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Del 'espléndido aislamiento' al divorcio

Europa hizo a Gran Bretaña, y Gran Bretaña, a su vez, también se ha ocupado del Continente: la separación sólo se concibe desde el ensueño

Britania es una marca que admiro desde la infancia. Probablemente desde que me regalaron el primer libro de Guillermo Brown, el personaje creado por Richmal Crompton, y supe quienes eran Sherlock Holmes y su inseparable Watson. Admiro buena parte de la la literatura anglosajona, la era eduardiana, el swinging London y la eclosión pop que siguió, y no me son del todo extrañas muchas de las costumbres y las aficiones de los británicos que en algunos casos he llegado incluso a compartir. En un momento de mi vida si me hubieran dado a elegir hubiera escogido ser inglés. También he aprendido a guardar respeto por el 'espléndido aislamiento', que no contradice, como ha escrito Ignacio Peyró en su diccionario sentimental Pompa y circunstancia, el rapport continental: el Grand Tour, el burdeos, el jerez, y el amor por el sur de Francia. Sin embargo, los británicos no son lo que se dice pasionales y para contrarrestar esa debilidad hacia Europa han fomentado durante siglos el euroescepticismo.

Siendo tan suyos como son, los ingleses no se equivocan desde el punto de vista del estilo. Ni siquiera siendo tan ingleses hasta el punto del aburrimiento de no poder ser ninguna otra cosa más en esta vida. Tampoco, y hay que agradecérselo, cuando bromearon aquella ocurrencia de que sólo un paso separa a un listo de un tonto: el de Calais. El problema es que desde el plebiscito de hace una semana y la victoria del brexit una parte importante de la sociedad británica ya no está segura de qué lado está el tonto. Por contra, en el continente la mayor parte lo tiene claro.

Julio Camba, que conocía bastante bien el Reino Unido, escribió que, con las comunicaciones, los intercambios comerciales y de placeres, y la identidad de la cocina, la Humanidad se dividiría en dos únicas clases: a un lado, la Humanidad propiamente dicha, y al otro, los ingleses que seguirán en su isla comiendo roast-beef y hablando inglés. Ya nada de esto es del todo así: el mundo ha cambiado lo suficientemente desde entonces para impedir que el 'espléndido aislamiento' sea algo más que el fruto de una ensoñación aunque en la actualidad se presente como una auténtica pesadilla para los intereses conjuntos de Europa. El fracaso del proyecto europeo y el colapso del orden continental actual no sólo serían un golpe catastrófico para las poblaciones del otro lado del canal sino también para el Reino Unido, que se vería directamente expuesto a las tormentas resultantes, como casi siempre ha ocurrido.

Gran Bretaña, por mucho que haya explotado la vena sentimental en otra dirección, forma parte sustancial de ese conjunto. De hecho, Europa hizo el Reino Unido. Inglaterra como estado nación fue el producto de la presión europea para defenderse contra las incursiones vikingas. El continente, a pesar de las apariencias, casi siempre ha sido más importante para los británicos que el resto del mundo. El estadista y filósofo Edmund Burke habló en el siglo XVIII de una comunidad europea, mucho antes de que la Commonwealth fuera pensada. La naturaleza del reto continental osciló con el tiempo pero siempre resultó estratégica. En la Edad Media, el enemigo principal de Inglaterra era Francia. En los siglos XVI y XVII, España. Desde finales de este último hasta el XIX, Francia de nuevo; en la segunda mitad de la centuria, la Rusia zarista. Luego, a principios y mediados del XX las Alemanias del Kaiser y Hitler; más tarde, otra vez Rusia, desde el final de la Segunda Guerra Mundial hasta la caída del muro de Berlín. Muy a menudo, el peligro era ideológico. Primero fueron las herejías de la Edad Media, la contrarreforma, que se convierte en sinónimo del absolutismo y de las tiranías; el jacobinismo francés; los totalitarismos del siglo XX, hasta el terror que propaga el fanatismo islámico.

A su vez, Europa ha servido para modelar profundamente la política interna en el Reino Unido. Desde los siglos XVI y XVII en los que hubo encendidos debates sobre la mejor manera de proteger el protestantismo y las libertades parlamentarias que en el continente sufrían severos ataques. Si Europa hizo Gran Bretaña, Gran Bretaña también se ocupó de Europa. Su presencia militar y reputación en la Historia ha sido formidable, a partir de victorias significativas en Agincourt, Dunkerque, Blenheim, Dettingen, Waterloo, en Crimea, durante las dos guerras mundiales, y las operaciones de disuasión bajo la OTAN. Muchas de ellas se obtuvieron con la ayuda de socios de la coalición.

Hasta no hace demasiado tiempo los británicos estaban aún dispuestos a enseñar cómo vivir al resto de las naciones. Es improbable que lo puedan hacer. Pero tampoco se puede decir que hayan dilapidado su prestigio al fallar en dos de sus grandes contribuciones a la historia: el parlamentarismo, al que han renunciado fiando a un plebiscito su permanencia en Europa, un asunto que les acarreará no pocos problemas; y sufriendo una de sus derrotas más humillantes en fútbol contra los modestos y entusiastas islandeses. Aunque sí se ha puesto en ridículo.

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