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De los leones de las Cortes a los perros de Santa Ana

Soldados canarios en el 23-F

Cuatro grancanarios que formaban parte de la compañía de la Policía Militar de la División Acorazada Brunete se reúnen por vez primera 35 años después para recordar y contar lo vivido aquella noche

El 23 de febrero de 1981 el teniente coronel Antonio Tejero Molina, al mando de un grupo de guardias civiles, tomó por asalto el Congreso de los Diputados durante la sesión de investidura del candidato a la presidencia del Gobierno Leopoldo Calvo Sotelo. Tejero mantuvo secuestrados a los miembros del Gobierno y a la práctica totalidad de los diputados durante más de dieciocho horas. De paso, puso en jaque a todo un país. Aquel acontecimiento se conoce como la intentona golpista del 23-F y sería la más grave tentativa de acabar con la joven democracia española.

Todavía hoy, pasados 35 años, abdicado el rey Juan Carlos y desaparecido el expresidente Suarez, se sigue hablando del asunto. Siguen planteándose incógnitas en torno al elefante blanco, sigue dando que hablar lo del caballo de Pavía, se insinúa la existencia de una "conspiración", se habla de la "historia no contada", de "cabos sueltos", de "la pieza que falta" o de "la gran desmemoria" (como titula Pilar Urbano su libro más reciente, último de la saga de libros del 23-F). Se han escrito cientos de artículos -quizás miles- y decenas de libros sobre lo acontecido en torno al 23 de febrero, pero poco se ha dicho de sus "protagonistas" anónimos.

Alrededor de la una y media de la madrugada, en la noche del 23 al 24 de febrero, ciento trece miembros de la Policía Militar (PM) de la División Acorazada Brunete Nº 1 del acuartelamiento de El Pardo, Madrid, al mando del comandante Pardo Zancada, quien lleva a sus ordenes al capitán de infantería Carlos Álvarez-Arenas, entraron en el Congreso de los Diputados en apoyo a los golpistas. Lo que ignora la mayoría de la gente es que entre los cascos blancos de la División Acorazada Brunete había tres canarios. Se convertirían sin quererlo en protagonistas forzosos de la noche más larga de la democracia española. Ellos son: el cabo primero Manuel Hernández Dieppa, natural de Costa Ayala (Las Palmas de Gran Canaria), el soldado José Guedes Guedes, de La Pasadilla de Ingenio y el también soldado Manuel Taisma Quintana, de San Mateo. Había un cuarto soldado grancanario en la compañía: José Rafael Ojeda León, de Moya. Él no entraría en el Congreso porque fue de los pocos miembros de la PM que quedaron de guardia en El Pardo.

Manuel Hernández Dieppa se había incorporado al servicio militar obligatorio con el 5º reemplazo del 79. Tras el periodo de instrucción en el CIR (Centro de Instrucción de Reclutas) de San Pedro lo destinarían a la compañía de la PM de la División Acorazada Brunete Nº 1, El Pardo, Madrid.

Esta compañía de la División Acorazada (DAC) estaba al mando del comandante Ricardo Pardo Zancada (que a la postre resultaría el hombre puente entre los golpistas) y del capitán Carlos Álvarez-Arena Pardiñas. De Álvarez-Arenas se decía que, con tan sólo 25 años, llegó a ser el capitán más joven del Ejército. De él recuerda Manuel Dieppa la anécdota de cuando llegaron a la compañía los reclutas de su reemplazo: Álvarez-Arenas entró de incognito con el resto de la tropa, haciéndose pasar por uno de ellos. "Todos creíamos que era un recluta más y allí estuvo toda la tarde, sin abrir la boca. Se dedicó a escuchar lo que decíamos", mientras ellos se afanaban en superar las pruebas de las novatadas impuestas por los veteranos.

Rafael Ojeda lo recuerda como un hombre de trato cordial con la tropa, a diferencia de los tenientes chusqueros de la compañía. "De hecho, al capitán Álvarez-Arenas, después de aquello, fuimos incluso a visitarlo a la prisión algunos de nosotros".

A Manuel Dieppa le dieron los galones de cabo primero sin más mérito que el de haber sido rescatado de una garita con síntomas de congelación mientras estaba de guardia una noche en la que hacía un frío de mil demonios, como así recuerdan todos las noches de invierno en los montes de El Pardo. Era el más veterano de los cuatro soldados canarios que coincidieron en la compañía durante los sucesos del 23-F.

Una tarde "rara y muy movida"

José Guedes (La Pasadilla, Ingenio) trabajaba en la aparcería -"en los tomateros con don Juliano", como dice él- antes de incorporarse al servicio militar con el 7º reemplazo del 79. Este hombretón de uno noventa de alto, todavía bien fornido y de aspecto bonachón, era luchador de lucha canaria (con el desaparecido Castillo del Romeral). Alguno de sus compañeros se acuerda de los desafíos a los que retaba a los soldados peninsulares de la compañía que se atrevían a agarrarse con él. Después del periodo de instrucción sería destinado, primero a la Unidad de Vigilancia de Alcobendas, después lo enviarán de refuerzo a la PM de la DAC Brunete Nº 1 de El Pardo. En la tarde del 23 de febrero de 1981 se encontraba en el acuartelamiento. Aquella tarde la recuerda como "una tarde rara", como si algo enrareciera el ambiente. "Nos llevaron al monte de El Pardo a caminar y encima nos habían retirado las radios". No se podía escuchar la radio ni ver la televisión. "Por la noche hicieron formar a la compañía y nos dijeron que estuviéramos preparados porque tendríamos que salir". Como a menudo hacían de escolta a algún convoy militar, pensaron que se trataría de escoltar algún destacamento o un transporte militar. En aquellos momentos "no sabíamos nada de lo que estaba ocurriendo en el Congreso", afirma Guedes.

La compañía de la PM estaba de guardia aquel día. Las guardias se alternaban entre las dos compañías: la del Cuartel General de El Pardo (sede del Estado Mayor de la División) y la Policía Miliar -nos aclara Manuel Dieppa-. "La nuestra era una compañía operativa", no cubría las labores ordinarias de policía militar, sino de escolta y vigilancia. De sólito, hacían rondas por Madrid en lo que llamaban la "ruta antiterrorista", vigilando lugares de paso de guaguas de oficiales y vehículos militares.

El soldado Rafael Ojeda se encontraba de guardia en la tarde del golpe y la recuerda como "una tarde muy movida", con un trasiego continuo de entradas y salidas de coches con mandos militares. Pero ignoraba lo que estaba sucediendo. De hecho, la gente que estaba libre, salió a la hora del paseo con normalidad, como cada día.

Esta "movida" a la que se refiere Rafael Ojeda concuerda con lo que se sabría después: el encuentro entre altos mandos celebrado en El Pardo en la tarde del 23 de febrero. A esta reunión asistirían el coronel de la División Ricardo Pardo Zancada, que había estado el día anterior en Valencia reunido con Milán del Bosch; el general de división Torres Rojas, gobernador militar de La Coruña y exjefe de la Acorazada; el jefe de la División, general Juste Fernández; el coronel San Martín López, jefe de Estado Mayor de la División y del Servicio de Inteligencia Militar (SIM) y todos los jefes, oficiales, mandos de las brigadas acorazadas 12 y mecanizada 11, jefes de artillería, jefes de regimiento y jefes de grupo antiaéreo.

Manuel Taisma (San Mateo) se había incorporado al servicio militar con el 7º reemplazo del 79. Después del periodo de instrucción en el CIR de Colmenar Viejo lo destinarían a la PM de la DAC Brunete Nº 1 de El Pardo. Recuerda que en la tarde del 23 de febrero estaba en la compañía. Por la noche les hicieron formar y le asignaron a cada uno el vehículo al que tendrían que subir. La dotación de cada jeep era: un chófer, un cabo al mando y seis soldados. Después los mandarían a acostarse vestidos con el uniforme de campaña, calzado y subfusil. Les dijeron que estuvieran preparados para salir en cualquier momento. Pero no les dieron más explicaciones. Este hecho lo recuerdan todos vivamente: de estar acostados después de la cena pertrechados con uniforme, casco, botas de campaña y subfusil. Y que no se podía llamar por teléfono ni ver la televisión ni escuchar la radio, aunque había gente que la escuchaba a escondidas, recuerdan algunos.

En la calle no quedó alma viva

Al cabo primero Manuel Dieppa lo habían arrestado aquel día. Debería haberse quedado en el acuartelamiento, pero a las cinco de la tarde (la hora del paseo) no había llegado al cuerpo de guardia el parte de incidencias con la lista de arrestados. De modo que se cambió, se puso la ropa de granito y se escapó con sus compañeros. Se fueron a Madrid, como de costumbre, absolutamente ajenos a todo lo que estaba apunto de suceder apenas una hora más tarde. Antes pasarían por Vicálvaro, donde estaban los calabozos, a visitar a un compañero arrestado. No los dejaron pasar y "tenían a la gente acuartelada". "Esto nos extrañó, pero pensamos que estarían de maniobras". Recuerda como si fuera ayer, cuándo y cómo se enteraron de la noticia. En la tarde-noche del 23 de febrero estaban en el barrio de Malasaña.

En aquella época, uno de los lugares de culto y peregrinación de la movida madrileña; aún así, "no había un alma por la calle". Sobre las ocho de la noche se encontraban cenando en una crepería que solían frecuentar en el barrio. Lo normal era que el local estuviera atestado a aquellas horas; aquel día no había más que cuatro gatos. Ellos iban de uniforme y notaban que la gente les "miraba raro". La dueña del establecimiento fue quien les dio la noticia de que había habido un golpe de Estado. Que la guardia civil había entrado en el Congreso y mantenía secuestrados a todos los diputados. Dieppa estaba con cinco compañeros más con los que salía habitualmente, uno de ellos -recuerda- como si de una extravagancia del destino se tratara, se apellidaba Tejero, hoy oficial de la Guardia Urbana de Barcelona.

Valoraron la situación y se plantearon si volver al acuartelamiento o desertar. "Yo estuve pensando muy seriamente -me confiesa Manuel Dieppa- el marcharme a Portugal aquella misma noche". No sabemos si se impuso la cordura o el miedo, pero al final decidieron que lo mejor era regresar a la compañía, lo que harían antes de las diez de la noche.

Por la noche, hicieron formar a toda la compañía, les asignaron un vehículo y les dijeron que estuvieran preparados para salir en cualquier momento.

"Nos hicieron acostarnos a descansar vestidos con ropa de faena, casco de metal y el arma reglamentaria, un subfusil Z-70", nos confirma el ex cabo primero M. Dieppa. "De sólito patrullábamos con el casco blanco de plástico, el casco de hierro era sólo para entrar en combate. Aquí supe que la cosa iba en serio".

Pasada la medianoche salieron del acuartelamiento con rumbo desconocido. "Fue después de que hablara el Rey" - afirma Manuel Dieppa-. "Muchos de nosotros escuchamos el mensaje del rey por la radio, a escondidas".

"El teniente me dijo -recuerda M. Dieppa- que íbamos a vigilar las colonias militares" (que eran viviendas unifamiliares de oficiales de la División), en Campamento y en Retamares (dos acuartelamientos de Madrid). Pero nadie sabia con certeza adonde iban. El comandante Pardo Zancada iba al frente de la compañía y tenía al mando al capitán Álvarez-Arenas. Todos coinciden en que pasaron mucho miedo en esos momentos de incertidumbre.

El convoy militar de la PM se dirigió a Madrid sin destino preciso conocido por los soldados. El cabo primero Manuel Dieppa recuerda que su jeep los "dejó tirados por una avería" en medio del scalextric de Atocha. El resto del convoy siguió adelante quedando rezagada su unidad. Recibió la orden de montar guardia junto al vehículo y disparar si alguien se acercaba. Era un problema de batería y poco después lograron poner el motor en marcha y alcanzar al resto del convoy ya en la Carrera de San Jerónimo. La policía nacional les abrió paso para acceder a la zona acordonada por la fuerza pública entorno al Congreso.

José Guedes recuerda que cuando llegaban al Congreso de los Diputados "estaba muerto de miedo". "Pasamos mucho miedo aquella noche", repite. "Lo que más me extrañó, y hasta me emocionó, fue que cuando íbamos llegando al Congreso, la gente que estaba en la calle empezó a aplaudirnos. Los pobres -dice- pensaban que íbamos a sacar a los golpistas y era todo lo contrario, aunque nosotros en aquel momento no sabíamos nada, pero yo pensé: si esta gente nos aplaude, nada malo iremos a hacer. Y aquello parece que me tranquilizó algo".

Después se sabría que en las inmediaciones del hotel Palace se había concentrado un grupo de la ultraderecha en apoyo a los golpistas que recibió con aplausos la llegada de la DAC Brunete; pero también había otro grupo, en el que se encontraba el periodista José María García que retransmitía en directo para la cadena SER desde la misma Carrera de San Jerónimo, que alentaron a los militares pensando que iban a tomar el Congreso para desalojar a los golpistas. Cosa que no resultaría cierta.

Chocolate caliente para la tropa desde el Palace

Cuando la unidad rezagada del cabo Manuel Dieppa se incorporó al convoy, ya fuera del Congreso, uno de los tenientes le informó que iban a tomar el edificio para liberar a los diputados. Si bien el cabo le hizo notar que no se habían provisto de armamento de asalto adecuado, el teniente pareció restar importancia al asunto y se limitó a decir que siguieran las ordenes, y punto.

En la calle, frente al Congreso, permanecieron durante un buen rato. Nadie recuerda cuanto tiempo, "quizás media hora". Lo que sí recuerdan algunos es que desde el hotel Palace trajeron un carro con termos de café con leche y chocolate caliente para la tropa. Hacía mucho frío en Madrid aquella noche y todos agradecieron "el detalle". Nunca se supo quién fue el buen samaritano que ordenó servir a la compañía aquel refrigerio o si acaso formaba parte del apoyo logístico montado por los propios golpista. Lo que sí es cierto es que en el hotel Palace se había establecido el centro de coordinación de los militares que -en principio, puesto que la situación era confusa- no se habían sumado al golpe y desde allí se seguirían las negociaciones con Tejero durante la tarde y noche del 23 de febrero y la mañana del día 24.

Sobre la una y media de la madrugada, los cascos blancos de la DAC Brunete Nº 1 entraron en el Congreso. Se dirigieron a la sala de prensa, donde establecerían el centro de operaciones. Aunque el puesto de mando se ubicó, de facto, en el corredor entre el edificio nuevo y el viejo. Allí se reunían Pardo Zancada, Tejero, Armada y otros mandos militares que desfilaron por el Congreso de los Diputados durante la larga noche de aquel 23 de febrero.

Desde el centro de operaciones en el Congreso se distribuyó a la tropa para montar guardia en distintos puntos. Manuel Dieppa recuerda que Tejero se dirigió a la compañía en la misma sala de prensa "insistiendo en que aquello estaba dentro del orden constitucional que la situación era grave y que España exigía la responsabilidad de los militares, etc.", en una suerte de diatriba contra los males y asechanzas de los enemigos de España.

Desde el pasillo superior, donde hacían guardia, veían el hemiciclo y a los diputados -recuerda José Guedes- y de vez en cuando algún guardia civil se desplomaba al suelo y debía ser asistido por los propios guardias que lo sacaban fuera de la sala. "La verdad es que en todo aquel tiempo -me confiesa Guedes- yo no me enteré nunca de para qué estábamos allí, realmente".

De madrugada "me ordenaron a mi, con algunos soldados -recuerda Manuel Dieppa- esperar fuera del Congreso la llegada del capitán Milán del Bosch (hijo) que al mando de la compañía Villavicencio 14 venía con una compañía de carros de Retamares". Estuvieron una hora esperando por los carros, pero los carros nunca llegaron.

Emboste en la cafetería del Congreso

Alguien bautizó la noche del 23 al 24 de febrero como la noche de los transistores porque todo el país permaneció en vilo con la oreja pegada a la radio. Entre los soldados había algunos aparatos de radio que escuchaban a escondidas y comentaban entre ellos lo que estaba sucediendo fuera, o lo que podía estar sucediendo -para ser más exactos- porque la incerteza era total.

Durante las horas de la madrugada, hubo quien se planteó coger un jeep y "mandarse a mudar", recuerda Dieppa. Pero no se dio ni el más mínimo conato de rebelión o insubordinación entre la tropa.

Vigilaban desde "la M-30", que era como llamaban los guardias civiles al corredor superior que bordea el hemiciclo. La sensación dominante era de miedo y tensión. En esta situación, los exsoldados recuerdan también algunas anécdotas más distendidas. Les habían ordenado hacer un reconocimiento de todas las plantas del edificio. "Los guardias civiles nos dijeron que en la quinta planta estaba la cafetería y había comida; que subiéramos a comer". Enseguida se corrió la voz entre la tropa: "Arriba hay comida, chiquillos, vamos para arriba", recuerda José Guedes en tono jocoso. Se hartaron a comer y a beber. En el restaurante del Congreso no había nadie, pero había mucha comida. "Bueno, la que nos dejaron los guardias civiles que ya habían arrasado antes que nosotros", comenta con ironía uno de ellos. Aunque la tropa ya había cenado en el acuartelamiento, volvieron a comer y a beber hasta la saciedad. Quién sabe si intuyendo la verificación de aquel adagio que dice: "muera gato, muera harto".

Resulta irónico, pero mientras los soldados de la PM "se hartaban a jamón ibérico, pasteles y helados" en la cafetería, José María García a través de los micrófonos de la Ser narraba con cierto tono épico la toma de la quinta planta del Congreso por parte de los cascos blancos de la DAC Brunete, al percatarse desde la calle del movimiento de la PM a través de los cristales de las ventanas del restaurante. Pues en aquellos momentos de confusión, muchos creyeron que la compañía de la Acorazada Brunete que entró en el Congreso de madrugada, lo hizo para desalojar a los golpistas.

El momento de mayor tensión

Las horas de la madrugada fueron pasando lentas, bordeando la calma tensa y la incertidumbre. Pero el momento más crítico, cuando de verdad pasaron miedo, llegó sobre las ocho de la mañana. Se rumoreaba que iban a entrar los geos. Les hicieron apostarse en todos los puntos estratégicos del edificio. "Cubrimos las azoteas y todas las entradas y salidas posibles -recuerda Dieppa- y teníamos ordenes de impedir que nadie saliera ni entrara al Congreso, incluso de disparar a quien intentara entrar o salir".

Los guardias civiles fueron los primeros que empezaron a abandonar el barco escapando por las ventanas. Un teniente de la compañía, pistola en mano, con intimidación, intentó disuadir a algunos de ellos. Los guardias pasaban olímpicamente y seguían saltando por las ventanas. La situación debió de ser tragicómica, por no decir cutre: mientras un grupo de guardias civiles timoratos abandonaban el edificio, Jomeini -que así apodaban los solados a uno de los tenientes chusqueros de la compañía- intentaba persuadirles pistola en mano, mientras le asomaba una ristra de chorizos escondida en la guerrera que había afanado en el restaurante del Congreso.

Por la mañana, entre las visibles muestras de cansancio, se palpa aún más la tensión y el miedo. Los soldados tenían órdenes de disparar "a todo lo que se moviera" y circulaba un rumor más insistente de que los geos podían intervenir de un momento a otro; todos coinciden en que si en aquel momento "estalla una sopladera" en el hemiciclo o a alguien "se le escapa un tiro, se arma la de dios".

Operación chapuza

Si lo que pretendían los golpistas era garantizar el éxito de la operación con la toma del Congreso, visto desde la perspectiva que da el tiempo, "aquello fue una auténtica chapuza", afirma rotundo Manuel Dieppa. A Tejero lo habían dejado prácticamente solo con un grupo de guardia civiles que, salvando los oficiales y suboficiales leales, la mayoría eran jóvenes temerosos y confusos por la situación. Procedían de la Comandancia Móvil, del Parque de Automovilismo, de la Agrupación de Tráfico y de la Academia de Tráfico. Habían entrado allí, la mayoría, engañados. No se trataba de efectivos adiestrados para acometer una operación de este tipo. "Y nosotros: una compañía de soldados de reemplazo que no teníamos ni idea donde nos habían metido. Nos limitamos a obedecer órdenes y cuando entramos nos dijeron que íbamos a liberar a los diputados secuestrados por la guardia civil". Así estaban las cosas.

Lo paradójico de todo esto fue que mientras muchos de los guardias civiles abandonaron el Congreso por la mañana, antes de la rendición de Tejero; ellos, la Policía Militar, permanecieron allí, disciplinados hasta el final. Serían los últimos en abandonar el barco. Obedientes a sus mandos, cuando ni siquiera eran soldados profesionales. El hecho de que entre la PM no se diera ni siquiera un conato de rebelión o deserción individual o colectiva -como ocurrió entre los guardias civiles- daría mucho que hablar.

Después se corrió un bulo en torno a esto. Se dijo de los cascos blancos de la Brunete "que si éramos hijos de militares, que si había gente infiltrada de la ultraderecha y cosas así". Nada más lejos de la realidad, me aclara Dieppa: "Mi remplazo estaba formado por gente de un nivel de instrucción, intelectual y cultural bastante alto. Había gente del mundo del teatro, del cine amateur, de la cultura, universitarios, y también había muchos militantes y exmilitantes de izquierda; en su mayor parte, de grupos a la izquierda del Partido Comunista".

"Aquellos que habíamos militado en política (Manuel Dieppa fue, en su época, un militante antifascista) sabíamos de la presencia entre los soldados vascos de militantes de HASI y de EIA, (partidos de la izquierda abertzale); "había troskos, gente del Movimiento Comunista, del PCE (m-l) y también del PCE (i)" (que eran siglas que formaban parte de la sopa de letras de la izquierda radical del momento). Entre ellos bromeaban que los habían metido a todos juntos "para tenernos controlados". Dieppa se muestra convencido de que la coincidencia de aquel contubernio intelectual-izquierdista en la compañía de la Policía Militar de la Brunete (5º reemplazo del 79) no era casual, y que siempre tuvo la sospecha de que se seleccionaba a la gente en los CIR según "ciertos perfiles" (aunque tal información, se supone que no debería existir).

A mí me sugiere -después de haber leído a Sebastian Haffner- que quizás sea cierto eso que dicen de que no hay forma más eficaz para neutralizar a un revoltoso que implicarlo en la propia estructura de poder o en el aparato coactivo del Estado.

En la mañana del 24 de febrero, cerca del mediodía, la compañía recibió la orden de formar, abandonó el Congreso y regresó al acuartelamiento de El Pardo escoltada por motoristas de la Guardia Civil de Tráfico. Así acabó todo. No hubo cristales rotos aquella noche, pero imaginamos que las pisadas de las botas que retumbaban en los pasillos intimidarían a los ya aterrados diputados. Podría haber sido peor. El comandante Pardo Zancada y el capitán Álvarez-Arena serían procesados y condenados junto a otros militares implicados en el golpe. Los planes golpistas fallaron entre los altos mando que se mostraron dubitativos o muchos se echaron atrás en el último momento, pero la cadena de mando entre la soldadesca funcionó a la perfección. La disciplina militar es muy jodida para estas cosas.

Y qué fue de aquellos soldados, se preguntarán. Continúan haciendo vida normal en Gran Canaria. Unos trabajan, otros están desocupados, pero todos se acuerdan y reviven aquella noche cada 23 de febrero. Para ellos fue también la noche más larga. Tres de estos grancanarios no habían estado nunca en Madrid hasta entonces y nunca más han vuelto. Ni siquiera atraídos por la curiosidad de volver a contemplar de cerca los leones de las Cortes. Treinta y cinco años después se han vuelto a reunir por primera vez para recordar y contar lo vivido aquella noche. Esta vez junto a los perros de la Plaza Santa Ana.

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