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El hermano más longevo, o el cóndor pasa

Nicanor Parra, padre de la 'antipoesía' y Premio Cervantes, que en septiembre cumplió 103 años, jugó un papel determinante en la formación de Violeta

El hermano más longevo, o el cóndor pasa

"La Violeta siempre fue abajista y yo siempre fui arribista", ha dicho, con el humor cáustico que le caracteriza, y tan decisivo en sus Antipoemas, Nicanor Parra (San Fabián de Alico, 1914), que el pasado 5 de septiembre cumplió 103 años, es el primogénito de los siete hermanos -Violeta ocupaba la segunda posición-, y el único que permanece con vida, ya más que doblando los 49 años a los que se suicidó su hermana, hizo en febrero medio siglo. El la acogió a su llegada a Santiago de Chile -"vino literalmente con lo puesto más una guitarra", ha rememorado- y jugó un papel primordial en su formación ( "la saqué a patadas de la música radial para introducirla en la folclórica"), muy especialmente en la técnica de las letras. "Tenía una facilidad asombrosa para componer, de una forma muy espontánea, casi asilvestrada", dice. Y también un gran magnetismo personal: "Era muy crítica y opacaba a todo el mundo. Recuerdo que en las reuniones sociales, el florero centro de mesa era Neruda. Pero aparecía la Violeta con su guitarra, y, simplemente, todo el mundo lo único que quería era que Violeta la tocara, y entonces, los poetas pasábamos a la Historia"?

En su juventud, Parra también militó en la izquierda -con gran devoción por el castrismo y la Unión Soviética-, y era afecto a la canción protesta. Pero los años le han vuelto tan escéptico y desafecto, que ha conseguido enarbolar esta gruesa y amortiguadora pancarta de su invención -de veras, 'antipoética'-: "¡La izquierda-derecha unida, jamás será vencida!". Y, sin embargo, procede de alguien que, hace menos de un par de lustros, cuando sumaba ya 95 años, secundó una huelga de hambre en defensa de una causa de los indígenas mapuches de su país; y que, en 2006, inauguró una exposición-performance, en el Centro Cultural del Palacio de la Moneda -Santiago y cierra Chile, cabría resumir-, en la que puso a desfilar los retratos de todos los presidentes chilenos, ahorcados...

Su desafección política no le impide ser tan antipolítico como antipoético con su propia lengua; empezando con el parricidio'que el premio Cervantes acomete con todos los poetas de la tradición de su país: "Durante medio siglo, la poesía chilena fue el paraíso del tonto solemne, hasta que vine yo y me instalé con mi montaña rusa". Desde hace décadas el longevo poeta es portador de una rigurosa soledad ganada a pulso. Algunos de sus compatriotas no le han perdonado sus recurrentes salidas de madre, como su jactancia de que "Pinochet en persona [a cuyo golpe de Estado no alcanzó a vivir su hermana por muy poco, y que tanto motivó el enaltecimiento de su merecida aureola] me lo ofreció todo; me dijo que lo que yo quisiera: un ministerio, una embajada... Naturalmente, lo rechacé"; ni tampoco le ha perdonado la izquierda chilena que, una tarde, de 1970, compartiera un té con la señora Nixon en la Casa Blanca...

Son, acaso, las señas de identidad de un egotista histriónico irredimible, sin pelos en la lengua, sino solo en la pluma, que, en su célebre poema Autorretrato, ya lo advierte: (He sido): "¡Un embutido de ángel y bestia!". Lo que nunca sabremos es si esa impronta de esquinado felino andino -nada discordante, por lo demás, en quien ha acaudalado una irreverente y original obra (anti)poética, cuajada de digresiones y sustancioso anecdotario, a base de mear fuera de texto-, es efecto o causa de su antigregarismo proverbial. Por él se aupó en su montaña rusa de un único viajero, apartándose de los ismos de vanguardia en boga en su juventud, que, a su juicio, instauraban un orden alternativo tan confinado y sectario como el que decían combatir. Hasta el más restrictivo Harold Bloom ha destacado, como parte del canon, la singular poesía anticanónica de Parra; fruto contradictorio de una vanguardia civil, de repliegue, sin doctrina ni ismos -algo así como el chasis de un seísmo-, y cincelada, hacia los márgenes, por un poeta de una generación uni-génere, capaz de poner en cacofónica evidencia a quienquiera que ose secundar su cuño inconfundible.

No obstante, del mismo modo que Neruda era la carne y Huidobro el hueso, en una anterior generación chilena, Parra podría ser la osamenta, filosa y cortante, frente a la suculenta carne de Gonzalo Rojas. Fémur que soporta el glúteo de sus respectivas fijaciones poéticas, el binomio no es baladí, ni siquiera en lo personal, pues, sin llegar al antagonismo visceral que se profesaron aquellos dos, es fama que el autor de La miseria del hombre y diplomático de Allende se mantuvo siempre equidistante de los exabruptos del autor de Hojas de Parra, aunque con sonada reconciliación final. Rojas, dos años más joven, se le adelantó siete en la obtención de un Premio Cervantes también tardío, y, curiosamente, falleció en el mismo 2011 en que Parra, a sus 97 años de edad, se erigía en el autor más anciano, con diferencia, en recibir el galardón.

Es obvio que su longevidad ha jugado a favor de la proyección del 'antipoeta'. Pues, en realidad, hasta ya casi nonagenario, con este siglo, el eterno candidato al Nobel no cosechó los más importantes reconocimientos (desde el Reina Sofía, en 2002, al Premio Iberoamericano de Poesía Pablo Neruda, en 2012). Matemático y físico de formación, bajo la apariencia espontánea y agreste de su (anti)poesía, se suceden letras cifradas, permutaciones y leyes de gravedad que él desplaza, solidario, hacia los márgenes, en una suerte de entropía empática y aritmética del caos.

En modo alguno puede ser antipolítico este cóndor perseverante y escaldado que, en ocasiones, para las poses mediáticas, desciende a disfrazarse de escupidora llama andina; con sus adrede prosaicos versos, ha tocado, por ejemplo, esta fibra indispensable: "El primer deber humano es respetar los Derechos Humanos". Y se posiciona, asimismo, en esta reciprocidad indivisible: "Todo hombre es un héroe / Por el sencillo hecho de morir / Y los héroes son nuestros maestros".

Él fue el primero y el último en leer la nota que dejó su hermana sobre sus rodillas, cuando se disparó un tiro aquel fatídico día de febrero de 1967, mientras celebraban una fiesta familiar. "Me la pasaron, explicándome que estaba sobre las piernas de la Violeta. Una carta con manchas de sangre. Terrible? Tal vez alguna vez me atreva a publicarla? Porque no deja títere con cabeza? A uno solamente? La carta del vidente, de Rimbaud no es más lúcida, no es más apocalíptica, no es más humilde".

Prodigiosamente, su poesía se trae el más allá al más acá, y, con la cometa volando a ras de las cabezas, sustantiva los más etéreos atributos; debido a que él es y nosotros somos "El hombre imaginario, / que vive en una mansión imaginaria / Y en las noches de Luna imaginaria / sueña con la mujer imaginaria / que le brindó su amor imaginario..." Lo demás es ruido.

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