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Napoleón como vendedor de sandías

Simon Leys novela un final del emperador francés que se escapa a lo que la historia cuenta

Napoleón como vendedor de sandías

Qué habría ocurrido si Napoleón Bonaparte no hubiese muerto desterrado en la perdida isla de Santa Elena el 5 de mayo de 1821, como dicen los libros de Historia que sucedió. Pero no qué habría ocurrido en el mundo, en los equilibrios de poder, en las alianzas políticas. Qué le habría ocurrido al ciudadano Napoleón, no al sire, no al emperador. Estoy seguro de que esa pregunta cruzó la mente del reputado periodista cultural, poeta y novelista, lingüista, traductor, profesor y sinólogo Simon Leys (1935-2014). ¿Y si hubiese acabado en París vendiendo, qué sé yo, melones y sandías, conviviendo con la viuda de uno de sus soldados, olvidado de todos, salvo de los locos que deliran en un manicomio creyéndose el sire, el emperador, creyéndose Napoleón? He ahí el arranque acaso de la novela La muerte de Napoleón, aparecida en Francia en 1986 y en España dos años más tarde y recuperada ahora con nueva traducción.

Mi muy admirado, inteligente, culto, listo y divertido Leys (de nombre real Pierre Ryckmans) se había hecho célebre en los años 70 con su polémico Los trajes nuevos del presidente Mao (o en singular). Célebre y apedreado en muchos frentes al denunciar entonces lo que hoy es moneda común: que el maoísmo y su Revolución Cultural eran aberraciones. Podemos leer de Leys auténticas delicias, como La felicidad de los pececillos, un libro de artículos entre los que destaco uno perfecto: El imperio de lo feo, un relato sobre lo que ocurre en un bar ruidoso, lleno de voces, cuando una pieza de Mozart sustituye al griterío que despedía un aparato de radio. Y con citas atinadísimas: "El talento inspirado siempre es un insulto a la mediocridad"; "¿No se podría subsidiar a determinados universitarios para que dejen de escribir libros?"; "Solo deberíamos poseer aquello que se puede poseer con despreocupación"; "Necesito tanto tiempo para no hacer nada, que no me queda ya para trabajar". También la conradiana tragedia Los náufragos del 'Batavia', un desastre marítimo del siglo XVII, con aplicaciones para ahora mismo: "Una sociedad civilizada no es necesariamente una sociedad que tiene una proporción menor de individuos criminales y perversos (?), sino aquella que simplemente les brinda menos oportunidades de manifestar y de satisfacer sus inclinaciones". O su finísimo Con Stendhal. O su Breviario de saberes inútiles. Lean: "Uno no nace hombre, se convierte en hombre"; "Mis críticos creen que 'divertido' es lo contrario de 'serio'. Pero 'divertido' es lo contrario de 'aburrido' y nada más (?). Parece haber un problema con buena parte de la crítica contemporánea, y sobre todo con cierto tipo de crítica literaria académica. Da la impresión de que en realidad a estos críticos no les gusta la literatura, no disfrutan leyendo. Peor aún: si llegasen realmente a disfrutar con un libro, sospecharían que es frívolo. En su opinión, lo que es divertido no puede ser importante ni serio".

Pero Simon Leys sintió la llamada de la novela (solo en esta ocasión) y urde un complot misterioso de leales que permite a Napoleón escaparse de su exilio mientras un sosias ocupa su lugar ante los ojos de los aliados guardianes. Viaja por mar con identidad falsa, llega a Waterloo ("Es allí donde tiene una cita consigo mismo": estupenda frase), lo arrestan por una nimiedad, alcanza París, y encuentra refugio en la casa de una mujer que capitanea un grupo de fieles parias añorantes del esplendor de Napoleón. (Inciso: a la mujer se la apoda El Avestruz. ¿No hubiese sido más adecuado que el traductor eligiese Avestruz solamente?). Como no puede evitar, aun de incógnito, ser quien es, Napoleón organiza una serie de movimientos tácticos y estratégicos en forma militar, pero para vender sandías y melones provenzales en París, con gran éxito comercial. Cuando llegan noticias de la muerte del "otro" Napoleón, el tono del libro cambia. Ya no hay grandes gestas que alcanzar, su destino ha concluido, solo le queda cerrarse en la lucha contra el recuerdo de lo que fue. Se resigna, se rebela, se desvanece poco a poco.

La novela alcanza momentos de alto estilo. "El cielo, dividido entre la noche y el alba, negro azulado desde el oeste hasta su cenit, blanco perlino a oriente, estaba enteramente ocupado por la más fabulosa arquitectura de nubes que imaginarse pueda(?). La suprema cresta de un cúmulo deshilachado estaba ya tocada por una pincelada de amarillo, primer rayo de luz del día en la bóveda de la noche moribunda, mientras que las partes bajas de las nubes seguían aún sumergidas en una penumbra confusa, erizada de picos, con una sucesión de acantilados y de precipicios azules, de nocturnos campos nevados, de coladas de lava violeta". Incluso para buscar la mejor imagen, esa calidad de línea: "Su pensamiento permanecía en plena efervescencia, como un candelabro olvidado en una morada devastada". Pero la esencia del libro ya la hallamos en la estupenda cita que lo abre. En ella, Paul Valéry lamenta que una "sólida inteligencia, como la de Napoleón" se hubiese dedicado a "cosas insignificantes", a cosas como imperios, acontecimientos históricos, la gloria y la posteridad. Y se pregunta con extraordinario tino: "¿Es que no veía que se trataba de algo muy distinto?" Perfecto.

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