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En el 50 aniversario de 'Volver es resucitar'

La espera (voluntaria o no) de dar a conocer su poesía quizás haya dotado a Pedro Perdomo Acedo de una inusual perspectiva ante el acto creador, no vivido de igual modo por sus coetáneos

En el 50 aniversario de 'Volver es resucitar'

Pedro Perdomo Acedo (Las Palmas de Gran Canaria, 1897-1977) ocupa un lugar insólito en la historia de la poesía contemporánea. Formado en sentido estricto en el núcleo de la llamada "vanguardia histórica", tanto intelectual como estéticamente, su obra se abre paso, en cuanto a publicaciones en formato libro se refiere, varias décadas después de la gestación de aquel momento creativo (su primer libro, en efecto, no aparecerá hasta 1943). Para ubicarlo en su contexto, por tanto, es preciso recordar algunos datos.

Desde muy joven Perdomo Acedo se familiariza con el medio periodístico, al colaborar con tres de las publicaciones más importantes de las Islas Canarias entre 1912 y 1917: LA PROVINCIA, de cuya redacción llegó a formar parte; Florilegio, de adscripción modernista de la que participa desde su fundación; y Ecos, diario dirigido durante un periodo por Alonso Quesada. En 1917 pasa a Madrid para realizar estudios superiores de Magisterio y entabla relación con buena parte de los pensadores y escritores más destacados del momento: Ortega y Gasset, Zulueta, García Morente, Gómez de la Serna, Pérez de Ayala, Ángel Guerra, etc. Con Ortega y Gasset la relación será muy fructífera, pues participará en dos de las publicaciones vinculadas con aquél: Revista de Occidente (de la que el filósofo era director) y España. Antes de 1920, al tiempo que da a conocer sus primeras composiciones poéticas, ya es colaborador de otra importante revista: la madrileña La Lectura.

En la década de 1920 se multiplicarán los contactos de Perdomo con la vanguardia literaria del momento, como lo demuestran, entre otras, algunas de sus colaboraciones de esa época: en 1925 lo vemos en Plural (Madrid), la revista ultraísta dirigida por César A. Comet, y en 1927 en La Rosa de los Vientos (Tenerife), primera publicación periódica de Canarias de claro signo renovador, en lo que al arte y el pensamiento se refiere. A finales de la década funda y dirige el periódico El País en Las Palmas de Gran Canaria. Pero también colaboraría en la bonaerense Nosotros (1924) y en el suplemento literario de La Verdad (Murcia), en 1926.

Poco después de empezar la guerra civil española el poeta regresa a Gran Canaria definitivamente y, aunque ejerce durante un tiempo la profesión de maestro, su experiencia periodística se impondrá durante el resto de su vida laboral. Y es en este regreso donde se encuentra el punto de inflexión en su vida creativa: nunca antes de la década de 1940 publica un libro y, no obstante, durante todo ese tiempo no ha dejado de escribir; pero sólo a partir de ese momento (1943, con La muerte imaginada) va dando a la imprenta contadas y fragmentarias muestras de su obra en ediciones de cortísima tirada y de escasa difusión, como si durante la segunda mitad de su vida se hubiera limitado a ordenar, reescribir y condensar toda una obra. Ese es uno de los motivos de lo insólito de su trabajo: desconocemos hoy en día probablemente su propia respiración a través del tiempo vital de la creación, su diacronía, su articulación en sentido amplio.

Sin embargo, la espera (voluntaria o no) a la hora de dar a conocer su poesía quizás haya dotado al autor de una inusual perspectiva ante el acto creador, no vivido de igual modo por sus coetáneos, o por lo menos no con la misma intensidad. El aparente aislamiento de sus últimos cuarenta años de vida le deparó probablemente un contacto pleno y continuado, seguramente obsesivo, con la propia experiencia poética. Le permitió concentrarse y ver con lucidez el destino de la escritura a partir de la experiencia acumulada en la etapa anterior. El origen de esta experiencia, su punto de partida más remoto, radica en la voluntad de juego estético, en el guiño creativo, en la fuerza tensionadora entre el neologismo y el arcaísmo, entre el término popular y el extranjerismo, en la idea del arte por el arte, el culto por la imagen, el rodeo, la sugerencia lingüística. Pero todo ello, trasplantado cuatro décadas más tarde, adquiere un cariz especial, único. Es como si la modernidad se hubiera ido superponiendo en diferentes estratos en su poesía, a veces en un mismo poema, que se va adensando, se va volviendo cada vez más hermético, hasta dar como resultado un laboratorio de resonancias en las que cabe de todo: entre la década de 1920 y la de 1960, por poner un ejemplo, el juego de palabras se reconvierte en degustación léxica, el neologismo se lee como inocente ironía, lo arcano parece desdecir al progreso en una suerte de extraño circo anacrónico, y se contraponen versos de rigurosa medida con hallazgos poéticos sorprendentes, brillantes.

Pero no ha de creerse, ante tamaño despliegue de recursos, que el poeta se acomoda improductivamente en lo lúdico: si algo aprendió (podríamos añadir, lo que aprendió como pocos) de su etapa de formación es que ritmo, sonoridad, juego, están al servicio de la pasión. Que el poema no deja de ser trasunto existencial del poeta, del hombre. De ahí que un libro como Volver es resucitar (1967) trace un camino ontológico, se interrogue por el ser. Ya el poema inicial, Oda espacial, con su caldo de cultivo para el neologismo, con su latente ironía, con su aparente desparpajo creativo, ¿no es en esencia la mostración de la angustia ante lo desconocido, materializado en este caso en un acto tan contemporáneo como es volar en avión?

La clave la da el propio poeta en otro escrito suyo de 1962, en el que deja claro, por una parte, lo que concierne a la creación poética en el tiempo y, por otra, a la humanización de la propia creación literaria:

De ahí que, a pesar de ser tan excelsa la divisa de Darío, al desarrollo de los productos del estro les convenga mucho no proponerse ser ni antiguos ni modernos, sino vivir con movimiento de libertad el presente en que hayan de desarrollarse con todas las potencias y vibraciones del alma y del cuerpo -o, si se prefiere, del espíritu y su realidad-, ya que el poema debe engendrarse por la totalidad del ser humano, incluso con participación del pensamiento.

En pocas palabras aparece condensado todo un ideario estético que resume nítidamente la evolución poética del autor: parte de una tradición explícita (la modernista, de Rubén Darío), para llegar a la esencia de la escritura, en un alarde de metapoesía que podría sintetizarse, entre otros títulos del autor, en este Volver es resucitar, libro que escapa así de lo más banal de las consignas vanguardistas y se apodera de lo más carnal de los logros del postsurrealismo.

Pero Volver es resucitar no sólo asume los logros de este ideario estético, cuyos puntos de partida, según el autor, se resumen en "son, protorritmo, plástica y vivencia", sino que aúna algunos de sus elementos simbólicos más recurrentes: la muerte y el viaje como desplazamiento hacia ella. No se trata, pues, de un libro que se inserte en las coordenadas de un futurismo tardío, como se ha querido ver. Nada más lejos de la realidad. Como en otras muchas ocasiones, el poeta aprovecha un aspecto no poético, incluso anecdótico o trivial, para extremar una visión existenciaria. Así, los tres tiempos en que se divide el libro no son más que las tres escalas del viajero a quien a su vuelta se le ha dado otra oportunidad de vida: por eso el regreso es una resurrección.

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