La Provincia - Diario de Las Palmas

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Viaje a la isla colombina

Volver a La Gomera

"Entonces, algunos pueblos sólo eran accesibles por falúa. Ahora he encontrado una isla moderna, llena de espléndidas y bien cuidadas carreteras"

Volver a La Gomera

Este verano volví a La Gomera, después de muchos años. La encontré muy cambiada, para bien. Yo la había conocido a fines de los 50 y es lógico que así fuera.

Su quebrada geografía esconde, en el interior, panoramas de gran belleza y, en la Villa, desde La Lomada, yendo hacia el Faro, la vista del canal que separa a La Gomera de Tenerife permite apreciar al Teide, que sube y sube, hasta lo más alto, configurando uno de los lugares en que mejor puede ser contemplado.

Entonces, algunos pueblos estaban incomunicados y sólo eran accesibles por falúa. La falúa también se utilizaba para viajar al Sur de Tenerife. Muchos trabajadores gomeros se desplazaban entonces allí, para las labores de la zafra. Viajaban en plan auténticamente de emigrantes, con sus modestos enseres y algunas veces hasta con alguna cabra.

Tras la zafra, unos retornaban y otros se quedaban en Tenerife. En cierta ocasión, al retorno de la falúa con una cabra, un funcionario del Cabildo, adornado de excesivo celo, pretendió que el animal devengaba arbitrio por la importación y requería certificado veterinario, pero desistió rápidamente del empeño.

Las falúas se usaban generalizadamente para ir a Playa de Santiago, La Rajita, Valle Gran Rey y Alojera. Pueblos bellísimos, de los cuales sólo Valle Gran Rey era accesible por carretera, pero requería atravesar dos veces la isla de parte a parte y, sobre todo, descender por el Valle de Guadá, cuyas curvas y estrechez la hacían temible. Se decía que las guaguas circulaban por ella con una parte del alojamiento de los pasajeros sobre el vacío.

Playa de Santiago, a escasos seis kilómetros de la Villa es un ejemplo en este aspecto. Resultaba imposible llegar por carretera, sencillamente porque no existía entonces, lo que hacía obligado el viaje en falúa. Era un caserío activo, con florecientes plantaciones de tomates, en la que había una residencia de la que todo el mundo hablaba, de los Rodríguez López, donde a la sazón entrenaba José Legrá, entonces en sus comienzos, que llegaría a ser campeón del mundo. Cuando Legrá, ya famoso, volvía a Playa de Santiago, se notaba en lo que hoy llamaríamos medios y la isla se polarizaba en torno a este personaje deportivo.

En Playa de Santiago se levantó el aeropuerto, entonces privado, que dio lugar a una historieta curiosa. Las balizas de la pista de aviación aparecían rotas con frecuencia. Se pensó en algún desaprensivo, a pesar de que por aquellos alrededores no vivía gente, y a lo más alguna vez aparecía un pastor con su modesto ganado, pero gente seria y de fiar.

La Guardia Civil decidió averiguar el origen de los daños y montó un servicio permanente de vigilancia, con el resultado de que pudo observarse que, con el sol, las balizas rojas o verdes brillaban intensamente y atraían a los múltiples cuervos de la zona. Éstos, como si fueran aviones de bombardeo, cogían piedras con sus garras y, tras elevarse, las dejaban caer sobre las balizas una y otra vez, hasta romperlas y poder llevarse los cristales a sus nidos.

Más allá de Playa de Santiago, la familia Darias poseía una finca maravillosa, llamada El Cabrito, con playa propia. Era una maravilla de sitio e ignoro quién la disfruta actualmente.

El viaje por falúa, con la mar buena, era sumamente agradable. Al final había que desembarcar utilizando los pescantes que había en cada desembarcadero. Un marinero saltaba el primero y, uno a uno, los pasajeros aguardábamos que el vaivén de las olas nos izara hasta el escalón en que el marinero nos agarraba la mano y nos sacaba de la falúa. En cierta ocasión, un pasajero quiso disparar con un fusil de caza a los alegres delfines que se acercaban a la embarcación. Se lo impedimos y aquel día aborrecí la caza para siempre.

Visitantes y pensiones

Los abundantes bosques de la isla provocaban en aquella remota época la afluencia de unos visitantes escasos, pero de gran significado. Me refiero a botánicos de todo el mundo que recorrían los bosques de El Cedro, de Chipude, Arure y tantos otros de la isla, apreciando la pervivencia de especies ya desaparecidas en otros lugares, en bosques que, según aquellos investigadores, encerraban especies hasta de la Época Terciaria.

Recuerdo una botánica noruega, que pasó una temporada en la isla con su marido, Premio Nobel de Física, un hombre silencioso, alto y delgado, de nombre tal vez Frederik Zernike, aunque puede que me equivoque o que no fuera Nobel en esa materia. Coincidí con ellos en la Pensión de Chano Felipa, entonces el establecimiento puntero de la Villa, a la que se llegaba por un destartalado callejón, desde la Plaza de Los Laureles. Se les veía a la hora de desayunar, y por Carmita, la chica que nos servía, sabíamos hacia donde se dirigían en el interior de la isla y, lo que más nos llamaba la atención, los alimentos que se llevaban para todo el día, consistentes en queso, chocolate, almendras y como bebida, agua.

Todos recordamos el día que se fueron y los despedimos. Habían desayunado y Carmita les trajo la cuenta de su estancia. El Premio Nobel le pidió, en un castellano tosco, determinadas explicaciones y Carmita se las dio. No terminó de entenderlas el huésped y volvió a insistir dos o tres veces más, lo que hizo que Carmita, elevando los ojos al cielo, exclamara: "Qué cerrado es este hombre, mira que no entender esta suma".

Le dijimos, entre risas, que no hablara así a un Premio Nobel de Física y ella remachó: "Será lo que ustedes dicen, pero es el hombre más cerrado que he visto en mi vida".

La pensión de Chanco Felipa no figuraba en ninguna guía. La única que aparecía en aquellos años era un Hotel, así, Hotel con todas las letras, que creo se llamaba Canarias. Su aspecto era, como suele decirse, indescriptible. Era una casa de dos plantas, en mal estado y deslucida, con un patio para todo, ropa vieja de cama y toallas en las ventanas, oreándose.

Una vez vino destinado a La Gomera un personaje singular, Luis María Muñoz Tuero. Era su primer destino como médico forense y llegó acompañado por su mujer, una dama que descendió del barco cual si fuera una actriz de cine y la esperaran las cámaras de medio mundo. Era una señora muy bien vestida, elegante, y que no habría desmerecido en las portadas de las revistas actuales. Vestía siempre así, e incluso cuando íbamos a la playa de la Villa, los días que estuvo, era muy agradable contemplarla. Con estos datos no es de extrañar lo que ocurrió.

El maletero que se hizo cargo del equipaje de ambos, cuando el Médico le dijo que los llevara al Hotel Canarias, donde tenía reserva, contestó muy serio: "Yo, a ustedes no los llevo allí?. Los voy a llevar a la Pensión de Chano Felipa".

Y así lo hizo. Ya se imaginarán como estaba aquel Hotel.

He admirado siempre la forma de ser de los gomeros, sufridos, trabajadores, inteligentes, con un sentido peculiar del humor.

Recuerdo una querella en la que aparecía, entre los documentos aportados, una carta que había dirigido el querellado al querellante. Comenzaba exaltando los lazos de amistad que siempre les había unido, y a poco comenzaba a exponer múltiples agravios que el otro le había inferido, insertando insultos y atrocidades cada vez más graves. Tras todo ello concluía de la siguiente manera: "Bueno, acabo, si en algo te he ofendido, te perdono".

Jamás supe si había sido un lapsus de expresión o una forma refinada de burlarse del otro.

El silbo

En la Gomera, en medio de una naturaleza tan sugestiva, el silbo gomero resultaba impresionante. En aquellos años, en una isla tan quebrada, cortada por profundos barrancos, caseríos y pueblos diseminados, el silbo permitía transmitir mensajes con increíble rapidez y precisión. Realizaba la función que hoy han acaparado los móviles.

Cuando el barco de la desaparecida y recordada Transmediterránea se aproximaba al muelle, lo mismo en San Sebastián que en Santa Cruz de Tenerife, en aquella época, los mensajes entre los que esperaban y los que llegaban eran intensos, con la impaciencia de saber unos de otros y se cruzaban sin pausa, varios a la vez. ¿Cuantos días vas a estar? ¿Viene alguien más conocido? ¿Quién viene contigo? ¿Mamá está bien? ¿Por qué no ha venido padre?. Era algo que impresionaba.

Por aquel tiempo había circulado por la Villa un rumor insistente, que achacaba algo sucio al alcalde de entonces. El gobernador civil de la Provincia decidió mandar un par de inspectores de Policía para que practicaran una información, los cuales decidieron venir de incógnito, sin avisar a nadie, haciéndose pasar por viajantes de comercio o comerciales, como hoy diríamos, para lo que acudieron provistos de muestrarios de productos textiles. Lo cierto fue que tan pronto pisaron el barco que les trajo de Santa Cruz de Tenerife a La Gomera, otros pasajeros los detectaron y cuando pisaron la isla, antes de que desembarcaran, todo el mundo supo que venían dos policías para ocuparse del asunto al que se referían los rumores.

Estuvieron varios días. Los que frecuentábamos el bar de la Plaza los veíamos pasar, una y otra vez, con sus muestrarios. Nada sacaron en limpio, pues la gente no entró al trapo cuando los inspectores intentaban aproximar el tema a las cuestiones municipales. Qué bien se vive aquí, estarán ustedes contentos con el Ayuntamiento, todo parece funcionar bien, que tranquilidad tan grande, da gusto, etc.

Nadie se dio por aludido y nada obtuvieron.

La estadía de los Inspectores tuvo un final acelerado porque un día fueron a comer al restaurante de Amada, que estaba siempre lleno de gente. Ocurrió que apremiaron al camarero, un jovencito, más bien un niño, para que les completara lo que habían pedido y el chico, con la mayor naturalidad y hablando alto para hacerse oir dijo: "Amada, el segundo plato de los policías, que tienen prisa".

El silbo era utilizado entonces por todas las administraciones, incluidos los dos juzgados de la Isla, Comarcal y de Primera Instancia e Instrucción. En los desplazamientos para practicar diligencias, los alcaldes pedáneos o cualquier vecino atendían las peticiones que les hacían los funcionarios de todas clases y, por supuesto, la misma Guardia Civil. Por silbos llamaban a las personas de interés para las diligencias. Eran una ayuda inapreciable.

Tengo para mí que el silbo se lo encontraron los conquistadores. Se ha perdido el lenguaje aborigen, pero la técnica pienso que sigue siendo la de siempre, transmitiendo las palabras con base en modular las sílabas de los vocablos que se utilicen, hasta el punto de que si sabes de antemano la letra del mensaje lo puedes seguir cuando es silbado, siempre con la letra "A" al principio.

Como antes dije, temo que los móviles acaben con esta maravilla del lenguaje. He sabido que, como no podía ser menos, el Cabildo Insular fomenta el silbo empezando en las escuelas. Me parece elemental que así se haga y ojalá se conserve siempre, pues está incorporado a nuestra historia.

Imposible dejar de mencionar, a este respecto, la muerte de Juan Rejón, el fundador de Las Palmas y conquistador de Gran Canaria, hombre violento y soldado de fortuna, con infinidad de episodios turbulentos en su vida, unos de su pasado anterior a Canarias y otros relacionados con Gran Canaria, donde tuvo desavenencias y pugnas con Pedro de Algaba y Pedro de Vera, por citar algunos.

Habiendo perdido, por decisión de los propios Reyes Católicos, sus prerrogativas en Gran Canaria, recibió de los mismos monarcas, a modo de compensación, la encomienda de conquistar las islas de La Palma y Tenerife.

A la sazón, La Gomera hacía años que era ya isla de realengo, incorporada como tal a la corona de Castilla. Mandaba en ella Hernán Peraza el Joven, segundo Conde de la Gomera.

Juan Rejón se preparó para su nueva empresa aprestando en Cádiz un ejército con cerca de trescientos peones y veinte jinetes, con los que se embarcó hacia Las Palmas, a cuyo Puerto de las Isletas arribó en mayo de 1481. Con él viajaban también su mujer, doña Elvira de Sotomayor y dos hijos aun menores. Doña Elvira era hermana del alférez mayor de la conquista de Gran Canaria, Alonso Jáimez de Sotomayor. Pedro de Vera se alarmó cuando supo su llegada y rehusó dejar desembarcar a nadie de la expedición.

Juan Rejón pretendió hacerlo de todos modos, pero su cuñado, Alonso Jáimez, le convenció para que siguiera a La Palma y no se creara otro nuevo problema.

Tras ser persuadido, Rejón siguió viaje y según se cuenta, al llegar al canal de La Gomera, frente a la playa de Hermigua, su mujer le rogó que la dejara bajarse para descansar en la playa, dado que venía en mal estado físico y absolutamente mareada, por una fuerte tormenta que acababan de dejar atrás. Juan Rejón accedió y a su encuentro acudieron hombres armados de Hermigua, a los que dio explicaciones sobre su identidad y motivo de la arribada.

Todo apunta a que por silbos esta información fue transmitida en el acto a La Villa, donde gobernaba Hernán Peraza el Joven, cuyo padre había tenido serios altercados con Juan Rejón, años atrás, en Lanzarote. Lo cierto es que, según el relato, por silbos se dio también la orden de trasladar a Juan Rejón a la Villa, pero aquél se resistió y terminó siendo muerto en la misma playa, atravesado por una lanza, a la vista de su mujer y de los hijos.

Así terminó una vida llena de violencia, pero que dejó atrás el saldo brillante de la fundación de nuestra ciudad.

Comunicaciones

He encontrado una isla moderna, llena de espléndidas y bien cuidadas carreteras, con el túnel de Hermigua agrandado y en forma.

Antes, era otra historia. Nunca olvidaré una subida El Cedro. Había llovido mucho y, ya de regreso, en un tramo determinado había desaparecido al menos un metro de la estrecha pista de tierra por la que transitábamos. Fillo, el taxista -no olvido tampoco a Tomás Bencomo, el otro taxista que solíamos utilizar- detuvo el taxi, nos bajamos y sin decir nada nos dijo que esperáramos, que él se iba a buscar algo para poder pasar. Regresó con un tablón, lo aplicó para salvar el vano que se había formado y, ante nuestra admiración, pasó tranquilamente. Nunca ponderaremos suficientemente la habilidad de la gente nuestra, cuando se enfrenta a problemas.

¿Cómo olvidar, en este aspecto, a los marineros de la desaparecida Transmediterránea?. Cuando La Gomera, o El Hierro, aún carecían de muelle, descargaban como si tal cosa un camión sobre una lancha y era un espectáculo, en la bahía de San Sebastián, o en la de El Hierro, ver el camión avanzar hacia el desembarcadero, sobre una embarcación que no sobresalía del agua. Parecía deslizarse sobre el mar.

Pero las de La Transmediterránea son otras historias.

Volviendo a La Gomera, voy a terminar este retorno a la isla con dos historias de aquellos años, las cuales hablan de solidaridad.

Solidaridad

En Hermigua había un Agente Judicial, muchacho joven , de escasos treinta años, que padecía la enfermedad "azul", hoy diríamos cianosis congénita, trastorno circulatorio grave, que produce una coloración típica, que ha dado origen al nombre. El médico de Hermigua, posteriormente Forense, Emilio Muñiz Bartolomé, concitó mandarlo a Madrid, al mismísimo don Gregorio Marañón, poniendo en las manos de éste su atención, bien personalmente o pasándolo a algún especialista.

Marañón contestó inmediatamente e incluso ofreció hacerse cargo de los gastos de viaje, al saber que era un funcionario de escasa retribución. No fue necesario, porque la gente ayudó y durante muchos años, hasta su fallecimiento, el funcionario estuvo acudiendo a Madrid para recibir cuidados médicos.

La otra historia tiene por escenario Alajeró. Si hay un pueblo hermoso, entre tantos como tenemos, ése es Alajeró. En aquellos años costaba trabajo llegar a él, por un ramal de la carretera, que iba a Valle Gran Rey. Carretera pésima, llena de curvas. En Alajeró era Alcalde perpetuo un patriarca venerable, don Alejo, un hijo del cual, del mismo nombre, es un distinguido Profesor radicado en la villa de Ingenio, en Gran Canaria. Con él he tenido el gusto de recordar esta historia.

Podía verse, en una de las entradas en el pueblo, una vivienda modesta, situada en lo alto de una ladera, desde la cual descendía una estrecha y empinada vereda y podía verse también unos niños, hasta cuatro que subían y bajaban por ella. Pero eran ciegos, entonces al menos tres. Nacían con vista pero la iban perdiendo poco a poco.

Llamaba la atención la resignación con que la humilde familia y el entorno, es decir, el mismo pueblo, aceptaban esta lastimera situación. Don Alejo me dijo que se había cansado de interesar a las autoridades provinciales en el tema, sin resultado. Recuerdo haber publicado algo en la prensa para llamar la atención sobre este problema y que los niños recibieran la lógica atención. En aquella época ni la medicina ocular ni la misma ONCE estaban debidamente desarrolladas a nivel social. Cuando en su momento abandoné La Gomera no había recibido ninguna respuesta y continúo sin saber si se pudo hacer algo.

En fin, volvamos al presente. Una isla hermosa, ésa es la palabra, a la que será siempre una delicia volver. Sus comunicaciones y sus excelentes carreteras la ponen al alcance de la mano.

Mientras tanto, la Aldea de San Nicolás, en Gran Canaria, continúa sin carretera. Y estamos en el siglo XXI.

(*) Exmagistrado del Tribunal Supremo

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