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La revolución castradora

Varias décadas de censura estalinista contra toda "desviación burguesa" primaron el folclor y la servil apología del régimen

La revolución castradora

El filósofo de la Historia Christopher Dawson propugnaba en 1932 un retorno al pensamiento que reconozca "la complejidad y profundidad de la naturaleza humana y la existencia de un orden moral que es el que ha de gobernar las relaciones político-económicas, así como la conducta privada". Lo hacía al final de un ensayo sobre el bolchevismo, apoyándose en Waldemar Gurian para afirmar el carácter contradictorio de la revolución soviética respecto de ese orden moral, puesto que su intento de tratar la sociedad como si fuera un orden cerrado y autónomo no gestionó la utopía sino la tiranía. "Primero se mutila al hombre al privarle de algunas de sus actividades esenciales, y esa naturaleza tullida y desarbolada se convierte en el modelo que rige la civilización y la propia vida"

Justamente aquel mismo año (el 23 de abril) quedaba abolida la Asociación Rusa de Músicos Proletarios y tomaba el relevo la Unión de Compositores Soviéticos. Era en apariencia el final de una severísima etapa de intervencionismo estatal en el rumbo de la creación musical. La Asociación, que había durado unos ocho años (desde 1924) representaba en la vida artística uno de los numerosos ejemplos de la dialéctica marxista aplicada a la realidad cotidiana y la praxis política. Marx liquidó la Historia, destruyendo en parte su propia sistemática con la dictadura del proletariado, y predicó la disolución del Estado. Liquidados los gérmenes conflictivos de la Historia, desaparece su propio dinamismo. Los "músicos proletarios", constituidos en asociación, probaron el imposible de abolir la historia musical rusa, la de Glinka, Borodin , Rimski-Korsakov o Mussorsgski, nadificando el noble impulso del grupo Los Cinco y las directrices de Balakirev recogidas por César Cui en su fundamental monografía. Por si fuera poco, borraba los pentagramas de la URSS el pronunciado occidentalismo de Tchaikowski y la generación anterior a Stravinski, arrancando así del tronco germinal del bolchevismo cualquier amago de "desviación burguesa".

La Historia perdía toda significación en el presente prefabricado por, para, en y desde la revolución del proletariado. Por todo ello, la dictadura comunista en la música acabó postulando el más folclórico reaccionarismo. En la perspectiva de hoy, con el pleno rescate de la libertad, no cabe un solo argumento de redención.

La revolución inmóvil

En efecto, la Asociación Rusa de Músicos Proletarios proclamó en 1924 la incompatibilidad de la música contemporánea burguesa con el espíritu de la revolución soviética, y aplicó la dictadura del proletariado a la creación musical, imponiendo las "condiciones necesarias" para el auge de una "música proletaria" con taxativa condena de las innovaciones "degeneradas" del capitalismo. Con ello sobrevino el atasco y el repentino empobrecimiento de la música nacional, que llevaba casi un siglo de esforzada andadura en la concreción de ideas y formas propias, competitivas al más alto nivel. Y todo ello como reacción, ésta sí revolucionaria, contra el estancamiento en un folclor arcáico que ignoraba las grandes consecuciones europeas. Porque, en rigor, ¿qué era la música rusa anterior a Los Cinco? La variedad racial y cultural de las nuevas repúblicas socialistas venía de tiempos inmemoriales por anexión imperialista u ósmosis migratoria. Kurdos, armenios, ucranios, bashkires, turcomanos, tajiks, uzbekos y otros, eran células campesinas y barbáricas que hacían oir su música inmóvil con el único contrapunto del canto bizantino en los templos. Esa era la música rusa, indiferente a la conexión con el pulso europeo hasta el siglo XIX, prácticamente hasta Balakirev. Es tanto como hablar de una música ignorante de la gran transición modal-tonal, el progresismo de la polifonía, el contrapunto barroco, el clasicismo vienés y la gran forma del primer romanticismo. La indolencia de la minoría intelectual zarista se preocupaba muy esporádicamente de la composición occidental, casi siempre con fines más cortesanos más que culturales.

Aquellos músicos proletarios se organizaron siete años después de la revolución de 1917, cuando la vida del país comenzaba a articularse conforme a una estricta planificación marxista, y pretendieron elevar un folclor variopinto al rango de música nacional, única y excluyente. Los compositores nacionalistas del XIX dieron al patrimonio vernáculo un valor puramente testimonial en estructuras formales de general vigencia, sin limitaciones ni fronteras. Queda claro que el error revolucionario no fue de sistema sino de raiz, ni estuvo en los resultados sino en las causas. Los músicos proletarios primaban varios siglos de opresión feudal y oscurantismo. La música, como arte abstracto que totaliza en su ámbito natural y sus elementos expresivos todo lo que concierne a la inmanencia humana y a su trascendencia, tiende que abarcar la totalidad de los seres. Es válido el propósito de "música para el pueblo" proclamado por los dictadores del 24, pero equivocada la primera parte de su esquema: el de música "del pueblo" que brota del espontaneismo y no evoluciona. La dependencia primordial del material folclórico es inmovilista. El régimen necesitaba un músico nacional que, sumiso a las consignas, las manejase con genio haciéndolas competitiva de puertas afuera. No era posible con el folclor como dogma ni quedaba algo por decir después de la etapa de inspiración rusa de Stravinski en sus tres grandes ballets y la cantata Las bodas. Estas piezas magistrales, que conmocionaron al mundo occidental con anterioridad a la fecha de constitución de los "músicos proletarios", agotaban las posibilidades germinativas del folclor ruso. El mismo compositor abandonó los materiales autóctonos desde la última de las citadas, asumiendo las concepciones abstractas que siguen, remedan, abandonan o reinventan las del mundo libre. Su libertad más allá del país natal le convirtió en uno de los más grandes músicos del siglo XX.

Pero Stravinski nunca fue un "compositor soviético". Dmitri Shostakovich, elevado y derribado varias veces de la categoría de músico oficial en el país del que nunca emigró, dijo de Stravinski que era "el mejor de los músicos americanos". Como tal regresó de visita a la tierra nativa décadas después de su consagración en Europa y América. El régimen empezaba a entender que la represión proletaria del arte era uno de sus errores propagandísticos y recibió triunfalmente a Stravinski como ensayo de un amanecer que nunca llegaba.

"Formalismo burgués"

Para conseguir esa figura de rango internacional pero inequívocamente soviética había que aflojar las clavijas y fexibilizar las consignas. En 1932,Los músicos proletarios ceden el testigo a la Unión de Compositores Soviéticos. Más libres frente a los usos folclóricos, han de someterse a otra servidumbre. Cuando Europa supera el poematismo programático de Berlioz, Liszt, Mahler y el mismo Richard Strauss, florecen el simbolismo de Debussy, el hipercromatismo y la dodecafonía de Schönberg, la disolución el sistema tonal, el serialismo integral, etc., los rusos tienen que someterse al "realismo socialista" que educa y divierte a las masas populares y enfatiza la grandeza de la URSS . La patria, la revolución, las fechas totémicas, los hechos triunfales, la divinización de Stalin, las guerras ganadas, las consecuciones sociales, técnicas e industriales del partido comunista y hasta los planes quinquenales se adueñan de la temática admisible en la composición, al cuidado de los censores designados por el tirano.

El lenguaje queda embridado en esquemas lineales, simplones y narrativos, pues su destinatario, el pueblo, no entiende de rebuscamientos y sospecha de los personalismos. El gran dogma es el realismo socialista y el gran pecado el formalismo burgués. La monotonía folclórica se convierte en propaganda política, con grave desasosiego de los músicos de raza, aterrados por el diktat que amenaza con deportaciones, gulags, purgas familiares o asesinatos por la espalda. Se lee en el libro de memorias de Shostakovich, dictadas a Salomon Volkov, que una antesala del despacho de Stalin en el Kremlin fue habilitada como aseo para los que no controlaban los esfínteres bajo los gritos y amenazas del sátrapa.

No es significativo que un compositor de genio, como Serge Prokofiev, aceptase la consideración de músico oficial soviético cuando regresó a Rusia en 1934. Aquel bon vivant, obsesionado por no ser un segudón, aceptó los halagos comunistras cuando en Occidente ya era Stravinski el número uno. Prokofiev hace durante un tiempo lo que quiere y se escabulle de las consignas del Partido . Solo tiene que lanzar de vez en cuando una invectiva contra el corrompido arte burgués.que tanto le encumbró en sus años nòmadas y cosmopolitas. La presión es sibilina pero constante. Después de una pieza soberbia, la cantata Alexander Nevsky, empiezan a salir de su pluma una glosa del XX aniversario de la Revolución con párrafos del Manifiesto comunista, discursos de Lenin, fragmentos de Marx, el juramento de Stalin, etc. Más adelante, un Saludo a Stalin en su 60 cumpleaños, un oratorio "En defensa de la paz" y otras obras apologéticas que él mismo confinaba en la URSS, sin dejarlas salir. Todas han caido de los repertorios porque no resisten parangón con sus grandes títulos "degenerados y formalistas". Las contraprestaciones a la situación privilegiada que le proporciona el régimen van agotándole hasta la irrelevancia. Y muere en 1953, el mismo ano, mes y día que Stalin, sin haber disfrutado de las mínimas aperturas censoras que siguieron a la desaparición del padrecito.

"Fango en lugar de música"

¿Y qué paso con Shostakovich aquel 28 de enero de 1936, cuatro años después del cambio de rumbo -a peor- de las consignas musicales del país? El joven Dmitri, ya titular del primero de sus Premios Stalin, hacía carrera hacia el rango de principal compositor soviético. Su Primera Sinfonía, compuesta a los 20 años, tuvo un gran éxito. El aún estudiante había aceptado el control de la Nueva Política Económica (NEP), que protegía a los artistas y fiscalizaba su trabajo como el de cualquiera otra empresa estatal. Pero un día se cansa de su propia música y escribe: "No temo las dificultades. Se puede estar más cómodo y seguro siguiendo el camino de siempre, pero es aburrido, sin interés e inútil". Estas palabras están fechadas en 1935. Su magnífica ópera Lady Macbeth el distrito de Mensk estrenada el año anterior, reflejaba ya su rebeldía. Tuvo dos temporadas de éxito hasta que Stalin y Molotov, que dirigían sin escrúpulos las purgas de compositores no sumisos, fueron al teatro a ver una ópera ramplona de Iván Dzershinski, El Don apacible, escrita sobre la novela del más tarde Premio Nobel Mijail Sholojov. Los dos dirigentes se apresuraron a manifestar sus preferencias por esta obra, condenando de paso los excesos de aquella Lady Macbeth. No tardó el Pravda en completar el anatema. El 28 de enero salía en sus páginas una andanada violenta contra la ópera de Shostakovich, bajo el título Fango en lugar de música. Hay indicios de que ese editorial fue escrito por el propio Stalin.

El compositor preparaba el estreno de su Cuarta Sinfonía y hubo de archivarla apresuradamente. Tardó dos años en superar la proscripción política. En aquel tiempo estaba vedado a los soviéticos el exilio voluntario y Shostakovich se travistió de compositor sumiso. Su Quinta Sinfonía salió a la luz como "respuesta de un creador soviético a una crítica justa", como rezaba el frontispicio de la edición. El genial y rebelde Dmitri suministró a los jefes lo que le pedían: efectismo épico y poematismo conmemorativo, no por ello menos genial. Rescató así la condición de favorito, ganando por segunda vez el codiciado Premio Stalin.

"¡Yo soy el que protesta"!

Sucedía esto con un inmenso sacrificio interior, una represión que en él y en todos los de su clase tuvo que ser angustiosa. La S éptima Sinfonía ensalza a los pueblos que sufren los bombardeos nazis y está inspirada en el Poema a Lenin de Maiakovski. Es la famosa Leningrado que, horas después del estreno, salió en microfilm y avión especial hacia los EE.UU., donde se entabló una encarnizada guerra entre los más famosos directores de orquesta para adjudicarse el estreno. Lo hizo Toscanini y en pocas semanas fue interpretada en más de treinta ciudades, además de otras europeas tras el estreno en Londres. No es la mejor de las "sinfonías de guerra" de Shostakovich, que la superó de largo con la Octava. Muerto Hitler y repartida Europa, quiso Stalin poner fin a las sinfonías trágicas y encargó indirectamente al compositor una obra gloriosa, con coros que exaltasen su histórica figura. Cuando la Novena fue conocida, volvió el tirano a encolerizarse ante la ausencia de coros y de cantos triunfales. Shostakovich caía nuevamente en desgracia, temiendo por su vida y la de su familia. Muerto Stalin en 1953, el compositor, que habría de vivir hasta 1975, se desquitó con la Décima, en la que el protagonista es él mismo. La apasionada reiteración del tema de cuatro notas que forman sus iniciales en la notación alemana revelaba un impulso de autoafirmación victoriosa frente a las angustias sufridas y, por elevación, la eterna supremacía de la libertad en la creación artística. Su Cuarteto de cuerdas op.110, indiscutiblemente magistral, juega una vez más con el anagrama, si bien en una atmósfera de profunda indignación y tristeza. Cuando esta obra, escrita en 1960, se sometía al debate de rutina en la Unión de Compositores Soviéticos, empezó alguien diciendo: "El compositor Shostakovich en su nuevo cuarteto, junto a toda la nación soviética y los trabajadores del mundo entero, protesta con enfado..." No pudo seguir. El autor le interrumpió y empezó a gritar airadamente: "¡No, no, no, entiéndalo de una vez. Soy yo el que protesta, el que protesta soy yo! ¿Se entera usted de que es mi propia protesta, mi protesta?" Fue el punto de inflexión definitivo y sin retorno.

Nada más lejos de lo que él mismo había dicho en Nueva York: "No hay música sin ideología. También los compositores de antaño tenían, conscientemente o no, una idea política. La buena música eleva a los hombres y los anima al trabajo. Puede ser trágica, pero debe de ser poderosa. No tiene un fin en sí misma sino que es un medio de lucha importante y vivo". Era 1949 y aún vivía Stalin. Su música desmentía esas palabras, seguramente dictadas por los comisarios del arte soviético. Nuestro compositor salía del gulag ideológico con la condición de exaltarlo, pero despreciaba a los burócratas que se atrevían a excomulgar una relación de acordes o un encadenamiento de intervalos disonantes. A pesar de ello, un mundo expresivo limitado al folclor y a la glosa populista o política sólo ofrecía al compositor una posibilidad de expansión y de personal desarrollo: pasarse sutilmente a la forma que el régimen odiaba, tanto más cuanto peor la entendía.

El talento humillado

La hinchazón del decadentismo posrromántico europeo se exacerba en el área soviética. El poematismo y la narrativa de fácil digestión popular producen tantas partituras como apologías de la revolución. A titulo de ejemplo (entre muchos) La fundición de acero, de Mossolow, sigue la huella de las locomotoras del Pacific 231 del suizo Honegger y la supera en pesadez. Y la reiterada condena del "formalismo" no impide que Miaskowski componga 27 sinfonías, fecundidad que induce serias sospechas formalistas sobre los artefactos sonoros que se repiten sin implicarse en la invención del contenido. Claro está que son dos maneras diferentes de entender el formalismo, pero la del del mundo libre es creadora y evolutiv< en la medida en que lo son la sociedades humanas, no lacustre e inmóvil como en el interior de la URSS. El verdadero talento se las arreglaba para ofrecer grandes obras, como la Sinfonía clásica escrita por Prokofiev después de su retorno, o el completo catálogo de Shostakovich, que es, junto a Stravinski, el más grande compositor ruso de todos los tiempos. Aún acosado por el miedo, no sabía ser servil

En definitiva, el principio planificador del régimen se equivocó con la música y con el arte en general. El error fue de la política, no del arte, incluso cuando los artistas se acomodaban al diktat por sobrevivir, no por escalar posiciones de privilegio en una estructura controladora hasta el ridículo. No es viable un arte sano cuando la burocracia lo interviene y dirige sus pasos bajo la amenaza de ostracismo, destierro o muerte. Un vistazo al catálogo de los compositores en la era de Stalin habla por sí solo: la Obertura en homenaje a Stalin de Miaskiovski, Los trabajos de la presa del Dniepper de Meytuss, el Poema sobre Stalin de Khachaturian, la terrible Tercera sinfonía de Vissarion Shebalin, que invierte dos horas en glosas a la Primera Gran Guerra, la Revolución de octubre y la muerte de Lenin; la Sinfonía del 15º aniversario de la Revolución firmada por Kabalewski, los Episodios de la Revolución de Kniepper y sus poemas sobre a los konsomols; las glosas revolucionarias de Shaporin y, en fin, las innumerables puestas en música de textos de Marx, Engels, Lenin, Stalin, Gorki y toda la patrística del comunismo. Puede que, como dijo Shostakovich, la música "necesite una ideología", pero se corrompe con la baba apologética.

Después de Stalin aflojaron las clavijas, pero no en medida bastante para estimular la libertad de los compositores soviéticos. No dejaba de extrañar que los grandes interpretes con libre visado para salir del país por razones de propaganda, no incluyeran en sus programas música rusa contemporánea. Los Sviatoslav Richter, los Oistrakh, Gilels, Kogan, Mravinski o Rostropovich -que acabó exiliándose-, hacían repertorio occidental sin ocuparse del catálogo de sus compatriotas. O sea que eran cultivadores del "arte burgués" sin restricción alguna. Dentro del país no era tan fácil. La propaganda soviética fue siempre la misma hasta la muerte de Stalin, en paralelo con la muy conservadora pero notable práctica interior de la ópera (no conflictiva) y el ballet, así como la frecuentación de los sinfonistas anteriores a la Revolución. El gran director Eugene Mravinski, titular durante décadas de la Filarmónica de Leningrado, fue una de las bazas de la propaganda exterior. Aunque alineado al principio con las directrices políticas, llegó a rehusar las giras internacionales si no le dejaban programar sinfonías de Shostakovich.

El arte corrompido y degenerado

El Kremlin y sus comisarios levantaban la mano -pocas veces- al constatar la nula capacidad de seducción de su música castrada más allá de las fronteras del imperio. Después de Stalin, Kruschev y Breznev trataron de modular los controles sobre la música y las demás artes, pero fueron avances mínimos. Con la perestroika y el desmoronamieno de la URSS, compositores de genio como Alfred Schnittke, Iván Denisov y Sofía Gubaidulina, ente otros, expandieron su obra en todo el mundo con el único pasaporte del talento en libertad. Los grandes compositores de los llamados "paises satélites", como los polacos Lutoslavski y Penderecki, el estonio Arvo Pärt o los húngaros Ligeti y Kurtag ya gestionaban una fama sin fronteras, al nivel de los más grandes. Pero no es éste el lugar de un catálogo, sino el de evocar con melancolía y desasosiego la inmensa cantidad de genio abortada por la centenaria revolución de octubre, entre cuyas posibles aportaciones no se cuenta la comprensión de algo tan evidente como que el negacionismo de la libertad es, exactamente, lo que engendra el arte corrompido y degenerado.

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