Oh isleño, doblemente insulano,

del cielo y de la tierra

P. P. A.

"Zumba su bramadera / abriéndole la trocha del flamante encuentro, / y enloquecido centinela, / abandona la guar- dia / saltándole las cuerdas armoniosas al cielo" [?]

Uno acaba siempre mascullando estos versos cruciales para la secreta cameliomaquia insular, y que tan directa e intrigante empieza, con la sonora estampa de ese camello enamorado de la luna que, Montaña del Fuego abajo, abandona por la noche la manada. Guelfo talludito o, tal vez, cana al aire de viejo camélido verde, protagoniza un cambio de rumbo, este atípico Camello del amor, de Recitados lanzaroteños (1962 - 66), en la compleja y plural poesía de Pedro Perdomo Acedo, al mismo tiempo que la desfonda y reconcentra.

A su propia figura no le encaja mejor (in)definición que la ofrecida por Agustín Espinosa en Lancelot 28º-7º: "Camello con arado (...) camello para minorías, maestro de los actores del devenir". Poeta, en efecto, magistral y minoritario, de irreductible jiba desdoblada, que rumia con poderoso "abomaso" -para decirlo con el elocuente título de otro de sus poemas- , Perdomo bebe frontalmente de Cairasco (en lo expresivo, quizás el que más), al tiempo que participa del esencismo / existencismo de Unamuno, practica a conciencia el 'al pormenor juanramoniano, camina de puntillas por un muy contenido vanguardismo suave ("¡y el sol del mediodía sigue en alto / como una piedra grande disparada de lejos!"), bebe del misticismo español, le pega al gong gongorino y es pariente inconfundible de la vertiente desarraigada y religiosa de la poesía de posguerra. Con todo ese intenso bagaje -y vagaje- de transversalidad, sólo obtendrá su más concreta y explícita escala terrenal adoptando a Lanzarote como sinécdoque de su mitología insular.

La Isla le supone, entonces, "un vómito de génesis que escarlatina el rostro" (la definición es magistral). Y, en su emblemática Oda a Lanzarote, que centra Recitados?, se proyecta, espejeante aún, preguntándose si "el monstruo de los Verdes? / ¿ha dado ya a sus cíclopes la suelta?", a sabiendas de la titánica labor interminable ("mar que me duele viéndolo en secuestro"). Y se granjea, ahí también, un animalario representativo del espacio, donde pide a los "patos de San Silvestre que incuben en la luna", y el color de la jornada avanza "desde el crepúsculo de la Paloma / hasta el crepúsculo del Cuervo", para dar con "pichones de la traca / crepitantes de sal de las estrellas", o -en una imagen del camello todavía larvada y verbal- se confunden "dromedarios nacidos de un cepellón de tierra"?

En la órbita del Lancelot espinosiano, nuestro poeta va fraguando su propio lienzo conejero, a partir del Edén eclipsado, en definitiva imagen de las Islas, con su "alba de ébano" y "sibilantes tizones" y "el mar eremita" y "¡cráteres de volcán, mártires cabras!" y sus "... sólo peces nacidos antes de la invención del Tiempo"? Pero será en ese El camello del amor, que, a renglón seguido de la Oda a Lanzarote, figura, curiosamente, en el centro exacto de esta Antología, donde Perdomo erija al camello en presentador de una atípica comprensión erótico-telúrica de la insularidad. Procedamos:

[?] "Rebrama en cada trinque relámpagos orales / cuajando en espumilla la blanca flor del fuego; / por la noche se adentra cortejando las sombras / en su visitación de volcán temporero / hasta encontrar atónita la nupciante camella" [?]

Con anterioridad nos ha hablado de "celestiales camellos" y de "camellos que, imitando a los cráteres, alinean sus jibas". Y en un poemario inmediatamente posterior, Esqueleto del agua (1965-88) incide también, valiosamente, en la imagen del camello como sinécdoque insularia. "Itinerante oasis abreviado / nunca impostor de la experiencia", lo llama, dándonos cuenta de que "tu gozo relincha en el centro / de la inmensidad desierta; / con qué gravedad retornas centrado a la periferia". Le otorga esta responsabilidad máxima, en el páramo insular: "¡Cubres de mapa el desierto!", y ve que, observadas en caravana, las jibas emulan, nada menos, el "orgánico archipiélago".

Pero en ninguna otra parte rompe Perdomo Acedo con su habitual estoicismo y diluido ascetismo, como en ese polvo colosal sin homilía, lunático y tangible a la vez, de El camello del amor. Nuestro poeta culterano se aplica, con sumo magnetismo, en el análogo gemido de una onomatopeya maga, tan inmenso, cabe especular ("Rebrama en cada trinque relámpagos orales") como el cielo entre las Islas. Por demás, Perdomo Acedo intertextualiza no sólo con el camello del Lancelot espinosiano, sino también con el de Unamuno en De Fuerteventura a París: "Oh, Fuerteventurosa isla africana / sufrida y descarnada cual camello"? El primero representa el ser isleño, y con sumo ludismo de vanguardia, es equiparado también con la figura del artista incomprendido. El hedonista camello-islo de don Agustín, frente a la esencial isla-camello de don Miguel. Doble giba del camello, en cualquier caso, para representar la ambivalencia insular. Y, a modo de (imposible) síntesis entre ambos, se alza, justamente, nuestra lasciva escena de El camello del amor. Ahí, de un modo integral, hermético y telúrico, y también escatológico, nos es descrito ese majestuoso coito de la mentada pareja de camellos en la noche estrellada, cuando guelfa y guelfo' se dan un lúdico respiro, hartos ya, seguramente, de acarrear guiris, tontamente, a lo largo de la jornada. ("Las harimaguadas vendrán como turistas", dirá en Canto isleño). En el mismo acto de "encontrar atónita la nupciante camella", inextricable, tal vez, de las faldas de la Montaña misma, Perdomo nos advierte, finalmente:

[?] Que en el espacio negro / le franquee su atalaya con el baño de lumbre; / y aunque sin luz se encuentre los ícaros que fueron / no se asomen los ángeles al balcón voladizo; / prendérseles podría la ramazón del sexo"? Al rojo vivo.