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la capilla sixtina del arte rupestre

Ocho minutos de viaje al pasado en Altamira

Los cinco afortunados que cada semana acceden por sorteo a la cueva rupestre cántabra disfrutan de una corta visita a la sala de los polícromos, que conjuga dibujos y volúmenes con una explosión de color

Algunas de las pinturas de Altamira. ÁNGEL GONZÁLEZ

"Parecía que las rocas bramaban. Allí, en rojo y negro, amontonados, lustrosos por las filtraciones de agua, estaban los bisontes, enfurecidos o en reposo. Un temblor milenario estremecía la sala". Así reflejaba Rafael Alberti en La Arboleda Perdida sus impresiones al conocer la Cueva de Altamira. Han pasado casi 90 años desde que el insigne poeta describiera "el santuario más hermoso de todo el arte español", casi 150 desde su descubrimiento por Marcelino Sanz de Sautuola (1.879), más de 35.000 años desde que un grupo de homo sapiens dejara su eterna impronta en los techos de Altamira. Ahora su visita está al alcance de muy pocos.

Tras doce años cerrada al público, desde febrero de 2014 cinco personas acceden cada viernes a la cavidad por sorteo. Una urna se llena de nombres con los visitantes más madrugadores. El sorteo es puro y nominal, no vale ceder el puesto. La única restricción es que hay que ser mayor de 16 años y no tener problemas de movilidad. Sólo tres euros cuesta entrar y, si hay suerte, se accede a la cueva.

El realismo de la "neocueva", de la réplica exacta que recrea cada milímetro de la famosa sala de los polícromos de Altamira, no resta interés a la visita a la pinacoteca original. Es más, lo acrecienta. Aumentan las ganas de respirar el aire añejo de la cueva, de caminar casi entre la penumbra hasta tropezar con esos bisontes de tan vivos colores. Y en Altamira saben además llenar de mística y de emoción la azarosa elección. A las 10.40 horas exactamente se abre la urna y comienza la extracción de papeletas. Todo los presentes atienden expectantes. Suenan los nombres en voz timbrada y pausada. Nervios, gestos de alegría, miradas de envidia. Y los cinco elegidos comienzan su visita "vip" con un recorrido por la "neocueva" para grabar en la memoria los mejores rincones de la Capilla Sixtina del arte rupestre, para aprovechar luego al máximo el tiempo disponible.

Antes de acceder toca ataviarse para la ocasión. Totalmente de blanco, con un traje de papel, calzas, zapatos de goma y mascarillas para no llevar bacterias de fuera, para no coger bacterias de dentro. Además, una linterna en la frente para guiarse. El camino hasta la entrada original recuerda al de los astronautas acercándose a la nave. Ha pasado casi una hora desde el sorteo y parece que el momento no va a llegar nunca. Otra pausa, toca limpiar los zapatos para que no entre en la cavidad ni una brizna de hierba. Cualquier esfuerzo vale para evitar la contaminación del yacimiento. Las famosas cuevas francesas de Lascaux o Chauvet tampoco permiten turistas.

Es cruzar y disfrutar de un breve viaje en el tiempo, de observar los muros de hierro y hormigón con los que reiteradamente se ha intentado evitar el derrumbe de la cueva. Ha llegado el momento de sentir el silencio, el peso de la historia. Los tiempos están tasados. Son menos de 40 minutos en el interior, que comienza con un paseo hasta la parte más profunda. Geológicamente incluso decepciona.

El deterioro de Altamira se percibe con nitidez al caminar por su interior, es la decadencia de la piedra o el mal estado de esa colada en la que hay que hacer un acto de fe para ver el grabado que describe el guía. Bajo la tenue luz de los frontales es un pasear tranquilo sintiendo la condensación de la respiración en la mascarilla. Un bisonte negro sin patas, un grabado de detalle exquisito. Son los teloneros antes de disfrutar del gran concierto pictórico, antes de acceder, junto a la entrada principal, a la sala de los polícromos. Ahí el cronómetro se pone en marcha.

Ocho minutos exactos. Uno de los guías acompaña a los visitantes al interior. El otro controla el tiempo desde fuera. Ocho minutos para impregnarse de emociones, para observar los rojos y negros de los bisontes agazapados, de los amenazantes, logrados con óxido de hierro y carbón. Con perspectiva y volumen crearon movimiento.

Tic-tac. Corre el reloj. Seis paseantes blancos se mueven sincopados. Cada uno busca su rincón. Los frontales, al estilo de las viejas lucernas, sólo enfocan al techo. Ahí descansa la manada. Es un lienzo de piedra de doscientos metros cuadrados. Sus grietas son arrugas de la historia. Sus colores permanecen vivos. Sorprende. Impresiona. Están al alcance de la mano.

Tic-tac. No hay tiempo para todo. Toca escoger un cuadro. Bisonte macho, el líder. Increíble la técnica, el grabado, el dibujo. El artista aprovechó los huecos de la roca para dar volumen a la imagen. Los ojos, la pupila, el hocico, la papada, la barba, los cuartos traseros... cada detalle otorga movimiento. Es una fotografía del pasado.

Tic-tac. Otra perspectiva general. Dejas pasar a los caballos y caminas hacia la gran cierva, al fondo de la sala. Tic-tac. Quieres parar el tiempo, como lograron los artistas de Altamira. Tic-tac. Es enorme. Un cérvido hembra de dos metros y medio de largo. Sus colores son más suaves. Es dulzura. Suena una alarma, han pasado siete minutos. Queda uno para abandonar la sala. Es momento de caminar despacio. Escudriñar otro rincón. Mirar las manos pintadas en el techo. Un milenario "selfie" del artista. Y ya estás fuera. Ha terminado tu viaje en el tiempo. Vuelves a respirar.

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