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"Aquí Estocolmo..."

Marcel Proust, Vladimior Nabokov, Jorge Luis Borges, etcétera, la arbitrariedad sueca en la concesión de los premios colecciona injusticia literaria

Vladimir Nabokov, cuando todavía era eterno candidato al Nobel de Literatura LP/DLP

En octubre de 1969, Vladimir Nabokov se encontraba en el peldaño más alto de su carrera literaria y volvía a ser el nominado favorito para el Nobel como venía sucediendo desde principios de la década. Acababa de publicarse Ada, y John Leonard, del New York Times había escrito: "Si no gana el premio es simplemente porque el premio no se lo merece a él". Y efectivamente así fue, el Nobel no se lo merecía como tampoco merecía a Joyce, Proust, Chéjov, Tolstoi, Borges, Twain o Kafka, entre muchos otros autores que la Academia sueca no se ha dignado a tener en cuenta por distintos y peregrinos motivos. El premio, menos mal para la literatura, lo recibió ese año Samuel Beckett, pero podría haber sido cualquier otro sin obra traducida ni bagaje suficiente.

En 1974 el Nobel recayó sobre los escritores suecos Eyvind Johnson y Harry Martinson, absolutos desconocidos fuera de su país, y cuya principal virtud era frecuentar a los miembros de los jurados que otorgan el premio. Nabokov volvía ser candidato, igual que Graham Greene y Saul Bellow, que obtendría el galardón dos años después.

Brian Boyd, biógrafo del autor de Lolita, cuenta cómo la revista Life había pedido en 1969 a Frank Taylor, uno de sus mejores escritores, que se mantuviese en contacto con el novelista ruso en cuanto hubiera alguna noticia sobre el Nobel. Taylor les comunicó a él y a su esposa Vera que así lo haría. Los Nabokov aguardaron la llamada hasta que sonó el teléfono: "Aquí Estocolmo?", oyeron. Acto seguido, la comunicación se cortó. Tras un tenso compás de espera la línea fue restablecida y del otro lado se escuchó la tímida voz de una mujer que quería hablar con Vladimir para que le ayudase con una tesis que estaba preparado sobre él. Solzhenitsyn, que obtendría el premio al año siguiente "por la fuerza ética con la que ha perseguido las tradiciones indispensables de la literatura rusa", le escribió para decirle que le había nominado puesto que merecía el Nobel mucho más que él.

No estoy seguro de si Jorge Luis Borges recurrió al humor porteño o bien dijo convencido aquella frase ante Pinochet que acabaría, según parece, con cualquier atisbo de esperanza de obtener el premio sueco. "Es un honor inmerecido ser recibido por usted señor presidente. En Argentina, Chile y Uruguay se están salvando la libertad y el orden". Más de uno ha especulado sobre el verdadero significado de las palabras que a simple vista son un rendibú hacia el dictador chileno pero que no quitan un solo gramo de grandeza literaria al hombre que las pronunció.

Se han difundido otras famosas objeciones para no conceder el Nobel a otros muchos autores de renombre: Lawrence Durrell, por ejemplo, sufría una "monomaníaca preocupación por las complicaciones eróticas"; Alberto Moravia adolecía de "monotonía general", Robert Frost era por entonces "demasiado viejo", tenía 86 años, y E.M. Forster se había convertido en "una sombra del escritor que fue". Pero ninguna ha tenido tanto eco como la del autor argentino, que acabó ironizando para rumiar la amargura que no podía disimular: "Que no me hayan dado el Nobel se debe a la sabiduría sueca".

¿Engrandecen los escritores el controvertido premio o por el contrario es el Nobel de Literatura el que hace lo propio con ellos? ¿Debe servir la distinción que concede la Academia sueca para confirmar la gloria de los consagrados o para dar a conocer autores que el mundo, por lo general, desconoce? Cualquiera de las preguntas mantiene sin rellenar la línea de puntos porque los criterios por los que se concede el magno trofeo resultan aparentemente tan arbitrarios que dejan a los oráculos sin respuesta.

El pasado jueves lo recibió la escritora y periodista bielorrusa Svetlana Aleksiévich, a la que no he tenido todavía la oportunidad de leer, sin que ello me haga parecer distinto al resto de la humanidad. Philip Roth es ahora el que aguarda hasta el final de su eternidad. Lo lleva haciendo durante años. Más tarde pasará a la triste historia de los no Nobel.

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