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El tataranieto de las primeras víctimas de la Gran Guerra

Raoul de Poëze, conde d'Harambure, duda que su antepasado Francisco Fernando "hubiese podido evitar el conflicto", pese a su defensa de la paz

El tataranieto de las primeras víctimas de la Gran Guerra

La virtud es la única nobleza, viene a decir Raoul de la Poëze, conde d'Harambure (Artstetten-Austria, 1989), mientras muestra los tesoros del palacio que le vio nacer, con naturalidad y sencillez, confesando incluso que no es historiador profesional y que hay muchos detalles de sus distinguidos ancestros que se le escapan. Hijo de la princesa Anita von Hohenberg, tataranieto por tanto del infortunado archiduque Francisco Fernando de Habsburgo-Lorena (el hombre que pudo reinar sobre Austria-Hungría de no haber sido asesinado junto a su esposa, Sofía Chotek, en Sarajevo, el 28 de junio de 1914, el crimen que desataría la Primera Guerra Mundial), bisnieto de la gran duquesa Carlota de ­Luxemburgo, emparentado con los Borbón-Parma y varias líneas de nobleza menores (los d'Harambure, por ejemplo, una estirpe gascona, o vasca, si se prefiere), el conde Raoul representa la nueva generación de una aristocracia europea que cuida su legado sin reclamar papel alguno ya en el destino de los que antaño fueron sus pueblos, una clase arrumbada y retirada a sus palacios y quehaceres privados. Políglota (habla al menos tres idiomas: su alemán y francés natales, y un casi perfecto inglés), el conde d'Harambure ha vivido en Austria, Luxemburgo y Francia (en París, donde trabajó en una asociación protectora de niños con problemas) y permaneció el pasado verano en Artstetten, donde ejerció como guía de lujo para este periódico en su visita al museo que ocupa una de las mitades del palacio.

La mansión, del siglo XV, fue comprada en su día por el padre de Francisco Fernando, el archiduque Carlos Luis, un hombre extremadamente religioso -como su hijo- que murió de forma prematura por unas fiebres tifoideas contraídas al tomar el agua sagrada (y contaminada) del río Jordán. Francisco Fernando y Sofía convertirían este palacio con magnífica capilla en una de las residencias favoritas de la familia. El Danubio dis­curre apacible unos kilómetros más allá, y también están cerca los viñedos del Wachau austriaco. El visitante no encontrará los excesos barrocos de otros palacios de la nobleza europea, y sí un cierto aire Biedermeier y pequeño-burgués, aquel espíritu que encarnó su lejano pariente, el emperador Francisco José, amante de los platos sencillos y del tabaco barato.

Artstetten tiene el aire de un verdadero hogar. Combina las salas puramente históricas con aquellas que ilustran la vida familiar de Francisco Fernando, su mujer y sus hijos. Son impagables, por ejemplo, las fotos bromistas que el archiduque hacía a sus tres hijos: Sofía, Maximiliano -bisabuelo del conde Raoul- y Ernesto, que tuvieron una infancia feliz. A Maximiliano y Ernesto, que habían tratado de restablecer la monarquía tras la Gran Guerra, los nazis les encerraron en Dachau, en 1938, y les pusieron a limpiar las letrinas. Ernesto aún conocería otros campos de concentración, que le dejaron la salud tan minada que moriría con 50 años, como relata el conde d'Harambure.

Hay objetos personales en Artstetten, pero la mayor parte de ellos hay que buscarlos en otro lugares, como el castillo de Konopiste, cerca de Benesov, en la República Checa, que era el lugar preferido de Francisco Fernando, y donde se expone una parte importante de las 200.000 piezas de caza que cobró a lo largo de su vida. El conde Raoul defiende a su tatarabuelo frente a quienes juzgan con ojos del siglo XXI tamaña masacre cinegética. "Eran otros tiempos, en los que la caza no estaba mal vista, y, además, Francisco Fernando se preocupaba mucho de mantener la fauna en los cotos", asegura. En Artstetten hay algunas piezas, pero no hay punto de comparación con Konopiste. De este palacio bohemio partieron Francisco Fernando y Sofía para ser asesinados en Sarajevo, y en él quedaron sus hijos, tutelados por el príncipe Jaroslav Thun-Hohenstein, hasta que la nueva Checoslovaquia les expulsó y se quedó con el palacio y todo lo que había en su interior. "He visitado Konopiste como turista, sin decir quién era, y he visto todos los objetos personales, las fotografías familiares, los dibujos de los niños, sus juguetes. Se hace muy duro, porque es la memoria de nuestra familia", asegura el conde.

La joya de Artstetten, uno diría que su razón de ser, es sin duda la tumba de Francisco Fernando y su esposa. El archiduque debiera estar enterrado en la Cripta de los Capuchinos de Viena, donde descansa buena parte de sus antepasados, pero su deseo de reposar junto a Sofía (Soferl, como solía llamarla) por la eternidad, y en un plano de igualdad, motivó que los restos de ambos fuesen trasladados a Artstetten. Raoul de la Poëze accede al mausoleo con la unción de quien pisa suelo sagrado. El conde resume la historia de amor de sus tatarabuelos. "Eran de diferente condición, por lo que sólo se les permitió casarse a condición de que sus hijos quedasen excluidos de la sucesión imperial. Se ha dicho que Francisco Fernando, una vez en el trono, hubiese cambiado eso, pero es inconcebible. Cuando se casaron rozaban los 30 años, eran dos personas adultas, que sabían muy bien lo que estaban haciendo. Mi tatarabuelo no era partidario de casarse con alguna joven archiduquesa o de las casa reales europeas. Decía que era muy costoso ponerse a educar a una adolescente", asegura. Aquel desafío costó a la pareja no pocas humillaciones. En los actos públicos, Sofía no podía aparecer junto a Francisco Fernando, y su puesto estaba siempre detrás del bosque de archiduquesas, algo que se cumplía bajo la férrea ­supervisión del príncipe Alfred de Montenuovo, Obersthofmeister (literalmente Gran Maestre) de la corte.

El conde Raoul defiende la obra política de su tatarabuelo. Frente a lo que aseguran algunos historiadores, niega un enfrentamiento con el emperador Francisco José. Aunque reconoce que tenían puntos de vista diferentes, Francisco Fernando "siempre fue leal al emperador y acató sus decisiones". Francisco Fernando defendía, según su tataranieto, unos Estados Unidos de Austria, una fórmula que quizá hubiese salvado el Imperio Austro-Húngaro, dando autonomía a las diferentes nacionalidades. El conde reconoce que la muerte del archiduque, un ferviente defensor de la paz, contrario a cualquier guerra preventiva -por la ruina económica y la ingente pérdida de vidas que hubiese supuesto-, allanó el camino a la hecatombe de 1914-1918. Francisco Fernando nunca hubiese permitido una invasión de Serbia. Sin embargo, la situación estaba tan enrarecida en aquella Europa de la Belle Époque que no sabe si su ancestro "hubiese podido evitar la guerra". De la Poëze también se extiende sobre el asesinato del que fueron víctimas sus tatarabuelos, del que reconoce que aún hay puntos oscuros, un siglo después. Y es que aquel doble crimen destruyó muchas cosas. Tres imperios y sobre todo la hegemonía de Europa.

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