Con merluza, patatas y un pimiento, las velas al viento. ¿Qué sería de nosotros sin su majestad la merluza?, vedette en las pescaderías, dispuesta a cualquier preparación siempre y cuando no sufra los sofocos del fuego que tanto martirizan las carnes delicadas. A simple vista resulta fea -el merluzo expresa coloquialmente rostros poco edificantes-, sin embargo verla resulta una belleza en el plato cuando brilla por su blancura, y su tronco rompe en luminosas lascas. No hay pescado comparable por todo lo que aporta a la cocina y pocos resultan tan agradecidos como él si se le trata con el debido respeto. Su precio, además, hace tiempo que no se dispara como ocurre con otros casos de la nobleza en la despensa marinera.

La tan apreciada merluza del pincho posee cabeza robusta y boca grande con dientes muy afilados. Su cuerpo es largo, de color gris oscuro, con los lados más claros, y el vientre blanquecino. La primera aleta dorsal es más corta que la segunda. Suele medir entre 40 y 70 centímetros, pudiendo llegar hasta los 120. La merluza, a diferencia del tordo, va disminuyendo proporcionalmente del pico a la cola. Es el pescado número uno en el hit parade cantábrico, aunque no hay que confundir la merluza del pincho con la de arrastre. Las dos son perfectamente comestibles, pero la segunda, precisamente al ser arrastrada en su captura, no conserva la carne tan firme como la primera. La merluza del pincho es una categoría aparte por su finura. Los ejemplares capturados mediante la técnica del palangre provienen de la cosecha de las brazoladas, en las que se empatan los anzuelos con el cebo de pescado.

Para limpiar una merluza, lo primero, como ocurre con cualquier otro pescado, es desescamarla, cortar las aletas, eliminar las agallas y la parte de la boca donde están los dientes, quitar los ojos y la telilla negra que recubre la parte interna abierta.

En la cocina, la merluza requiere un trato extremadamente suave y exquisito. Con ella es necesario un control riguroso de los tiempos de cocción. La fritura de la merluza, siempre preferible en filetes limpios de piel y espinas, necesita un calor moderado, para que quede jugosa y la superficie, dorada y suave. La preparación con cachelos y en ajada es la más clásica en el norte de la Península, pero también al horno, al vapor, rellena y sin la espina central, preparaciones todas ellas sublimes.

La parte abierta de la merluza, el cogote, es probablemente la más sabrosa: se suele preparar al horno, con sal, aceite y ajo.

En cualquier caso, la cabeza y la espina central son idóneas para preparar caldos cortos de pescado (fumet) con un casco de cebolla, zanahoria y puerro. Una de mis cocciones predilectas es al vapor con un bouillon adecuado y unas algas. Sencillo, no se escapan los jugos y los sabores, y resulta la mar de dietético. Otro clásico que me lleva a no ofrecer jamás resistencia es, como ya adelanté, rebozada en huevo y frita. A la romana, que no lo es tanto, y en el corte del lomo. Preferible a la rodaja.

Cuando escribo de merluzas me viene casi siempre a la cabeza una de las secuencias de Pepe Carvalho, el personaje de las novelas de Manuel Vázquez Montalbán dándole a la perra la merluza a la sidra que Biscuter cocinó para él. "Que te aproveche, Bleda. Asómate al mundo de los hombres civilizados a través de una cocina digna y cuando me muera recuerda que un día te di de cenar lo que Biscuter había hecho con amor para mí". Ahí, sí hay una declaración de amor a las mascotas, no cualquier cosa para salir del paso. La merluza a la sidra, por otro lado, no una preparación que me guste. Disiento de Biscuter.

La merluza es el pescado preferido de los españoles. Esta afición viene del XIX, y más en concreto del desarrollo de las comunicaciones ferroviarias, que permitieron que las merluzas llegasen a Madrid, la ciudad española más alejada del mar, razonablemente frescas.

En textos más antiguos, incluso del siglo XV, se cita a la merluza -casi siempre llamada pescada, como se sigue haciendo en la comunidad de Galicia y Portugal- como un pescado seco.

Igual que el bacalao, que, sin embargo, no aparece en obras de la época. De la tradición viene el hecho de que no es fácil encontrar un restaurante en cualquier lugar de España que no incluya en su carta la merluza. Incluso en estos tiempos en que a los cocineros les da por experimentar con cosas imperceptibles en la mesa pero agradecidas para el emplatado, la tontería y la maldita fusión.

No quedaría esto ni medio completo si no me refiriese a una de las partes que distinguen y ennoblecen a su majestad la merluza. Es el caso de las cocochas.

Las cocochas de la merluza son uno de los bocados más delicados que existen. Proceden de la parte inferior de la barbilla del pescado y sueltan la suficiente gelatina para poder ligar con ellas una salsa en todo su esplendor. Para hacerlas al pilpil, el secreto está en templar el aceite unos diez o quince minutos antes de ponerse a bailar la samba con la cazuela. No es difícil lograr una emulsión como es debido si se observa este pequeño detalle.

Las cocochas salteadas en una salsa verde surgieron de la destreza de las amas de casa del país y se perfeccionaron en las sociedades gastronómicas. Después fue en el restaurante Juanito Kojua, del casco viejo de San Sebastián, donde obtuvieron notoriedad. Allí trabajaba Javier Arbizu, cocinero de la selección española de fútbol. En la actualidad los restaurantes afamados Elkano, en la localidad de Guetaria, o Urola, en el casco viejo donostiarra, son buenos lugares para comerlas en el norte peninsular.

Por sencillo que parezca la preparación, sigue resultando arriesgado pedir cocochas fuera por ejemplo del País Vasco. Lo digo por experiencia, me las han servido desligadas y hasta con cebolla, nadando en caldillos infames.

El problema de las delicadas cocochas de merluza es que no siempre se encuentran, si no es por encargo en las pescaderías de confianza. Su precio fluctúa como lo valores en la Bolsa, pero casi nunca resulta barato. Es una por pescado y están suficientemente demandadas.