La Provincia - Diario de Las Palmas

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Con su maleta de piel y monokini de rayas

El viaje al extranjero y el turismo rural y de camping son, a uno y otro extremo del arco vacacional, los indicadores que más se incrementarán este verano entre la población española

Camping en Los Alpes. LA PROVINCIA / DLP

Este verano de 2017, según las previsiones, los españoles repuntarán en la salida de vacaciones con cierta holgura comparativa, desde que se desatara la crisis. Y, curiosamente, los máximos indicadores de ascenso se sitúan en los extremos: las salidas al exterior, que se incrementarán en un 17 por ciento, y las pernoctaciones en casas rurales (13, 2 por ciento), y en campings (9, 9 por ciento), según un informe prospectivo elaborado por la asociación de empresarios turísticos Exceltur. Pero, eso sí, con menos tiempo de duración y a destinos relativamente cambiantes. Y es que pocas voces se han vuelto tan obsoletas como el término "veraneo", con sus marcadas connotaciones familiares y de clase, de alargadas y detenidas estancias en destinos muy prefijados, más bien norteños y casi vitalicios, antes de que el extendido afán de ligar bronce diese al traste con el antiguo prestigio de preservar marfil. Al margen de productos asociados, cada vez más indefinidos y ubicuos, consumibles en cualquier época del año, como la "canción del verano" o el "tinto de verano" (también "las bodas de la cerveza y el verano", que oficiara el poeta), ¿existe ya un ámbito específico de esta estación?

"Verano -definió Francisco Umbral en Mortal y rosa- "es eternidad razonable". Un espacio, también, para que jueguen al escondite inglés el calor y la sombra, que, a decir de Jean-Paul Sartre, van de la mano, pues "El sol es siniestro". Y en lo cual redunda, con mayor fuerza lírica, José María Valverde: "El sol lo toca todo como un ciego...". Es, según lo concibieron Georges Bataille y Samuel Beckett, respectivamente, "el ano solar", y la ensoñación del "esfínter del cielo".

A pierna suelta

Se levanta ahora la veda para dar con un tiempo peculiarmente elástico, zumbón y diletante. Pero, en la medida en que se emborronan las fronteras, entre ocio y negocio, entre hipótesis de vacación y de trabajo, caen los atributos del verano. La cuestión de fondo radica en que, a raíz de la hegemonía digital, el tiempo físico y el tiempo social andan dislocados. Quizás sabemos que es verano sólo porque ya ha dejado de ser primavera en El Corte Inglés. Y porque -en los mejores casos- las empresas dejan de embarazarnos y nos dan el mes para que vivamos el período a pierna suelta. Mientras la luz se alarga, el deseo se vuelve más consciente, y, a la vez -acaso como antídoto de la provisionalidad-, nos volvemos más zumbones. No obstante, como solía argumentar el filósofo Agustín García Calvo, "cuando insisten tan obstinadamente en proclamar que hace frío en el invierno y calor en el verano (pues, ¿qué sería, si no, de los abrigos de astrakán y de los hoteles a la vera de las playas?) no puede uno menos de sentirse invadir por la desconfianza".

Pese a la ilusión de atemporalidad ("Puertas abiertas a un salón vacío / donde se pudren todos los veranos", escribió en Piedra de sol Octavio Paz), ya no se trata tanto de un vaciado específico en el almanaque, o de una suspensión inherente a una estación determinada, cuanto de una actitud o un estado de "disponibilidad". Como analizó en su día el sociólogo Jesús Ibáñez, autor de Más allá de la sociología, "al estar el verano en todos los lugares y en todos los momentos, está ya nunca y en ninguna parte". Sin identidad alguna, carente de atributos espacial y temporal, se le identifica como algo susceptible de saltar como un resorte en cualquier instante y rincón, donde sea y cuando sea, con tal de que "puedas... oscurecerte la piel con bronceadores, deambular por las autopistas, visitar como un loco monumentos y comercios; que puedas como un zombi, trasnochar, trascomer, trasbeber, trasfollar... simular la trasgresión a toda costa".

Ese poder de simulación, de adquirir el estatus de trasveraneante, con la veda masivamente levantada en estas fechas, sigue siendo, no obstante, un duro trabajo remunerado en prestigio. Irse de vacaciones para poder presumir de que se ha ido de vacaciones. Varían los parajes, pero permanece intacta la ambición esencial de las señoritas de la clase media madrileña que, a mediados del siglo pasado, se recluían en sus casas y bronceaban en los balcones para poder presumir de que habían pasado la temporada en un chalé de Villaviciosa de Odón. Lo que aumenta es el compulsivo destajo, el prestigio de la lejanía, la sofisticación para perfeccionar la prueba o el botín que se exhibe en el retorno, que ahora llevamos incorporado en el apéndice del móvil.

Émulos de la 'jet'

Uno de los lemas más extendidos podría ser: Ganarás el pan del prestigio con el sudor de tu frente sobre la hamaca. Esto puede acometerse en plan desaforado, o bien, más familiarmente, reproduciendo los esquemas dejados en origen. Ibáñez estipuló en su día dos modelos de "trasveraneantes", que no sólo continúan vigentes, sino que, incluso, se han exacerbado: "El zombi sin sepultura" y "El caracol cargado de implementos".

Éste último, fiel heredero del seiscientos de la clase media desde los Planes de Desarrollo hasta Verano azul-, es el utilitario familiar atiborrado, con la suegra, el tiesto y el loro incluidos, que se limita a trasladar el aura doméstica hasta la entrada de la tienda del camping o la mesita del clónico apartamento. El otro modelo, el "zombi sin sepultura" (cuya imagen paroxística la alcanzan hoy los adolescentes haciendo botellón hasta el alba, o agolpados en cualquier afterhour, precisamente en cualquier tiempo y lugar), lo encarnan los herederos de "mientras el cuerpo aguante". Son los émulos de la célebre jet -otra antigualla- y de cuantos optan por darse de bruces con la borrosa imagen de previsión meteorológica que legara el vanguardista Agustín Espinosa: "En aquella estación, el sol salía y se ponía siempre a una misma hora".

Por lo demás, conforme a la "desconfianza" señalada por García Calvo, ya no ofrece garantías aquella animada vocecilla que antaño aseveraba: "Yo sé que este verano te vas a enamorar". Sobre todo, desde que Eva María se fue buscando el sol en la playa, con su maleta de piel y su bikini de rayas. Desde que, sin la menor indulgencia, se esfumó la noción misma de verano. Y más bien sucede que nos adscribimos a la estación con la misma inercia preventiva con que asumimos los rigores de María Cristina: que me quiere gobernar y yo le sigo-le sigo la corriente, porque no quiero que crea la gente que me quiere gobernar. Eternidad razonable, sí, pero cuya inmanencia sólo podemos vislumbrar un instante: al trinchar, por ejemplo, un tropezón en la paella, luego de haber aguardado durante horas para pillar mesa (o nicho) en el hangar petado de la playa global.

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