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El horror de la guerra, contado por el soldado Samuel Fuller

El cineasta relató su experiencia bélica en la gran película 'Big red one', basada en una excepcional novela publicada por primera vez en España

Ilustración de la portada del libro.

El caballo encabritado echó a

correr hacia la estatua de Cristo.

Samuel Fuller, el cineasta que metía dinamita en los planos y rodaba casi siempre a bayoneta calada, fue también un excelente novelista. Y sacó mucho partido a su experiencia en el horror de la II Guerra Mundial, donde fue testigo de excepción en primera línea de batalla. Su novela Big red one (Uno rojo, división de choque) es extraordinaria. La película que rodó a partir de ella, y que tuvo una complicada gestación (el primer proyecto se remonta a 1959 pero a Fuller no le parecía bien hacerlo con John Wayne) y sufrió un calvario cuando pudo hacerla por fin en 1980 con un magistral Lee Marvin y un Mark Hamill recién salido de las guerras galácticas, es una de las mejores películas bélicas jamás rodadas, con momentos que han entrado con honores propios en la historia del cine, como el desembarco en Normandía resuelto con el plano de un reloj, el infierno en un sanatorio mental o la entrada en un campo de exterminio.

Sam Fuller Nació en Worcester, Massachussets, en 1912. Su vida fue cualquier cosa menos apacible. Colaboró como reportero en diarios sensacionalistas y fue uno de los soldados de la legendaria 1ª División de Infantería durante la Segunda Guerra Mundia. De su pecho colgaban la Estrella de Bronce, la Estrella de Plata y el Corazón Púrpura. Produjo y dirigió veintinueve películas (algunas magistrales, otras excelentes, algunas malas) y escribió once novelas. Falleció en 1997.

Big red one, que se publicó poco antes de la película, se centra en las peripecias de cuatro soldados de infantería guiados por su sargento en distintos escenarios: el África francesa, las playas de Normandía en el día D, el asalto a Mons en Bélgica, la Batalla de Crucifix Hill en Alemania y el cruce de la Línea Sigfrido el 19 de enero de 1945, cuando la guerra termina para ellos.

Que Fuller sabía de lo que estaba escribiendo queda claro desde la primera línea. Sus mejores virtudes como cineasta se aplican también a la literatura. Capaz de mezclar en un mismo plano horror y poesía, belleza y crueldad, dolor y coraje. Lo mejor y lo peor del ser humano. Sin irse por las ramas, sin perder el tiempo con florituras, directo al corazón del asunto con una prosa tan recia como evocadora en la que se puede pasar de un arrebato de odio a un fogonazo de compasión, o saltar del pecado a la redención con una convicción sin fisuras. Fuller te puede provocar escalofríos de espanto y luego relajarte con un mensaje de comprensión. Sus personajes son creíbles, el maniqueísmo brilla por su ausencia aunque deje claro dónde están las víctimas y dónde los verdugos. Y lo hace sin las cargas de profundidad retórica a veces fatigosa de Norman Mailer en Los desnudos y los muertos porque Fuller es un autor pegado a la tierra y a los soldados rasos para los que "la única gloria posible en la guerra es la supervivencia". Y esos supervivientes se mueven a sangre y fuego por unas páginas que arrojan al lector a una atmósfera bélica de tensión y crudeza implacables, con diálogos veraces y descripciones precisas y estremecedoras de los combates (el ataque de la caballería árabe a un tanque alemán en un anfiteatro romano es un momento magistral). El final tiene algo de desgarradora esperanza en el ser humano: cómo salvar la vida de un enemigo cuando la guerra ya ha terminado. La dedicatoria es elocuente: "Ésta es una vida de ficción basada en muertes reales. Cualquier parecido con los nombres de personas vivas, heridas, desaparecidas, hospitalizadas, enfermas mentales o fallecidas es pura coincidencia". Como no tiene la menor intención de juzgar y condenar, Fuller asume la condición de periodista (nunca dejó de serlo, y sus mejores películas siempre tenían ese toque incisivo y escudriñador del buen reportero) y expone los hechos, muestra a sus personajes en acción y recrea las situaciones sin regodearse en la violencia pero sin enmarscararla.

Cuando los japoneses atacaron Pearl Harbor el 7 de diciembre de 1941 Fuller, servía como voluntario en el ejército y a pesar de su edad (ya tenía 29 años) su gran deseo era combatir. Estaba obsesionado con escribir un libro sobre el conflicto: aún no se sentía atraído por el cine. Destinado a la Primera División de Infantería, fue soldado en el Regimiento de Infantería Dieciséis durante todas sus campañas por el Norte de África, Sicilia, Francia (con el desembarco en Omaha Beach) Bélgica (la batalla de las Ardenas), Alemania, y en Checoslovaquia, donde su unidad fue una de las que liberó el campo de concentración de Falkenau. Escribió algo parecido a un diario con ilustraciones en las que volcaba su talento para dibujar. Así que una gran parte de la novela está basada en hechos reales, pero no deja de ser una ficción y hay episodios salidos de la caldeada imaginación del autor. Por ejemplo, el sargento nazi Schröder, mucho más desarrollado en el papel que en la pantalla (entre otras razones porque la película fue mutilada por los productores), es un personaje completamente ficticio.

No así "Zab", soldado inspirado en el propio autor. Como explica en el prólogo el reputado crítico Richard Schickel (que restauró la película en la medida que pudo con material rescatado del olvido), Fuller "entendió completamente la brutalidad de la guerra y la naturaleza absurda de muchas de las experiencias de los soldados de infantería de la Segunda Guerra Mundial, conocidos vulgarmente como 'caras de perro' . Pero él no era antibelicista, especialmente en el caso de la Segunda Guerra Mundial. A fin de cuentas, era un judío laico que había pasado por la sangre, el lodo y la porquería del combate". Fuller "iba en busca de algo más combativo y antiheroico", nada de soflamas patrióticas en plan John Wayne. Nada de triunfalismos, nada de épica. La guerra a tumba abierta.

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