La Provincia - Diario de Las Palmas

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El viaje a Canarias

El año de gracia de 1629 llega en el mes de mayo a la isla el obispo Cristóbal de la Cámara y Murga, promovido a la silla episcopal de Canarias dos años antes. En su extenso séquito de familiares y acompañantes viene otro pastelero para su servicio personal. El prelado también trae a su Provisor, el doctor Luis del Toral, personaje clave en esta historia. El aludido repostero del obispo es el genovés Pedro Pablo Rey. Se acababa de casar en Sevilla con doña Clara Eugenia de Austria, vecina entonces de la calle del Agua de la capital hispalense, y para cumplimentar los imprescindibles requisitos del casorio la pareja tiene que verificar la ceremonia de velaciones. Ya establecidos en la ciudad, el ritual se realiza en la Catedral de Santa Ana, cuya licencia la autoriza el citado Provisor Luis del Toral. En la escueta partida sacramental se silencia la identidad de la dama. Solo se añade que es natural de los Reinos de España. En la discreta ceremonia hay tres testigos de alta calidad social que responden por las filiaciones de don Martín de Albija, don Agustín de Montiano y don Miguel Collado de San Martín.

Siete años más tarde la señora del pastelero del obispo queda viuda. Y como parece que es algo habitual en la saga de los Austria, pronto halló consuelo en los brazos de otro mancebo sevillano, del barrio de Triana, que como no tiene oficio conocido nada aporta al casorio. El mozo responde por Manuel Morales Vázquez. El nuevo matrimonio recibe las bendiciones, también en el templo de Santa Ana, el 8 de diciembre de 1636. Para la realización de estas nuevas nupcias quien da la licencia es el propio don Cristóbal Cámara y Murga, que ya no es obispo de Canarias sino de Salamanca, para cuya mitra había sido promovido dos años antes. Por este detalle se observa que el prelado seguía preocupándose en la distancia de solucionar los avatares de su dama protegida. Serán testigos en esta ocasión los más altos regidores y miembros del concejo de la isla.

Doña Clara Eugenia, que debía de contar con alguna bolsa de dinero provista o una renta vitalicia, compra una casa destartalada en el barrio mercantil de Triana, en las márgenes del barranco y frente al Puente de Palo; la reparó e instaló en la parte baja una lonja para que su cónyuge se dedicase a la comercialización de vinos. También le compra a su nuevo marido un barco pertrechado con todo lo necesario para realizar largas travesía por el resto del Archipiélago y la cercana costa de África. En 1644 Manuel Morales se fue con el barco de viaje a las Indias y decide quedarse definitivamente en las islas del Caribe. Clara Eugenia, nuevamente se queda sola, tiene que atender el negocio de su lonja del barrio mercantil de la ciudad, que no expende ya vinos sino objetos de mercería.

El otro secreto

Cuando en 1648 se iniciaron unos autos sobre la testamentaria de doña Clara se desveló un nuevo secreto. A su llegada a la isla con el obispo, venía también un niño de seis años, fruto de un devaneo que de soltera había tenido con un tinerfeño, de Icod de los Vinos, en tierras sevillanas. Llamado Juan de Rojas, como su padre, en nuestra ciudad se mantenía como hijo legítimo de su primer marido. La madre procuró darle buena educación y uno de sus compañeros de aula fue Francisco Manrique de Lara, quien en el proceso aludido tuvo que comparecer de testigo. Pero al contraer el segundo matrimonio con Manuel Morales, el niño, que ya era un muchacho de dieciséis años, estorbaba, y su madre lo envió a América para que sentara plaza de capitán en Nueva España, ya que se estaba organizando una expedición con destino a Chile. Andando el tiempo, la arrepentida madre esperaba ansiosa la vuelta del hijo, para quien mostraba una "camissa y calsones blancos nuevos que le tenía hechos para quando biniese".

Su muerte

En el mayor abandono y soledad Doña Clara Eugenia de Austria se enferma de gravedad en el verano de 1648. Hay que pagarle a Francisca de Alarcón para que la cuide en su dolencia y a unos frailes para que la ayuden a bien morir. El 11 de diciembre dicta su testamento ante el escribano Francisco Carrillo y en la declaración vierte una serie de inexactitudes para indicar que no tenía herederos forzosos y designar heredera universal la salvación de su alma. Del hijo Juan dice que falleció en la infancia y de su segundo marido, al no tener noticia desde hacia cuatro años, lo daba también por muerto. Sus bienes, que eran de cierta consideración, se tendrían que rematar en pública almoneda para poder pagar su entierro, bulas de sepultura, funerales, aniversarios y adquirir tributos para que sus réditos se invirtieran en ochenta misas rezadas que tendrían que aplicarse en las iglesias, monasterios y ermitas de la ciudad.

Murió el 14 de diciembre de aquel año del 48. Un negro trajo el ataúd, al que se le dio un tostón y dos reales a las mujeres que la amortajaron. Trece pobres condujeron luego sus restos desde Triana al cercano convento de San Francisco, al que acompañaban, entre dos hileras de frailes de franciscanos y dominicos, con cirios encendidos. A todos estos colaboradores y al que abrió la sepultura se les recompensó, además, con pan, vino, pescado y frutas. Los gastos fueron algo más cuantiosos por los blandones con cera que la difunta había ordenado que se encendiese en todos los altares durante su inhumación.

Los problemas

Comenzaron al designar la dama de albacea testamentario a Juan Méndez de Bazo, que será el encargado de rematar los bienes para destinar el importe a las mandas ordenadas. Entre las pertenencias a subastar hay desde quincallería sin apenas valor, a cuadros de estimación, joyas de plata y oro, muchos rosarios, algunas imágenes de vírgenes y crucificados y la casa de la calle de Triana. El albacea se encargó de liquidar las pertenencias. Pero al parecer no lo hizo con honradez, porque Marcos Sánchez, síndico del convento, lo denuncia a la fiscalía del obispado "porque todo lo que entró en su poder no lo ha hecho, pues ciertas partidas que consta en una memoria lo acredita". Los objetos descuidados eran una imagen de la Inmaculada, dos cruces, una cuchara de madreperlas y un cofre con 64 sortijas. El albaceas es excomulgado y para responder por la deuda contraída le embargaron una casa en propiedad. La casa de Triana de la difunta se remata en 1.077 reales, cuyo importe quedó en manos de Antonio Borges, almojarife de la isla, más, dicen los documentos, "de 22 extremos de oro sanos y quebrados y 7 adarmes de perlas menudas".

Una lápida de mármol blanco recuerda, a la entrada de la iglesia parroquial de San Francisco, que bajo las lozas sepulcrales de aquel recinto descansan los restos de la bisnieta del emperador.

¿Y que fue de la abadesa de las Huelgas Reales desparecida de su convento sin dejar rastro, salvo el de la fecha de su desaparición, que la historia de aquel monacato la incluye como la de su fallecimiento? Es un misterio. La inexistencia documental que desvele la identidad de la abadesa no permite asegurar su estancia en las islas. Si estuvo e Canarias con su hija, y bajo la protección del obispo Cámara y Murga, probabilidad que los estudiosos de la Casa de Austria consideran factible, lo hizo siempre en la mayor discreción, sin descubrir su calidad y procedencia.

Triste destino el de estas dos indefensas mujeres que por imposición imperial les amargaron la vida.

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