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Inquietos cinéfilos

El Cine Club Universitario y el SEU estrenan en 1962 un festival que pone en alerta a la censura

Inquietos cinéfilos

Los aires de innovación que sacudieron los cimientos de la cultura durante la década de los años sesenta -rebautizada, y con razón, por historiadores y sociólogos como "la década prodigiosa"- dejaron un poso de rebeldía e inconformismo del que se beneficiarían legiones de cineastas independientes de todo el mundo en su empeño por alcanzar la tan deseada autonomía creativa y por alejarse lo más posible de los patrones narrativos y argumentales que imponía, urbi et orbi, el coloso hollywoodiense desde que se convirtiera en el árbitro supremo de este imprevisible y lucrativo negocio llamado cine. Sea como fuere, y con casi todo en su contra, el arte cinematográfico logró poner su propia pica en Flandes gracias a los anhelos cuasi guerrilleros de un puñado de cineastas por sacar al cine de su difícil encrucijada y elevarlo a una nueva y alentadora condición: la de un arte mayor, la de un arte complejo, vivo y sin servidumbres industriales de ningún género.

Y hasta nuestra ciudad llegaron, ante la perplejidad general, los ecos de aquella revolución silenciosa a través del I Certamen Internacional de Nuevos Valores Cinematográficos, cuya escaso recorrido -no llegó a su segunda edición- constituye otro ejemplo más de la infame persecución política a la que fue sometido el mundo de la cultura durante los años del tardofranquismo y del empecinado propósito de los jerarcas locales del régimen por preservar sus canonjías ante el impulso regenerador que venía pidiendo paso, incluso desde algunas esferas de la propia Administración franquista, con un solo propósito: rehabilitar la malhadada imagen que ofrecía nuestro país en el exterior.

Hasta algún provecto representante de los sectores más reaccionarios de la Iglesia, como el tristemente famoso sacerdote claretiano Ángel Martín Sarmiento, quintaesencia del nacionalcatolicismo más cerril y vocinglero, advertía cansinamente a los ciudadanos desde el púlpito de la Catedral en misa de doce sobre "lo nocivo y pecaminoso que es el cine, especialmente cuando se muestra como defensor de valores morales inexistentes", en clara referencia al evento recién inaugurado. Aquel hombre de perfil sombrío y gesto malhumorado, que aireaba sin cesar su adhesión al Movimiento con su incendiaria columna semanal en el periódico Falange, dirigido por Ignacio Quintana Marrero, otro prohombre del franquismo en las Islas, se convertiría en uno de los enemigos más recalcitrantes de aquel proyecto y de todos los que, de una u otra forma, osaban cuestionar el orden impuesto a sangre y fuego por un general achaparrado y de voz atiplada que, durante más de 40 años, nos hizo la vida imposible a todos los librepensadores de este martirizado país.

Eran tiempos de cambios cosméticos para el régimen, de cierta innovación, de riesgo y, en determinados casos, de voluntad firme de sintonizar con una nueva sensibilidad artística, social e ideológica surgida de los rescoldos de la posguerra y de la convicción generalizada de que el arte, y la cultura en su conjunto, necesitaban reorientarse hacia horizontes mucho más libres, abiertos y comprometidos de los que se contemplaban hasta entonces en las cinematografías de medio mundo. Y así se hizo. El séptimo arte cobraría nuevos bríos desde la certeza de que sus viejos paradigmas ya no conectaban con la impronta de los nuevos tiempos, ni las nuevas generaciones de cineastas estaban ya por la labor de conservar una tradición que exigía su sustitución urgente por una perspectiva más en consonancia con el zeitgeist (espíritu del tiempo) de aquellos años.

Los resultados, naturalmente, no se hicieron esperar: de París a Praga, de Estocolmo a Berlín, de Londres a Río de Janeiro, de Nueva York a Buenos Aires, de Nueva Delhi a Tokio, de Roma a México se instaló la idea de que, al igual que con el resto de las artes, el cine también debería librarse de sus viejos corsés y de sus clichés más desgastados para participar de esa pulsión colectiva de innovación y frescura que empezaba a despuntar en los escenarios más dispares y que alcanzaría su máxima expresión tras el estallido del Mayo francés a finales de la década como reflejo del impulso de las nuevas generaciones por reoxigenar el ámbito de la creación artística en sus múltiples vertientes.

Naturalmente, semejantes convulsiones no cuajaron con la misma intensidad en los países de fuerte tradición democrática que en los que, como España, vivían sometidos, desde hacía décadas, a una férrea e inquebrantable dictadura. Aunque con las habituales reticencias que muestran los sistemas totalitarios ante cualquier expectativa de cambio, estas acabaron cristalizando mediante sutiles subterfugios administrativos, como la creación de las denominadas salas de arte y ensayo, modalidad de exhibición pública que permitía la circulación en cines de escaso aforo de filmes manifiestamente transgresores, tanto en el plano estrictamente estético como en el ideológico y/o en el político o las añoradas sesiones de los viejos cineclubs donde todos los que hoy peinamos canas aprendimos a ver y entender el cine con otros ojos, al tiempo que descubríamos una nueva plataforma para el debate social y político lejos de la mirada inquisitorial de los esbirros del régimen. Todo estrechamente relacionado con las batallas intestinas que libraban las diferentes familias del franquismo por iniciar una tibia apertura hacia la producción y difusión de la cultura en una sociedad excesivamente estigmatizada por décadas de gobierno absolutista.

Pues bien, al igual que con muchísimas otras capitales de provincia españolas, no es muy difícil imaginarse el inhóspito escenario cultural que ofrecía la ciudad de Las Palmas de Gran Canaria en 1962 cuando el aparato represivo, la desidia e insensibilidad de las autoridades locales y la represión política que ahogaba cualquier intento de disidencia servían de eficaces cortafuegos contra cualquier iniciativa de carácter modernizador que intentara abrirse camino en medio de una sociedad poco proclive, por otra parte, a propuestas cinematográficas tan alejadas del mainstream del momento y de las preferencias de los censores como fueron, pongamos por caso, Cleo de 5 a 7 ( Cléo de 5 à 7, 1962), de Agnès Varda, Relato íntimo ( Thérèse Desqueiroux, 1962), de Georges Franju; Una historia milanesa ( Una storia milanesa, 1962), de Eriprando Visconti; La cifra impar ( La cifra impar, 1962), de Manuel Antín; El año pasado en Marienbad ( L´ année dernière à Marienbad, 1961), de Alain Resnais; Jules y Jim ( Jules et Jim, 1961), de François Truffaut; Tormentos (Trápení, 1962), de Karel Kachyna; El convoy ( Der transport, 1961), de Jürgen Roland; La jaula de cristal ( The Glass Cage, 1962), de Antonio Santellán; Cuando estalló la paz (1962), de Julio Diamante; Ohne datum (1962), de Ottomar Domnick; Billy Budd ( Billy Budd, 1962), de Peter Ustinov; Un metro è lungo cinque (1962), de Ermanno Olmi o La muchacha de los ojos de oro ( La fille aux yeux d´or, 1961) , de Jean Gabriel Albicocco.

Son solo algunos de los muchos títulos que integraban el programa del I Certamen Internacional de los Nuevos Valores Cinematográficos, celebrado en el cine Capitol y en el Avellaneda entre el 15 y el 22 de noviembre de 1962 a iniciativa del Cine Club Universitario y de un puñado de inquietos cinéfilos locales procedentes en su mayoría del SEU (Sindicato Español Universitario), una institución de corte fascista que, con el paso del tiempo, se transformaría, paradójicamente, en uno de los focos de oposición más importantes a los que se enfrentó la Administración franquista en el ámbito cultural en todo el país.

De ahí que fuera en su seno donde se fraguaran algunos de los proyectos artísticos más audaces y controvertidos en una época en la que la famosa Junta Superior de Censura desplegó todos sus efectivos para impedir que nadie atravesara las líneas rojas establecidas por el régimen en su empecinado intento por seguir perpetuándose como norte y guía moral en la vida de todos los españoles. Fue con ese propósito con el que llegó hasta nuestra ciudad el Padre Carlos Maria Staehlin, uno de los máximos representantes de la Iglesia en el aparato censor del franquismo y, a la sazón, "traductor" al español de los diálogos de, entre otros filmes de Bergman, de El séptimo sello ( Det sjunde inseglet, 1957), de cuya vil manipulación aún guardan memoria no pocos historiadores nacionales. Venía Staehlin a Las Palmas absolutamente decidido a averiguar qué era eso de los nuevos valores cinematográficos que pregonaba en su propio enunciado el nuevo festival que se inauguraba en Canarias, pues en Madrid ya le habían alertado seriamente algunos de los prebostes más influyentes de la Junta sobre el particular.

"Desde el cineclub concebimos la idea de un festival internacional que rompiera con la inercia de una vida cultural que no respondía en modo alguno con lo que sucedía fuera de nuestras fronteras", explica Manuel García Rodríguez, vicepresidente del certamen y miembro destacado del cineclub Universitario. "Mientras el público europeo ya estaba plenamente familiarizado con movimientos cinematográficos tan influyentes y rompedores como el free cinema británico, la nouvelle vague francesa, el cinema nôvo brasileño o los nuevos cines que surgían con energía y originalidad en los países del Este, en Las Palmas seguíamos con la rutina del cine más convencional, marcado casi siempre por las directrices impuestas por el modelo de producción de Hollywood o por los productos nacionales más rancios y casposos. En resumidas cuentas, lo que pretendíamos era proyectar el propio espíritu del cineclub en un evento de periodicidad anual que contribuyera a afianzar una idea del cine mucho más acorde con la tónica de los tiempos y que tuviera alcance internacional", puntualiza.

En una reunión celebrada algunos meses antes de la celebración de la Muestra en la que participaron Manuel Fraga, flamante titular del Ministerio de Información y Turismo, durante una visita relámpago a Canarias, el Alcalde de la ciudad, José Ramírez Bethencourt, así como varios responsables de la organización de la Muestra, "Fraga valoró muy positivamente el proyecto y cifró la participación económica de su departamento en 50.000 pesetas, cantidad nada desdeñable para la época, y Ramírez Bethencourt, que en un principio se negó a aportar subvención alguna porque decía que el Ayuntamiento no iba a participar en un evento que 'solo serviría para que los chichos del SEU se hicieran sus fotos con los artistas', rectificó ante la actitud claramente favorable del ministro y acabó cediendo a nuestra solicitud de apoyo".

El festival, que convocó en nuestra capital a figuras ilustres del cine nacional e internacional como Luis García Berlanga, Carlos Saura, Julio Diamante, Eriprando Visconti, José María García Escudero, Alfonso Sánchez, Carlos Fernández Cuenca, Leonardo Fioravanti, el historiador español Manuel Villegas López o el reputado teórico e historiador francés Marcel Martin, confió el diseño de su imagen a Pepe Dámaso, un pintor que ya empezaba a descollar en el panorama isleño con propuestas artísticas particularmente innovadoras. Suyo es el dibujo que ilustra la portada del catálogo -que reproducimos en este suplemento- donde aparecen tres de los populares canes que flanquean la icónica Plaza de Santa Ana, figuras que servirían, asimismo, de modelo para los propios trofeos del festival (Can de Oro, Can de Plata y Can de Bronce)

"En cuanto José Antonio Rodríguez Miranda y Manolo García Rodríguez -presidente y vicepresidente, respectivamente, del Cine-club Universitario- me hablaron de los objetivos del festival no dudé lo más mínimo en prestar mi colaboración pues se trataba de algo realmente importante que iba a aportar a la cultura de nuestra ciudad un plus de contemporaneidad del que me interesaba muchísimo participar. Fueron unos verdaderos precursores que supieron situar a Las Palmas en la órbita de la modernidad con películas tan importantes como Cleo de 5 a 7, Jules et Jim o El año pasado en Marienbad. Luego llegó, como siempre, el rechazo de una sociedad pacata y carente de la sensibilidad necesaria para admitir experiencias culturales tan vanguardistas" comenta Dámaso mientras muestra unos viejos recortes de prensa de aquellas fechas en la que aparece la actriz bergmaniana Harriet Anderson ( Un verano con Mónica, 1953/ Sueños, 1955/ Como en un espejo, 1961) junto a un cuadro del pintor que esta había adquirido en su estudio durante los días en que se celebraba el certamen. "Es un momento de mi vida que asocio siempre al Certamen de Nuevos Valores porque surgió mientras yo realizaba el diseño que me encargó el festival", añade.

"Creo que, aunque hace ya 55 años de aquello, el Festival de Las Palmas, con 18 años de historia, es de alguna manera deudor de aquella interesante e inolvidable experiencia porque sus objetivos eran prácticamente los mismos", puntualiza. Pero lo que no debemos olvidar, en aras de la verdad, es que la ciudad de 2017 no es la misma que la de hace medio siglo y las circunstancias políticas que rodean el certamen que hoy dirige Luis Miranda son ostensiblemente diferentes a las que marcaron aquel festival, aunque para echar a andar ambas maquinarias se haya empleado el mismo combustible.

Así pues, el Certamen de Nuevos Valores fue, pese a la hostilidad ambiental, todo un acto de fe en la cultura como herramienta para la reflexión y la crítica democrática en tiempos difíciles mientras que el festival actual se mantiene en esa misma batalla aunque abriendo campos para la exploración del cine a la luz de un tiempo nuevo sometido, cada vez más, al desafío del mestizaje, la globalización y la implementación paulatina de las nuevas escrituras en cinematografías que hasta hace no mucho tiempo se movían en el campo de la invisibilidad y la irrelevancia.

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