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Historia y violencia

El segundo tramo del Camino Real discurre por lugares con nombres cargados de resonancias del pasado y en los que la vida vale poco

Historia y violencia

El segundo tramo mexicano del Camino Real de Tierra Adentro comienza en Torreón, a unos doscientos cincuenta kilómetros al sur de Chihuahua. Arranco a las seis de la mañana con las calles a oscuras y vacías. Madrugar se impone por la mucha distancia que hay que recorrer cada jornada en esta desolada zona del Norte, pero sobre todo porque está rigurosamente desaconsejado viajar de noche. Es cuando suceden los asaltos y secuestros. Las "levantadas", como dicen aquí.

Veo el amanecer en ruta. El espectáculo es sublime con el sol naciendo sobre la sierra pelada. La carretera, de impecable firme, ha de superar un desnivel lleno de curvas que alegran el ánimo. Adelanto una impresionante columna militar. Los soldados van armados hasta los dientes.

La historia es conocida. El anterior presidente detuvo a algunos capos. Los narcos plantaron cara a los federales con armamento de guerra. Tuvo que intervenir el Ejército. Comenzó una guerra no declarada. No falta gente que afirma que el problema de la violencia es también político, que los políticos son corruptos bien porque los ha comprado el narco o bien porque ya eran narcos que han comprado sus cargos políticos. Éstas son las historias que escucho cada día. Estas conversaciones son como un corrido de los Tigres del Norte.

Al final de la serranía, aparece el llano salpicado de chumberas y cultivos. Y al fondo, la gran ciudad de Durango. Fundada en 1563 por el vasco Francisco de Ibarra como capital del reino de Nueva Vizcaya. La ciudad vivió del hierro y de la plata. Dicen que su casco histórico tiene mil edificios catalogados y que es uno de los más bellos y mejor conservados del país.

La catedral, del barroco colonial, preside la plaza Mayor. El ágora bulle de vida. Decenas de rostros que merecen una foto. Limpiabotas, afiladores, paseantes, niños, madres, ociosos y atareados. También hay policías y una especie de vigilantes con uniforme de pantalón azul, polo blanco y porras. Cada banco lo protege un pequeño ejército. Como me dice un escritor, Jesús Marín, que tiene un puesto de libros usados en una calle adyacente, en el centro de Durango la cosa está tranquila, pero fuera, en los pueblitos, las carreteras o los barrios, el narco sigue asesinando.

En la plaza de los Fundadores una placa recuerda que Durango y Nueva Vizcaya no tuvieron paz definitiva porque una tribu india mantuvo la resistencia ante los conquistadores hasta 1619. Tal vez es que la vida mejicana no ha cambiado mucho desde los tiempos de la colonia.

En ruta. La siguiente posta en el Camino Real es Zacatecas. La ruta que lleva hasta allí desde Durango es una de las que tienen peor fama. Especialmente, entre las pequeñas localidades de Sombrerete y Fresnillo. Fueron habituales los asaltos a conductores y los ataques a los federales. Aseguran que ahora mismo las cosas están tranquilas, pero esta misma mañana leo en el periódico que ayer robaron y apalearon a un conductor en Fresnillo a las tres de la tarde.

Leo estas noticias en mi hotel en el casco antiguo. Es una casa señorial, con las habitaciones alrededor de un patio central que hoy está cubierto por una mampara translucida. Me han dejado aparcar la moto en el interior. Es un lugar tan apacible que resulta algo surrealista que todas las portadas de la prensa que ofrecen a sus huéspedes traten de un modo u otro el tema de la violencia.

La ruta atraviesa la sierra de los Órganos. El cielo está gris y feo. Hace frío. De pronto veo el cartel de Trópico de Cáncer y me resulta increíble. Esta árida región poco tiene que ver con lo tropical. Ni me detengo para la foto de rigor. Como una exhalación, atravieso con mi motocicleta los enclaves de Sombrerete y luego Fresnillo. No hay incidente alguno. Todo parece normal, si entendemos por normalidad que haya sucesivas patrullas de federales armados y controles militares.

Zacatecas. Sin novedad aparezco en Zacatecas, otra ciudad colonial. Pero resulta muy diferente a Durango. Aquélla era plana, esta es empinada. Está desparramada sobre un cerro. La catedral resulta fastuosa y las calles de viejos adoquines y los edificios de piedra son muy pintorescos. Pero el desfile de militares y federales en 4x4 blindados y con las armas largas en ristre entristece un poco.

He quedado con Arturo Burciaga, profesor de Historia de la Universidad local y autor de un libro sobre el Camino Real. Quedamos para una entrevista en la iglesia de los Dominicos. Me cuenta que Juan de Oñate financió su expedición de la conquista de Nuevo México con la plata de Zacatecas. Quien abrió el Camino Real de Tierra Adentro, un hombre rico, hijo del conquistador Cristóbal del Oñate, perseveró a pesar de las dificultades porque antes que riquezas perseguía un sueño.

-El viaje era muy duro y peligroso -explica Arturo-. Se enrolaban gentes que tenían mucho que ganar y poco que perder. Pero el mantenimiento de la ruta fue un logro en sí mismo, un logro de la obstinación española.

Aguascalientes. Después de Zacatecas, Aguascalientes, el centro geográfico de México. Una ciudad grande e industrial. Me esperan en la entrada Jorge y Roberto, del Club BMW de México. Llevan sendas R 1200 GSA. Lo primero que hacen es invitarme a una birria de desayuno en un puesto callejero muy concurrido.

-La birria es un plato típico local. Es asado de borrego, servido con salsa y tortillas de maíz.

El plato resulta sabroso porque el borrego está tierno a pesar de ser casi mayor de edad, y también porque la salsa tiene tantas especias que con ella se podría digerir un ladrillo. Pica y quema, pero me tomo entera la ración. Tanto chile acabará con mi salud gástrica, pero hoy tan potente desayuno me entona y calienta en un día frío.

Tras la comida, vamos al centro a ver la imponente catedral y la exedra, el monumento que simboliza el centro de la República. Es un águila sobre una columna. Luego visitamos la plaza de toros, la segunda más importante del país. Cuando les pregunto si hay debate antitaurino en México, contestan que sí y que la sociedad está dividida, pero que los ganaderos untan a los políticos y que eso paraliza la prohibición que algunos sectores reclaman.

Guanajuato. La pequeña y coqueta población de Guanajuato aparece un centenar de kilómetros después. Otra ciudad colonial llena de iglesias y bellas casas de dos pisos completamente arracimadas unas sobre otras en el escaso terreno disponible. Pero aquí hay todavía más encanto y una particularidad: los túneles. Hay calles que son túneles que a veces abren su techo al cielo y se ven los edificios suspendidos sobre el vacío. Tiene embrujo auténtico. Un paseo hasta la Alhóndiga de Granaditas obliga a pasar por un mercadillo ahíto de pintoresquismo y color. Frutas, tacos, limpiabotas, indígenas, pillos, pícaros, borrachos, caballeros de terno severo que parecieran salidos de otro siglo, aunque en realidad México parece que en parte vive en otro siglo.

La Alhóndiga es un edificio compacto, cuadrado, de decenas de pequeñas ventanas que parecen troneras. Guarda una terrible historia, aunque para los mexicanos es símbolo del comienzo de su lucha por la libertad. El 28 de septiembre de 1810 los rebeldes, encabezados por el célebre cura Hidalgo, tomaron la plaza donde se habían refugiado las familias peninsulares de Guanajuato y una pequeña guarnición realista al mando del intendente Juan Antonio Riaño. Los defensores se negaron a rendirse, los rebeldes tomaron el edificio y los mataron a todos.

Pero esos hechos terribles pasaron hace mucho tiempo. Hoy Guanajuato es una ciudad pacífica, universitaria y segura donde no se ven militares. Tiene una basílica fabulosa, un imponente teatro y una universidad monumental. Y también muchos bares. Entramos en una cantina con olor a orines. La parroquia es tremebunda. Todo el mundo está borracho. Hay pocas mujeres. Un hombre maduro duerme la mona en una esquina. De vez en cuando alza la cabeza, cruza unas palabras con quien tiene cerca, y sigue durmiendo. Alrededor de la barra hay un canalón en el piso. Es un urinario. Ya no se usa. "Al menos desde hace quince años", nos dice el barman. Pero antes se bebía y evacuaba de pie y en el mismo sitio.

Querétaro. El paisaje se hace más mediterráneo y fértil. Hay más cultivos, más gente, más vida y más tráfico. Las distancias entre poblaciones son menores. Llegar a Santiago de Querétaro lleva apenas dos horas. Se ven menos controles, menos armas. En el centro aparece la belleza arquitectónica y monumental de una población colonial conocida por tener una de las rentas per cápita más altas de México y muy bajas tasas de criminalidad.

En una de las plazas del centro hay limpiabotas. Es un oficio muy habitual en México. Decido hablar con uno

-¿Cuántos años lleva usted lustrando calzado?

-46.

-¿Y ha visto cambiar mucho la ciudad?

-Yo no he salido de esta plaza. Son 46 años sin vacaciones ni un día de descanso. De siete a siete. Esta plaza no ha cambiado mucho, pero lo que sí ha cambiado son los zapatos. Los jóvenes han perdido la formalidad en el vestir y hoy hay mucho calzado deportivo. Este oficio se pierde.

Frente a mí hay una gran iglesia de barroca fachada. Es el templo de San Francisco. En ella está labrada una figura. Es un hombre a caballo que esgrime una espada. A sus pies hay dos hombres vencidos. Uno de ellos aparece decapitado. La cabeza está tocada con un turbante. El enemigo caído no es indio, es musulmán. Es la imagen de Santiago Matamoros. El apóstol guerrero que ayudó a los españoles a vencer al Islam en la Reconquista. De ahí viene el famoso grito guerrero "Santiago y Cierra España".

Las crónicas españolas del siglo XVI cuentan que el apóstol se apareció a los conquistadores para ayudarles en su batalla contra los indígenas chichimecas. Por eso a la ciudad se la llamó Santiago de Querétaro, como me cuenta el limpiabotas.

-Lo de Santiago lo añadió un gobernador. Antes sólo se llamaba Querétaro -explica mientras lustra mis cansadas botas de motorista-, los gobernadores en México son como los perritos, les gusta marcar el territorio para que los recuerden.

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