden unas en otras, anunciando el proceso gestual plenamente libre que implica el automatismo pictórico de finales de los años treinta.

Óscar Domínguez ha sido justamente considerado, junto con Joan Miró y Salvador Dalí, como uno de los autores clave de aquella generación o, tal y como Juan Manuel Bonet -el comisario de la nueva muestra de la Fundación Martín Chirino- lo denomina en su Diccionario de las Vanguardias Históricas en España, "el tercer gran nombre que España dio a la pintura surrealista".

Si bien mucho se ha hablado en estos últimos años sobre Óscar Domínguez, tanto él como su imaginario sigue deparándonos sentimientos contradictorios, entre el asombro, la sugestión y el misterio. Quizás este hecho se deba a que, a pesar de la multiplicidad de voces críticas que una y otra vez se han interesado por su obra, ninguna de las líneas de interpretación abiertas han sido agotadas. Si tal y como afirma el poeta Edmond Jabès, la singularidad resulta muchas veces subversiva, Óscar Domínguez es uno de los candidatos a ostentar los laureles de la subversión más radical entre los pintores del siglo XX. Una subversión justificada, como veremos, por llevarla a cabo insistentemente, como una necesidad básica de expresión, como una manera connatural de entender tanto el hecho artístico como la vida. De hecho, en todos los órdenes, técnicas o momentos de su quehacer, de una forma u otra, quiso rebelarse frente a lo consabido y abrir una ventana aún desconocida. Concibió paisajes oníricos, se divirtió con la mágica potencialidad de la decalcomanía, inventó objetos surrealistas -imposibles, inservibles, insolentes, erotizantes y transgresores-, dibujó y escribió de manera sagaz e irónica, además de ilustrar numerosos libros en colaboración con poetas. Toda una suerte de intervenciones siempre novedosas que sólo pueden explicarse, en este caso, por referirnos a un pintor en el que primó la capacidad de asombro y el gusto por la maravilla propios del espíritu infantil y lúdico.

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