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VIAJES

Transilvania, mucho más que vampiros

La cuna literaria del conde Drácula es una región multicultural de Rumanía con una fuerte influencia magiar, que gana cada vez más adeptos entre esquiadores y senderistas

La iglesia negra de Brasov.

La leyenda de Vlad Tepes está presente en Transilvania de la misma manera que los toros en España. Es una seña de identidad que hace reconocible y popular un territorio que tiene mucho más que mostrar. Esta región situada en la parte occidental de Rumanía se está convirtiendo en uno de los destinos preferidos de senderistas y esquiadores gracias a sus bosques y estaciones blancas, y es el lugar perfecto para los amantes de la historia y la cultura. Esto no impide que el Castillo de Bran o la casa natal, en Sighisoara, del también conocido como "El Empalador"-que inspiró a Bram Stoker para crear a Drácula- sean paradas obligadas para cualquier turista. De hecho, la pequeña ciudad de Bran, coronada por la fortaleza medieval en la que cuenta la novela que vivió el conde, es un buen punto de partida para recorrer Transilvania.

Está situada en plenos Cárpatos, y por tanto, al igual que el resto de la región, su clima es extremo: altas temperaturas y humedad en verano y un termómetro que suele marcar bajo cero en invierno. Lo que nunca baja, ni siquiera en los meses más fríos del año, es la cola de entrada al Castillo. Pocos son los que al llegar a Bran pasan de largo y no esperan pacientemente su turno para entrar en la antigua posesión de la Reina María de Rumanía y su hija, la Princesa Elena. Y es que no existen evidencias históricas de que Vlad Tepes viviera allí. Es más, según la mayoría de las versiones, sólo estuvo dos días.

El merchandising sobre Drácula no es excesivo. Hay puestos callejeros que venden tazas o pósters con la imagen del sádico príncipe rumano, pero son más las tiendas de artesanía local y kurtos kalacs. Se trata de un dulce típico de Transilvania, pero de origen magiar, que bocado a bocado sirve para comprender la multiculturalidad de una tierra que formó parte del imperio austrohúngaro. Su nombre significa "pastel chimenea" por su forma cilíndrica y es una cinta fina de masa ligera que se come caliente y espolvoreada con azúcar, o, para los más golosos, con cacao, nueces o almendras.

A dieciséis kilómetros de Bran está Brasov, una ciudad de algo más de 280.000 habitantes en la que es posible encontrar multitud de alojamientos, desde hoteles hasta apartamentos y hostales. Para los que no se atrevan a coger el coche en Rumanía (un país en el que las rayas continuas tienen el mismo valor que las discontinuas para buena parte de los conductores), el transporte público es la mejor opción. Los trenes son muy puntuales pero algo lentos y permiten recorrer Transilvania de punta a punta. Sin embargo, entre Bran y Brasov hay un buen servicio de autobuses urbanos.

Al más puro estilo hollywoodiense, ésta y otras ciudades han instalado en la montaña que las rodea un cartel con su nombre. En el caso de Brasov es posible visitar las enormes letras y disfrutar a la vez de unas vistas panorámicas gracias a un funicular. Desde lo alto destaca el campanario de la Iglesia Negra, uno de los principales atractivos del lugar. Pese a que hoy en día está reluciente, los rumanos la llaman así desde 1689, cuando sufrió un gran incendio provocado por las fuerzas invasoras austríacas.

Esta no es más que una de las muchas iglesias rumanas, la mayoría ortodoxas, que forman parte de la riqueza artística y cultural del país. Así, hay viajeros que van a Transilvania exclusivamente para realizar la ruta de las iglesias fortificadas. Los templos pertenecieron a los antiguos pueblos sajones de la región y se distribuyen en siete aldeas: Biertan, Clanic, Darjiu, Prejmer, Saschiz, Valea Viilor y Viscri. El más grande está en Prejmer (a escaso kilómetros de Brasov) y su magnífico estado de conservación hizo que la Unesco lo incluyese en 1993 en la lista de monumentos Patrimonio de la Humanidad.

Entrar en la iglesia fortificada de Prejmer (Tartlau en alemán) es como hacer un viaje en el tiempo; justo cuando el pueblo construyó un fuerte alrededor del templo entre los siglos XIII y XVI para defenderse de las invasiones tártaras y otomanas. Pero no era un fuerte cualquiera, en realidad era una muralla de doce metros de alto y cuatro de grosor que escondía en su interior a los vecinos. Los ciudadanos de aquella época se refugiaron en pequeñas habitaciones de madera que rodeaban la iglesia y que en 2015 se mantienen en perfectas condiciones.

El viaje puede continuar por Sighisoara, la ciudad de los colores y la cuna de Vlad Tepes. Por Sibiu, el municipio más sajón de Transilvania con sus inconfundibles ventanas en forma de ojos. O por Cluj Napoca, la base de los universitarios rumanos y de Erasmus de media Europa que se moderniza a golpe de subvenciones de la Unión Europea.

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