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La dama de los corazones robados

No ha existido una intérprete como Édith Piaf tan capaz de escenificar el tempo trágico de su vida en una canción, ni siquiera Billie Holiday

La dama de los corazones robados

No ha existido una intérprete en este mundo capaz de plasmar el tempo trágico de su vida escenificando una canción como Édith Piaf. En el baile dramático del devenir nadie superó a La Môme, ni siquiera Billie Holiday. Acabo de leer la historia cultural de la cantante francesa escrita por David Looseley y estoy aún algo impresionado.

En 1957, seis años antes de su muerte, Piaf incorporó una nueva canción a su repertorio, "La Foule". En realidad no era nueva, la había compuesto en 1936 Angel Cabral, un argentino, con el ritmo de un un vals criollo. Ella la escuchó y le preguntó a uno de sus libretistas, Michel Rivgauche, si podría escribir una letra en francés. Piaf siempre había sido buena exprimiendo la nostalgia, y la chanson es en sí un género melancólico de la música. El sonido del acordeón y la introducción en el piano le recordaban su juventud antes de la guerra cuando cantaba en los cabarets de París.

"La Foule" trata de una mujer cuyo destino está en manos de las multitudes. En los tiempos de Belleville y Pigalle, Piaf se sintió arrastrada hacia un extraño del que acabaría enamorándose para después ser arrebatada de sus brazos por la farándula y el éxito. En uno de sus gestos más característicos, la cantante traga saliva y aprieta los puños para maldecir a quienes la han despojado del amor de su vida.

Pero hay que verla. En las grabaciones que quedan y pueden contemplarse, actúa como un animal herido, nadie diría que "La Foule" fue escrita dos décadas antes en otro idioma y para otros cantantes. Le pertenece. Más incluso que las canciones que nacieron para ser interpretadas por ella. Lleva un vestido negro, dirige la mirada arriba y abajo, chasquea los dedos. Gira bruscamente la cabeza y vuelve sus ojos acusadores a la audiencia con las manos pegadas al cuerpo como si se estuviera palpando. Canta con una fuerza desgarradora, se estremece, vibra, se contonea, es como el lagarto que decía Jean Cocteau trepando por una pared en medio de las ruinas. Alguien podría sospechar que culpa al público por su sufrimiento y, sin embargo, lo que hace es seducirlo. Gira como en un torbellino con los ojos medio cerrados y el vals se apaga entre el estruendo de los aplausos emocionados de los espectadores. Ahí está Piaf vengándose de la multitud que le roba la vida y el amor. Nadie podrá negar que "La Foule" es una una biografía del desencanto.

Sus seguidores, quienes la aplaudían por el relato conmovedor de su propia existencia en los escenarios, sabían por los periódicos a finales de los cincuenta y principios de los sesenta que la cantante había sido víctima de las desdichas amorosas. Primero fue el amor de su vida el boxeador Marcel Cerdan, muerto en un accidente de aviación en octubre de 1949. De sus jóvenes protegidos como Ives Montand, de su pasión fugaz por Charles Aznavour, del ciclista André Pousse, y de su amante el compositor y cantante George Moustaki que había escrito para ella "Milord", otro de sus grandes éxitos. Con ellos había vivido el éxtasis y el tormento, con casi todos sufrió aparatosos accidentes de carretera. Nada aparentaba ser normal en la vida de Piaf: eran horas y días convertidos en tragedia. Nadie está seguro tampoco de que hubiera podido convivir con otro tipo de existencia más asequible.

Con Cerdan, pied noir, ídolo de los cuadriláteros, vivió en una nube. La noche en que obtuvo el Campeonato mundial del peso medio frente a Tony Zale en Jersey City, el boxeador francés nacido en Argelia y el gorrión de París caminaron sobre un lecho de rosas hasta el supremo altar del amor de la cama de un hotel de Nueva York. Los días antes de aquel verano de 1948, en que se conocieron, no podían separarse. Él la llamaba a ella "mi hada". Y ella, cuando ponen tierra de por medio, le escribía cosas como la que sigue: "Tu olor permanece en las sabanas y mi corazón se acuesta todos los días en brazos de la tristeza". Sin embargo, era el público el que finalmente acababa apropiándose del corazón de la cantante. Ese doble sentimiento de posesión compartido por la fama y la privacidad, en que la primera se imponía fatalmente a la segunda lo utilizó involuntariamente para escribir el guión de su carrera. El último hombre de su vida, Théo Sarapo, lo presentó en 1962 en el Olympia de París un día antes de su boda para obtener el permiso de la sala. Les preguntó a los espectadores si tenía derecho a enamorarse y los espectadores respondieron que sí.

El juego prosiguió hasta el final, un año después, como si se tratase de una cruel burla del destino. La mujer enferma, consumida por la morfina, y el joven amante dispuesto a cuidarla como si fuera un hijo. Cuando murió, Cocteau dijo que no había conocido jamás a un ser más desprendido de su alma. La fama se la había robado, lo mismo que el corazón.

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