Evgueny Dyadyuchenko dejó su Rusia natal hace 22 años para venirse a vivir a la capital grancanaria por prescripción médica. El clima de la Isla palió la enfermedad de la piel que desarrolló años después de haber estado expuesto a la radiación que provocó la explosión de la central nuclear de Chernóbil, en 1986. Y es que él fue uno de los jóvenes militares a los que enviaron a realizar trabajo de campo en plena zona contaminada. Pero sin ser informado de ello.

El sábado 26 de abril de 1986 es una fecha que aún retumba en la vieja Europa. Aquel día, del que se acaban de cumplir 30 años, tuvo lugar uno de los peores accidentes nucleares de la historia en la antigua Unión Soviética, en Chernóbil, a tan solo 120 kilómetros de la capital de la actual Ucrania, Kiev, cerca de la frontera con Bielorrusia. Allí, los trabajadores de la central Vladímir Ilich Lenin trabajaban de madrugada en un simulacro de seguridad, cuando se produjeron dos explosiones en apenas unos segundos por un sobrecalentamiento del reactor de la unidad 4. Poco después comenzó a evadirse la radiactividad que no tardó en propagarse, llegando incluso hasta zonas muy lejanas. "No sabíamos cómo luchar contra ello, porque solo veíamos polvo en el ambiente, como cuando hay calima", recuerda tres décadas después Evgueny Dyadyuchenko. Lo sabe bien porque él fue uno de los que ayudó a recomponer el país tras la catástrofe.

En Las Palmas de Gran Canaria, donde lleva afincado 22 años, a Dyadyuchenko le conocen como Eugenio. "Es más fácil de pronunciar aquí", comenta divertido sin perder el acento de su Rusia natal, antes de rememorar lo que ocurrió después del fatídico suceso. Él estuvo casi en primera línea y vivió los estragos en sus propias carnes. Apenas había cumplido los 19 y se encontraba realizando el servicio militar obligatorio en territorio bielorruso cuando, junto a sus compañeros, fue requerido inmediatamente para abordar la situación. "Nos convocó un general del ejército y nos dijo que teníamos que apoyar a Ucrania". Concretamente lo haría mediante la construcción de casas prefabricadas para los miles de afectados y, para ello, fueron destinados al pueblo de Joiniki, a tan solo unos 150 kilómetros de Chernóbil. "Al principio nos dijeron que había ocurrido un accidente, pero no nos explicaron exactamente la envergadura de lo que había pasado". Así que pasaron un mes en la zona sin saber a lo que estaban expuestos. "Allí llegaban los camiones con materiales y nosotros ayudábamos a descargarlos", arguye. Todo ese tiempo también trabajaron "como civiles", realizando labores de albañilería, de fontanería, de ebanistería... "Los más jóvenes, al carecer de experiencia, hacíamos de ayudante de los distintos profesionales que allí había", apunta en un casi perfecto español. Así, Joiniki se convirtió en un lugar de paso al que también llegaban muchas de las personas evacuadas y donde se crearon infinidad de viviendas que otro grupo de militares más próximos al área donde se produjo la explosión se encargaban de colocar. "Pero no sirvió para nada", asevera. El motivo era evidente, aunque no demasiado palpable, por lo que cuenta Eugenio. "Lo único que se veía era polvo en el ambiente, no sabíamos a lo que nos estábamos enfrentando y, además, cuando eres joven tampoco te preocupas tanto por las cosas". De ahí que no tuviesen reparo en saltarse algunas normas.

"Recuerdo que aquel año hizo mucho calor y las frutas y verduras salieron mucho antes de lo normal, con los años me di cuenta de que fue por la radiación". Si bien no es el carácter prematuro de los alimentos lo que más les llamaba la atención, sino su tamaño. "Las fresas podían ser tan grandes como las manzanas y cuando tú ves algo así, siendo un chiquillo, solo la coges y te la comes", apostilla sentado en uno de los bancos del parque Doramas, donde ha elegido hacer la entrevista. Ciertamente, tal y como recapitula en su mente, tenían prohibido ingerir alimentos que no hubiesen pasado un control y más si estos nacían en la zona. Tampoco podían beber agua de los pozos, que fueron sellados, por lo que saciaban la sed con la que les llevaban de bodegas a la cual también añadían cloro.

Pero de todo ello fue verdaderamente consciente cinco años después de que explotara la central nuclear de Chernóbil. "Ya se sabe que cuando hay cambio de gobierno siempre salen los trapos sucios del anterior y eso fue lo que sucedió cuando llegó Mijaíl Gorbachov". No obstante, fue a través de un amigo, cuyo padre trabajaba en la Administración Pública, por quien supo a lo que había estado expuesto bajo la completa ignorancia. A pesar de ello, Dyadyuchenko no juzga. "Pasó así y ya está. Yo me lo tomo como que cumplí con mi deber como ser humano, ayudé en un momento difícil a otras personas afectadas después de una catástrofe". Él tampoco escapó a las consecuencias de la radiación que superó más de cien veces a la provocada por la bomba de Hiroshima y que a día de hoy sigue presente.

Años después de lo ocurrido, la piel del hombre de casi 50 años comenzó a mostrar dolencias. "Me salieron una especie de úlceras". Y, a pesar de que no puede afirmar 100% de que sea consecuencia del tiempo que estuvo expuesto bajo "la calima" de Chernóbil, es tratado en la clínica que abrieron para tratar a los damnificados por el accidente. Paradójicamente, fue su problema cutáneo el que le trajo hasta tierras canarias. "Empecé a trabajar en barcos de refrigeración de pescado que hacían escala en la Isla y durante mi estancia aquí empecé a observar que mi enfermedad mejoraba", asegura. De manera que, tras consultarlo con sus médicos y siguiendo sus recomendaciones, decidió venirse a vivir bajo un clima que beneficia a su salud.

Se puso manos a la obra con el español y hace ya 22 años se instaló en la ciudad donde comenzó a trabajar como ayudante del sacerdote de la iglesia ortodoxa de la ciudad. Consiguió la residencia española tan solo dos años después y, desde hace 15, se encarga del mantenimiento de las piscinas de Julio Navarro. Es padre de cuatro hijos. El mayor falleció con tan solo 24 años en Rusia, donde actualmente vive su única vástaga. Los dos más pequeños son fruto de su segundo matrimonio aquí en España. Ígor tiene ocho primaveras e Iván tan solo cinco. "El menor se llama así por su bisabuelo, que murió en la batalla de Kurst en 1943 en la que la mitad de los tres millones de soldados que participaron perdieron la vida", revela con orgullo. Y es que él quiere hacer partícipe a sus niños de la historia que, inevitablemente, les corre por las venas. Para ello tiene sus recuerdos y una medalla por la labor realizada a una tierra que desea volver a pisar. "Quiero volver a visitar Joiniki". Sabe que lo hará.