A raíz de la publicación del libro Scientific Babel: The Language of Science from the Fall of Latin to the Rise of English (2015), en el que su autor, Michael Gordin -profesor de historia de la ciencia en la Universidad de Princeton- analiza, como el título indica de forma precisa, La Babel científica: la lengua de la ciencia desde la caída del latín hasta el ascenso del inglés, el London Review of Books publicó una detallada reseña a cargo del también historiador científico -en la Universidad de Harvard- Steven Shapin, quien completa su repaso de este libro con interesantes aportaciones propias.

Recuerda Shapin al inicio de su artículo el mito bíblico de la Torre de Babel y el desafío de poder que supuso para Dios. La solución divina para controlar a esos seres humanos que desafiaban sus propios límites fue la confusión lingüística. Los hablantes de un mismo idioma aún podrían construir una torre propia pero, sin la capacidad de aunar recursos, compartir ideas y coordinar actividades, la humanidad sería incapaz de levantar una torre tan alta como para tocar el firmamento.

Como bien puntualiza el autor de la reseña, no solo la ciencia sino también la religión, el comercio, las finanzas o la acción militar requieren coordinación a nivel global. Pero Gordin sostiene en su libro que la confusión lingüística constituye desde hace tiempo un serio problema para la ciencia, que, a su vez, desempeña un papel fundamental en desarrollar modos de afrontar ese babel. Los científicos necesitan comunicarse con sus colegas de otros países, con eficacia y sin ambigüedad; y muchas manifestaciones del conocimiento científico aspiran a interpretar la realidad independientemente de la nacionalidad, cultura e idioma de quienes lo generan, pues se supone que sus hechos y leyes son universales. Sin embargo, el acceso a los pensamientos, si no se entiende su lengua, es difícil y caro, nos recuerda Shapin.

En un pasado lejano, todos los eruditos sabían latín, cuya época dorada en el ámbito del conocimiento tuvo lugar durante la Edad Media, cuando en realidad ya era una lengua muerta. Como no pertenecía a nación o raza alguna, era "neutra" y estaba a disposición de cualquiera que la quisiera o pudiera utilizar. Pero el latín, insiste Gordin en su libro, fue más leyenda que realidad. Para empezar, en la antigüedad, especialmente en el Mediterráneo Oriental, el griego continuó siendo la lengua "vehicular", o de comunicación; además, la caída del Imperio Romano supuso el eclipse tanto del latín como del griego en Occidente, siendo el árabe la principal lengua científica en la Europa medieval. El latín se convirtió en el idioma común de la erudición a través de su contacto con el árabe, pues las versiones en esta lengua de textos originales griegos se tradujeron a aquella lengua aún vigente entre clérigos y estudiosos, afirma Gordin.

El mundo científico actual, apunta Shapin, es tan monolingüe como lo era aquel dominado por el latín en la Edad Media. Entre 1880 y 2005 el porcentaje de producción científica publicada en inglés a nivel mundial pasó del 35% a más del 90%. Y no se debe solo a que haya muchos científicos en países de habla inglesa sino a que la gran mayoría de los investigadores chinos, japoneses o rusos escriben en inglés. Pero, aclara el autor de la reseña, el inglés científico no se impuso como consecuencia inmediata del segundo declive del latín, a finales del siglo XVII. Lo que siguió a este ocaso fue una preocupante confusión de lenguas que muchos científicos tuvieron que aprender a sortear y que constituyó un serio inconveniente hasta bien entrado el siglo XX. Solo ocho millones de personas hablaban inglés en el mundo a finales del XVII, menos que otras lenguas europeas; en la Ilustración, el francés era de lejos la lengua preferida de los estudiosos, lo que se ha atribuido a la claridad de la estructura oracional del idioma galo. Pero a finales del XIX, la lengua de la ciencia no era francesa, sino un triunvirato de francés, alemán e inglés. Y a comienzos del XX se produjo una nueva etapa de confusión babélica pues se hacía importante investigación en países como Italia, Suecia, el Imperio Austro-húngaro, España, Japón y Rusia, cuyos científicos solo conocían sus propias lenguas o al menos preferían publicar en ellas. Gordin nos explica que este lío lingüístico se veía como un problema verdaderamente serio para la ciencia: si la transparencia universal es inherente a ella, el nuevo babel podía considerarse una amenaza a su existencia.

Para Shapin algunos de los mejores pasajes del libro de Gordin, que califica de erudito e incluso divertido, son los que el autor dedica a los intentos que hubo en el pasado por solucionar la babel científica, no eligiendo una de las lenguas existentes sino inventando una auxiliar que todo el mundo aprendiese y resultase especialmente adecuada para la transmisión del conocimiento científico. Así surgieron, a finales del XIX, primero el volapük y luego el esperanto, que compartía con la anterior lengua artificial las virtudes de emplear raíces de idiomas conocidos, una neutralidad cultural y política y una gramática racional y simplificada. Pero ambas lenguas se estancaron ante la dificultad de mantener su estabilidad frente al normal desarrollo de las lenguas naturales con los cambios históricos.

Si a principios del XX el inglés todavía iba por detrás del alemán en las publicaciones científicas, a mediados de siglo ya era la lengua empleada en el 50% de estas, y en las dos últimas décadas del siglo realmente despegó, pasando a ser utilizado en un 91% de estudios, mientras el ruso bajaba del 11% al 2%, y el alemán de un 2,5% a un 1,2%, informa Gordin en su libro. Una de las explicaciones que da el autor para este cambio es la decadencia del alemán por razones políticas: tras la Primera Guerra Mundial, se hizo un boicot a esta lengua que duró hasta los años veinte; con la llegada del nazismo, el alemán se volvió de nuevo tóxico, y para cuando la investigación académica e industrial alemana ya se había recuperado en los años sesenta y setenta, los sistemas educativos de EE UU y el Reino Unido hacía tiempo que habían descuidado la enseñanza de lenguas extranjeras, mientras los hablantes nativos de inglés cada vez tenían menos necesidad de dominarlas.

El dominio del inglés tiene mucho que ver, según Gordin, con la Guerra Fría y el desarrollo estratégico de la ciencia y tecnología soviéticas. El lanzamiento del Sputnik en 1957 desató las ansias norteamericanas de descubrir qué tenían entre manos los científicos e ingenieros de la URSS. Se dedicaron fondos estatales a la enseñanza del ruso pero sobre todo a la traducción de las publicaciones técnicas soviéticas. Así, se puede decir, en opinión de Gordin, que la creciente importancia de la ciencia rusa sorprendentemente contribuyó al giro anglófono que experimentó la ciencia universal.

Con los diversos programas de traducción que proliferaron entonces, el mundo científico tenía ahora acceso a la ciencia y tecnología soviéticas, consideradas verdaderamente importantes tanto por razones académicas como militares. El inglés se convirtió en el medio esencial para conocer lo que estaban haciendo los rusos.

Para analizar hasta qué punto importa que la ciencia actual se lleve a cabo abrumadoramente en inglés, Gordin distingue entre "comunicación" e "identidad". La comunicación de información técnica a través de la traducción o del inglés universal es muy eficaz. Por "identidad", Gordin se refiere a la capacidad de expresar con seguridad significados, sentimientos o matices, algo que es muy difícil en una lengua que no hemos aprendido de pequeños y en la que no nos manejamos habitualmente. En un contexto monolingüe inglés, comunicación e identidad son la misma cosa para los hablantes nativos, pero muy distintas para los que la han tenido que aprender en el colegio o en los libros. En consecuencia, los anglosajones dan la impresión de sentirse "como en casa" en todas partes, mientras los no nativos se sienten como turistas en casi todos lados, opina el autor del estudio.

Con todo, no hay ninguna cualidad intrínseca que haga al inglés más adecuado para ser la lengua global científica: no es más "fácil", ni más "racional". Su éxito, opina Gordin, tiene que ver con la geopolítica y, si es más adaptable que otros idiomas, no es más que por un efecto de su globalización.