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Los dos que se cruzan

Andrés Sánchez Robayna y Fernando Castro Borrego comisarían la muestra 'Pintura y poesía: la tradición canaria del siglo XX', expuesta en TEA

Los dos que se cruzan

Vaya por delante que el título de este artículo lo he tomado prestado de la traducción al castellano de la obra de Óscar Domínguez Les deux qui se croisent. No es asunto menor, ciertamente, la apropiación de un estupendo título ajeno, pero, aunque palmaria, he de decir también que mi deuda con el texto del pintor surrealista nacido en Canarias concluye aquí. Por lo demás, si los personajes del artista son dos tipos ficticios a los que no pone nombre, dos individuos a los que "[d]espués de tanto tiempo cruzándose, nadie les ve", los dos que se cruzan de mi artículo tienen nombre y apellidos, son reales y, en razón de su posición hegemónica en el espacio cultural insular, gozan, además, de una visibilidad notable: son el poeta y catedrático de Literatura Española en la Universidad de La Laguna Andrés Sánchez Robayna y el catedrático de Historia del Arte en el mismo centro académico Fernando Castro Borrego. Ambos, a quienes cito en el orden en que se presentan, se cruzan como comisarios en la muestra Pintura y poesía: la tradición canaria del siglo XX, una producción del Gobierno de Canarias que, tras su estancia en TEA. Tenerife Espacio de las Artes, donde puede visitarse estos días, se exhibirá en otros centros del Archipiélago. Dado que fue escrito en francés, ignoro si los susodichos curadores consideran parte de lo que enuncian como tradición canaria del siglo XX Les deux qui se croisent, concebido en el contexto poético del surrealismo parisino, como la mayor parte de la pintura de Domínguez, que sí le representa en la exposición. En cualquier caso, antes de entrar en otros asuntos, conviene aclarar que Robayna y Castro pregonan de esta su muestra que responde al doble objetivo de "hacer visible el diálogo mantenido por la pintura y la poesía en las Islas durante el período histórico aludido (según el principio clásico ut pictura poesis)" y, al tiempo, de acreditarlo a partir de la noción de "imaginación material" de Gaston Bachelard. El filósofo francés desarrolló este concepto en los libros que consagró monográficamente a los cuatro elementos que la Antigüedad situó en la base de todas las cosas. Ahora bien, a diferencia de Bachelard, los comisarios no encuentran suficientes tales elementos para clasificar las "imaginaciones materiales", y por ello, junto a las salas "El agua", "El aire" y "La tierra y el fuego", han organizado otras estancias tituladas "Signo isla", "Signo cuerpo", "La luz" -¿será que esta no es un signo?-, "El mito y la historia" y "De la materia al mito (Gaston Bachelard)". Por lo demás, y como consideración preliminar, no creo que resulte superfluo que añada que, desde mi perspectiva, visitar esta exposición puede resultar una experiencia bastante entretenida.

A continuación citaré, por "el puro placer de la iteración", digámoslo con Umberto Eco en El vértigo de las listas, el elenco de artistas masculinos incluidos en esta muestra: José Aguiar, Ildefonso Aguilar, Fernando Álamo, Julio Blancas, Félix Juan Bordes, Juan Bordes, Martín Chirino, Pepe Dámaso, Óscar Domínguez, Marcel Jean, Plácido Fleitas, Tony Gallardo, Pedro Garhel, Juan José Gil, Gonzalo González, Pedro González, Juan Gopar, Pedro de Guezala, Juan Hernández, Juan Hidalgo, Juan Ismael, César Manrique, Manuel Martín González, Carlos Matallana, Manolo Millares, Felo Monzón, Néstor, Jorge Oramas, Manuel Padorno, Ángel Padrón, Santiago Palenzuela, Luis Palmero, Paco Sánchez, Santiago Santana y Cristino de Vera. Y ahora haré lo propio con la lista de las artistas: María Belén Morales, Maribel Nazco y Maud Westerdahl. Dada la asimetría entre ambos elencos, no es descartable que haya quien concluya, demasiado alegremente, claro está, que los comisarios tienen una concepción falocéntrica de lo que llaman la "tradición canaria del siglo XX". Nada más lejos de la realidad: creadores de un concepto museográfico absolutamente innovador, Robayna y Castro -sospecho que admiradores secretos de las Guerrilla Girls- usan esta estridente ausencia de mujeres artistas como recurso paradójico para obligar al espectador a hacer un esfuerzo de memoria, para abocarlo a convocar en su mente a las artistas canarias del siglo XX: a Vicky Penfold y Lola Massieu -las únicas que incluyó Castro en la colección Biblioteca de Artistas Canarios, cuando la dirigía-, y también (cada cual evocará a unas u otras según sus preferencias) a Elvireta Escobio, Yolanda Graziani, Jane Millares, Pino Ojeda, Tanja Tamvelius, Hildegard Hahn, Sira Ascanio, Carmela García, Teresa Arozena, Cristina Gámez, Laura Gherardi, Guenda Herrera, Karina Beltrán? Ya lo dije: la exposición puede resultar de lo más entretenida.

Como la principal aspiración de los comisarios, no lo dicen, pero lo transmiten, es que el espectador se vuelva contento a su casa, Robayna y Castro han reduplicado en el dominio de la poesía su fabuloso truco de prestidigitación museográfica: aquí ya no hay ni una sola escritora canaria del siglo XX. Los poetas que representan este "diálogo mantenido por la pintura y la poesía en las Islas", los líricos cuyos poemas se exhiben con grandes caracteres sobre las paredes de TEA, son Domingo Rivero, Tomás Morales, Alonso Quesada, Pedro García Cabrera y Luis Feria (omito las referencias a Pedro Perdomo Acedo, Juan Ismael, Domingo López Torres y Lázaro Santana, por cuanto que Robayna y Castro solo usan sus versos en las cartelas para ilustrar sus propios comentarios comisariales). Puede entonces que haya de nuevo quien, obviamente con escasas luces, se haga las triviales y previsibles preguntas: "Por descontado, todos los poetas presentes son incuestionables, pero ¿cómo es que no pudo introducirse, además, a alguna mujer en un arco temporal como el del siglo XX? ¿Cómo es así, por ejemplo, que Josefina de la Torre, incluida por Robayna en Museo Atlántico, su antología de la poesía canaria desde las "Endechas a Guillén Peraza", no podía tener hueco en ella? ¿Tiene algo que ver con la luz su poema, antologado por Robayna, "Círculo de esta luz"? O, también: ¿cómo es que Pino Ojeda, Pino Betancor, Pilar Lojendio, Ana María Fagundo, Cecilia Domínguez Luis o Tina Suárez, por citar solo a algunas, no parecen dignas de ser tomadas en consideración? Vuelvo sobre lo mismo: tocaba reinventar las ofrendas a Mnemosyne en la casa de sus hijas, las musas, y con este chipirifláutico juego museográfico de ausencia y presencia, Robayna y Castro lo logran de forma magistral. Pero ¿y si se señala como lugar de la falta el de poetas de absoluta referencia en el diálogo entre pintura y poesía en Canarias, como es el caso de Lázaro Santana, comisario y crítico de arte además de poeta, o el de Eugenio Padorno, interlocutor principal de Juan Ismael, intelectual con una prolongada reflexión sobre la que llama "tradición interna canaria" y, por más señas, uno de los tres autores canarios incluidos por Robayna -y demás coeditores- en la antología de poesía en lengua española Las ínsulas extrañas? ¿De verdad, estimado lector, se cree que le voy a repetir la respuesta? Claro que, en el caso de los artistas, el arco temporal abarca hasta Ángel Padrón, nacido en 1969, mientras que el más joven de los poetas con el que Robayna y Castro construyen este diálogo pintura-poesía, que nunca sostuvieron entre sí la mayoría de los autores incluidos en la exposición, es Luis Feria, de la llamada Generación del mediosiglo, venido al mundo en 1927 y, como el resto de los poetas de la muestra, fallecido. De nuevo, se dirá el lector, toca entonces entregarse a los placeres bachelardianos de la ensoñación, a bailar al son de la reminiscencia y la remembranza. Pues, va a ser que no: produce sonrojo tener que explicar la obviedad y es obvio que ni Goretti Ramírez, ni Bruno Mesa, ni Silvia Rodríguez, ni Francisco León, ni Paula Nogales, ni Rafael-José Díaz, ni Federico J. Silva, ni Alicia Llarena, ni Verónica García, ni Alejandro Krawietz, ni Pedro Flores, ni Daniel Bellón, ni Melchor López, ni Yaiza Martínez, ni ningún otro de los poetas canarios que rondan más o menos la edad de Ángel Padrón carece del menor atisbo de "imaginación material", como es obvio, también, que ninguno de ellos tiene, ni tuvo nunca, nada que ver ni con el agua, ni con la tierra, ni con el fuego, ni con el aire, ni con el cuerpo, ni con la luz, ni con el mito, ni con la historia, ni con Bachelard.

Y bien, me toca decir algo sobre la "imaginación material", no sea que, con tanto y tan ameno itinerario a que invita esta exposición, se me vaya a olvidar que Robayna y Castro la presentan como piedra filosofal de la misma. En varios de sus ensayos, Bachelard la describe como una fuerza que se desencadena en estado de ensoñación, un poder imaginante que penetra en lo más íntimo y que, nutrido con la energía fundadora de los cuatro elementos, produce, más allá de las formas, imágenes elementales. Es así pues que, a diferencia de la "imaginación formal", en la" imaginación material" "cobra la imagen valores de sinceridad y arrastra al ser por entero" (Bachelard, La tierra y los ensueños de la voluntad). Ignoro, dado que no lo explican en la muestra, por qué Robayna y Castro ven "imaginación material", y no simplemente una migaja de "imaginación formal", en, por citar algunas, las obras que han escogido de José Aguiar, Ildefonso Aguilar, Pedro González, Manuel Martín González, Carlos Matallana o Maud Westerdahl, pero es que aquí también hay rechifla: entre los recursos que hacen que esta muestra sea tan entretenida se encuentran igualmente los acertijos. En algún momento se publicará el catálogo de la exposición y en él, no se impacienten, los comisarios revelarán las soluciones de estos y otros pasatiempos. En cualquier caso, para hablar de una exposición no es preceptivo aprenderse el catálogo, porque toda exposición es en sí una construcción discursiva autónoma. Si no, bastaría con hacer catálogos y ahorrarse las exposiciones.

¿Cómo es que Robayna y Castro han logrado deducir una tradición local de la "imaginación material", que Bachelard describe como facultad compartida por la "humanidad imaginante"? Solo se me ocurren dos respuestas: A) Vaya usted a saber. B) Todas las anteriores. Y ¿cómo ha logrado adquirir tan formidables poderes Robayna para alcanzar a ver más "imaginación material" en el signo maga y en el signo romería de los cuadros de Pedro de Guezala, que, pongamos, en la pintura y la escultura de José Herrera -no incluido en la muestra-, quien, al fin y al cabo, formó parte del núcleo fundacional de su revista Syntaxis, le ha ilustrado portadas de sus libros y hasta ha contado con la correspondiente contribución de Robayna en una publicación que le homenajea. Pues este es también otro de los fantásticos acertijos de la exposición, como lo es, igualmente, la clamorosa ausencia en la misma del artista Alejandro Tosco, la última y resonante apuesta crítica conocida de Castro.

En fin, si lo anterior pertenece al dominio del acertijo, la presencia en la exposición de una obra realizada en Francia, Lion noir: la plaine, y firmada al alimón por Óscar Domínguez y Marcel Jean, escritor y pintor galo sin vínculos conocidos con Canarias, entra de lleno en la del jeroglífico. Por pasatiempos variados que no sea y, si no, aquí va otro que se ofrece en la sala "El signo cuerpo": ¿Cómo se hace "visible el diálogo mantenido por la pintura y la poesía en las Islas durante el período histórico aludido" entre el poema "Yo a mi cuerpo", de Domingo Rivero; la película en la que aparece Millares mientras "se cose en su propio sarcófago [sic] de arpillera" y la acción fotográfica de Juan Hidalgo Hombre, mujer y mano ? Lo más seguro es que cualquiera sabe.

Para lo que sí está ya disponible la solución, aunque el espectador tiene que jugar al divertido juego del detective para dar con ella, es para la intrigante cuchufleta de las cartelas con información que no se corresponde con lo que muestran sus respectivas salas. La de la estancia "La tierra y el fuego", por ejemplo, que comenta el poema "Tierras de Gran Canaria", de Alonso Quesada, ubicado, sin embargo, en la sala "La luz", cuya cartela nada dice del mismo, o la de la sala "El agua y el aire", que comienza con observaciones sobre la escultura de Chirino y Manrique -componentes indispensables del "principio clásico ut pictura poesis"- y concluye con la poesía de García Cabrera, Perdomo Acedo y Juan Ismael, pero no menciona obras incluidas aquí, como el cuadro Sifones, de Domínguez -muy atinadamente, por cierto, situado entre el agua y el aire- o la carpeta gráfica Capilla Atlántica, de Manuel Padorno, colocada en un panel con chinchetas como en la habitación de un adolescente, y los cuadros El mar, de Pedro González, y El adiós, de Santiago Santana, así como también la pintura Alegoría, de Guezala, que representa a campesinos con frutos de la tierra, en la que el aire apenas se intuye y el agua aparece solo en una esquina, en un charco donde ha metido los pies un personaje, trasunto bufo en este contexto de los propios Robayna y Castro. "Y bien", me preguntará impaciente el lector, "¿pero dónde demonios está la solución a esta intriga que ha anunciado usted al principio del párrafo?". Pues la solución, señoras y caballeros, niños y niñas, está en el vídeo explicativo incluido en la sala "De la materia al mito (Gaston Bachelard)", en el que Robayna proclama que "es muy doloroso reconocer que Canarias ha sido durante muchísimo tiempo inconsciente de su realidad cultural". Y tiene toda la razón. La gente tiene que venir de su casa estudiada. Solo faltaría que pretendiera que los comisarios se lo expliquen todo en las cartelas.

Para ir concluyendo, Pintura y poesía: la tradición canaria del siglo XX, es, efectivamente, como dice Castro en el mismo vídeo, "un proyecto sin precedentes, no ha habido nada parecido sobre las exposiciones de arte canario" (sea lo que sea el "arte canario"). Sus hallazgos expográficos son antológicos: los poemas en las paredes -sin extender su escritura por la sala para que envuelva y se imbrique con las obras de arte, sin aprovechar las posibilidades de la mesa digital y de la proyección videográfica-, obvian la dimensión espacial que adquieren expuestos de este modo y así protegen al espectador de la eventual irrupción de un pelmazo que intente darle la brasa con el legado de Mallarmé. La sala "De la materia al mito (Gaston Bachelard)", integrada principalmente por libros, manuscritos y textos mecanografiados en vitrinas, que no pueden consultarse -ni siquiera digitalmente-, devuelve la atmósfera rancia y entrañable de una casa-museo de mitad del siglo pasado. Otras recrean la pinacoteca clásica, la oscura sala de vídeo del centro de arte de los ochenta o, como ya he dicho sobre el panel con la carpeta de Padorno, el cuarto de un adolescente. Pero, pese a esta aparente desconexión expográfica, la muestra tiene un dispositivo conductor secreto y genial: el efecto deformante de la galería de espejos de la risa. Y, así, refractarios a las severidades de la modernidad y entregados con entusiasmo a la solemnidad autoparódica, a la más frívola y jovial versión de la posmodernidad, Andrés Sánchez Robayna y Fernando Castro Borrego construyen este mito de consumo hecho de agua, aire, fuego y tierra que, tanto como con Bachelard, tiene que ver con los villancicos de Televisión Canaria. Que nadie, pues, se empecine en buscar solidez en la muestra, pues es obvio que lo único que ha animado a los comisarios a hacerla es la liquidez, "esta liquidez" que (Bachelard, El agua y los sueños) "proporciona una excitación psíquica especial."

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